“Y así vamos adelante... ”

“Dulce et decorum est pro patria mori”¹

Retiró los diarios y halló una carta enviada desde el kibutz. Leyó la nota. Escueta; triste: “Querido amigo -decía-, el 16 de abril vamos a efectuar en el cementerio del kibutz el acto recordatorio en memoria de nuestro hijo Beni, caído en El Líbano. Nuestro hijo, que jugó con el tuyo hace veinte años, nos dejó un vacío inmenso, una soledad muy cruel e injusta. Conocemos tu aversión por las ceremonias, pero tenerte con nosotros durante el acto nos va a reconfortar. Te esperamos; tuyo, Natán y Shiri”.

Por Abi Ben Shlomo (Desde Israel)

Natán lo conoce bien. Sabe que detesta ¡y cuánto! la pornografía exhibicionista del duelo. Del duelo de los otros; de los que ponen caras de circunstancias; una pose entre abyecta y ramplona. Detesta esas ceremonias de gestualidad premeditada, porque son una especie de ritual morboso que trata de trasegar los sentimientos y las culpas, envolverlos en una confusión diagramada hasta el último detalle. Como convertir la vida cotidiana de los israelíes en una existencia soterrada, culposa.
Cada año, cuando se acerca el día en que se recuerda a los caídos por la patria o en la guerra de Iom Kipur, el respeto que les deben “los otros”, se transmuta en una indisimulada elegía a la muerte: “Dulce et decorum est pro patria mori”. ¹
Se fastidia a los padres, a las viudas y a los huérfanos, a los compañeros del batallón y a los antiguos comandantes, con esas preguntas estúpidas, fariseas, seudo sensibles, calcadas. En las radios y la televisión. En los diarios y los suplementos.
El país se detiene. Hay que menear, con impávido deleite, en nombre del patriotismo y los deberes cívicos, las heridas, los recuerdos, lo que no tiene reparación, la cuota de sangre y luto que le corresponde a cada ciudadano. Es como delinear la mente colectiva para nuevos duelos, muertes y tragedias; convertir la cotidianeidad del duelo en la conciencia de la época. Esto ocurre porque para alguna gente la guerra y las muertes reditúan beneficios inmensurables. Muchísimos más que la paz y la vida.
Pero este caso era distinto: era el duelo de sus amigos, un dolor que nada tenía que ver con las procacidades formales, o las lágrimas de compromiso, vacías y oficiales.
Volvió a leer la carta. Le invadió una mansa ternura, un sentimiento de solidaridad. Los recuerdos agrietaron las compuertas de su memoria, irrumpiendo como aguas salvajes en todos los recovecos de su ser. Retornó al pasado que había soñado en la diáspora desde la pubertad; a la utopía de la sociedad igualitaria, al kibutz, a la vida colectiva y el movimiento jalutziano. Cuando aún creía, con toda la candidez, que él y sus compañeros estaban edificando los cimientos de un país nuevo, de una sociedad justa y solidaria; la imagen de una nación ejemplo para el resto del mundo.
Se despojó por algunas horas de la amarga ironía que siempre fluye de sus juicios. Natán fue un buen amigo y un auténtico pionero: merecía su solidaridad.
Como en un fugaz documental, se vio anegado por el verdor de la vegetación, las colinas suavemente onduladas de la baja Galilea. La fantasía retornó a los amaneceres del pasado; a esas puestas de sol que le transportaban a un mundo encantado, pastoral, beatífico, inolvidable.
Tenía la sensación de estar abriendo un antiguo medallón, en el que resplandecía el retrato ajado de aquel lugar mágico, feraz. Donde podía dialogar con el silencio, pasear por remotas galaxias y lejanas estrellas. El “país de las maravillas” en el que fue pionero, soldado, colonizador y patriota.
Luego recaló en la cuenta regresiva, la desilusión, las patrañas, el nepotismo; la doble moral de una parte de los compañeros, ejercida con maestría singular Su memoria se endureció. Como la de tantos otros compañeros que también decidieron irse a la ciudad, sin quebrarse ante el declive, el desdoro de lo que tanto amaron y para lo cual entregaron los años de su juventud. Se dispuso a viajar. Enfrentar, veinte años después, la obviedad de un sueño frustrado y brindar su afecto a antiguos amigos en desgracia.
Salió al día siguiente por la mañana. Una hora después contemplaba el monte Tabor. Lo imaginó un plato invertido reinando allí en la cumbre de la baja Galilea. Y vio a Kfar Tabor transformado en una moderna colmena surrealista, sin los encantos de la aldea agrícola, pionera y combativa. Rememoró el trabajo de los israelíes de otra época, de una realidad y una ética distintas. Tal vez tenía exigencias demasiado anticuadas para los nuevos tiempos. Dejó atrás la escuela agrícola Kaduri. Luego de la amplia curva divisó la entrada del kibutz. Allí reposaba el banco solitario debajo del frondoso arbusto, cuya sombra les brindaba paz y frescura en aquellas canículas de los veranos galileos. Claro, fueron otros veranos, otras canículas. También la gente era distinta.
El auto comenzó a trepar por el camino asfaltado que llevaba al caserío. En el lado izquierdo, el tambo, los sembrados, la lejanía. A la derecha, pastaba el ganado vacuno y se veían las colinas encaracoladas en el verde alegre y compacto de la vegetación. Cuando llegó al comedor colectivo estacionó el auto debajo de un árbol umbrío. La brisa, todavía fresca, mecía con ternura las banderas azules y blancas con la estrella de David en el centro. Consignas expuestas sobre un cartel en la entrada del comedor recordaban la proximidad del acontecimiento: un nuevo aniversario de la creación del Estado de Israel.
A un costado, un lacónico cartón anunciaba los pormenores de la ceremonia de recordación de los soldados del kibutz caídos en las guerras de Israel. Leyó los nombres de algunos chicos que fueron condiscípulos de los suyos. No pudo evitar el escalofrío; la angustia de saberlos muertos. Se preguntó, una vez más, cuántas generaciones aún deberán rendir culto al desgarro de la guerra, la muerte y el luto, como el reverso de una paz que fanáticos dementes de ambos bandos rechazan.
Eran las nueve y media y la ceremonia se había fijado para las diez. Entró por uno de los senderos. Se sintió extraviado; como si no reconociera el lugar. A una muchacha pelirroja le preguntó por la casa de Natán: “Detrás de la lavandería”, le indicó con voz apática.
Un grupo de gente conversaba en voz baja frente a la casa de sus amigos. Entre ellos el padre de Beni. El abrazo fue callado: no hubo necesidad de palabras porque tenían un pasado compartido. Saludó cariñosamente a la mujer y a los hijos. Le preguntaron por el resto de la familia, de cómo era la vida en la “ciudad”, a qué se dedicaban los “chicos”.
Se encaminaron hacia el cementerio del kibutz. Algunos jóvenes oficiales del ejército se distribuían entre las diversas tumbas de los caídos en la guerra de los “Seis Días”, “Iom kipur” y de la desdichada aventura de El Líbano, “…que cobró tantas vidas jóvenes”, según opinó sin recato alguien de los presentes. Resolvió no participar del debate: en el kibutz conocían su terminante oposición a la aventura libanesa, su rechazo al chovinismo de la derecha y los colonos, a la social-hipocresía del laborismo, a la falacia de los llamados izquierdistas.
Durante la ceremonia fúnebre, y mientras escuchaba las frases de siempre, contempló de reojo a algunos de los antiguos compañeros del kibutz: obesos, con estrepitosas papadas y rostros que delataban el pecado de la gula.
Una vez finalizado el acto, los presentes se fueron dispersando. Algunos veteranos del kibutz se acercaron a saludarlo. No parecían dichosos por el reencuentro. Los diálogos, breves, de una cortesía gélida, no podían disimular un resquemor agazapado. Se fue con Natán y la familia. Los “botijas”, pioneros de las primeras hornadas rioplatenses, llegaron a Israel para colonizar la Galilea. Aquí encallaron y envejecieron. Aquí yacía el cuerpo del hijo caído.
Mientras iban caminando Natán aprovechó para desahogarse, expresar su dolor. Las palabras del amigo se le antojaron lejanas. Como desvaneciéndose en una irrealidad brumosa: temía confesarse el fracaso, admitir el desengaño. El Líbano le quitó el hijo; la quimera arrumbada del kibutz lo abrumó. Como algo que fue un hermoso sueño y luego devino en pesadilla.
El estaba inmerso en lo suyo. No quiso afligirlo ni transmitirle su sarcasmo. Se guardó las críticas contra el funcionarismo kibutziano, el individualismo de la gente, o el cinismo de los políticos. Rememoró los primeros años de la creación del Estado, aquellos días eufóricos de 1947 y 1948, el sentimiento solidario de la gente.
La imagen de una nación distinta se fue borrando desde y hasta sus cimientos, pensó, cruzado por los odios sectoriales, religiosos y políticos, en el cual un primer ministro pagó con su vida el sueño de lo que fuera la mayoría silenciosa: vivir para construir la vida, vivir para disfrutar la paz.
Tenía la rara sensación de envanecerse en una colina yerma, como un ser extraño e incorpóreo extraviado en un lugar desconocido. Mientras tanto, el viento sabuloso del desierto y los despiadados rayos del sol, que parecía dibujado sobre un cielo azul mate, resaltaban su orfandad. Se despidió de sus antiguos compañeros y prometió volver con la familia.
Mientras se encaminaba hacia el estacionamiento, brotó de su memoria el final de un libro de F. Scott Fitzgerald, que leyó en su juventud: “Y así vamos adelante, botes que reman contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado”.²
El auto se desvanecía entre las colinas mientras dejaba a sus espaldas los cincuenta y tantos años del Estado de Israel. Percibió que a pesar de su terquedad, también la vida y sus sueños quedaban atrás. Que ya no los recuperaría.
“¡Qué pena!”, murmuró. Y no obstante, se sintió íntegro, de una sola pieza. Como “… botes que reman contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado”.

¹ “Es dulce y decoroso morir por la patria” (Horacio; Odas, III, 2, 13)
² “El Gran Gatsby”.