Respuesta y debate tras el conflicto Israel/Hamás

Ricardo Forster, Gaza y lo judío

Página 12 publicó una polémica nota de Ricardo Forster titulada “Israel, lo judío, los palestinos y los dilemas de la historia”. Entre las distintas reacciones de rechazo que en el ámbito comunitario generó dicha columna, se destaca la del autor de este artículo, que entre varios conceptos contundentes, refuta la actitud del filósofo por considerar que no corre el riesgo de enfrentar a su público, sino que elige hablar para aquel que va a aplaudirlo por fustigar a Israel.
Por José Chelquer*

¿Por qué responder a Ricardo Forster? ¿Acaso él no conoce las razones y argumentos que uno podría darle? Forster es un intelectual inteligente, con una historia de compromiso con lo judío –y, en su momento, con el sionismo-; que hoy en día es un referente para quienes apoyan el proyecto del Gobierno nacional y es parte de la usina ideológica que lo nutre. Se encuentra, entonces, en una posición singular, en que puede hablarle tanto al campo judío como al kirchnerista, a la intersección de ambos y a su complemento.

Parte del colectivo que se autodefine como progresista en Argentina parece haber descubierto las mieles de demonizar a Israel mientras minimiza las atrocidades de dictadores y teócratas medievales –siempre que se los pueda encuadrar en la vereda de enfrente de EE.UU. Un amplio espectro de jóvenes –por ejemplo los de clase media universitaria-, siente que debe dar muestras de que cumple con los códigos de su medio. Algunos se suman irreflexivamente a los eslóganes que se les proponen. Otros, tensionados y abrumados por la contradicción en que los ponen respecto a otros valores que sostienen, terminan cediendo ante la presión más fuerte. En este contexto, una voz como la de Forster podría (y a mi entender debería) aportar a equilibrar la balanza, a mostrar que (como dijo en un artículo de hace años, que cita en éste) “Israel no es (…) ese monstruo en el que lo quieren convertir algunos de nuestros progresistas. (…) es un país complejo, abigarrado, pleno de contradicciones, sus calles han sido y siguen siendo escenarios de debates políticos, de manifestaciones de distinto tipo, de exigencias en nombre de la paz y de la guerra”.

La indignación
No es eso lo que Forster eligió hacer en esta oportunidad. Y para dejar en claro hacia dónde va, esta vez escribe inmediatamente después de la cita: “Hoy, cuando escribo estas otras líneas mi pesimismo ha crecido indignado y hondamente dolido ante lo que el ejército israelí, como fuerza de opresión, está haciendo con el pueblo palestino”.
El dolor es comprensible –y seguramente compartido por muchos de nosotros-. La “creciente indignación”, en cambio, no puede dejar de sorprender. ¿Qué es lo que podría encontrar particularmente indignante en esta nueva ronda de beligerancia? El reciente estallido estuvo precedido por largos meses en que Hamás y Jihad Islámica hostigaron incesantemente a las poblaciones del sur de Israel; esta vez ya no se limitaron a objetivos cómodos como Sderot o los kibutzim que bordean la franja de Gaza, sino que incluyeron regularmente localidades como Beer Sheva o Ashdod. ¿Debería generar indignación que haya alguna respuesta israelí? Seguramente tenemos muchas críticas a las consideraciones electorales que operaron para que Bibi Netaniahu decidiera el timing de la respuesta, pero eso no parece ser el tema para Forster.

¿Acaso puede ser motivo de indignación el hecho de que, en esta ronda, haya sido tan explícito y claro el intento por minimizar las bajas civiles? Basta con leer Al Jazeera, que reproduce los volantes que arrojó la Fuerza Aérea israelí sobre Gaza para alertar a la población civil con instrucciones tan precisas que no dejan lugar a dudas. ¡Claro que cada muerte civil, y tanto más si es de un niño, es dolorosa! Pero, ¿”indignación”?
¿Es indignante, acaso, que esta vez Israel se haya refrenado –aunque no fuera sólo por consideraciones humanitarias – de lanzar un operativo terrestre, aun cuando Hamás declara que seguirá armándose para la próxima ronda?
¿Cómo es que, justo ahora, surge la indignación, cuando la imagen de fondo del moderado enfrentamiento en Gaza es la masacre que se está produciendo en Siria?, ¿cómo es que no apareció la indignación ante lo que hace el régimen de Assad, que recibe el apoyo permanente del gobierno de Hugo Chávez?
¿No hubiese sido bueno reservar algo de esa indignación para marcar los riesgos del acercamiento entre nuestro país y el chavismo, o para alertar sobre el deslizamiento que puede producirse con las negociaciones con Irán?

Hamás
Forster menciona a Hamás, pero lo hace de tal forma –presentándola como “la excusa” de que se vale Israel, más un breve paréntesis para señalar la diferencia entre ellos y los “valores democrático-humanistas del pueblo palestino”- que los reduce, de hecho, a un factor marginal en esta historia, depositando toda la responsabilidad en el lado israelí. Ninguna referencia a los hechos que sus lectores podrían desconocer o no recordar: por caso, que Hamás es una organización integrista islamista y no precisamente un movimiento democrático y progresista, que fue quien lanzó la ola de atentados más feroz que se recuerde (y eso le sirvió para crecer), justamente cuando el proceso de paz de Oslo parecía estar progresando; que utilizó el martirio para sembrar de sangre a Israel con atentados suicidas; que se opone y combate cualquier tipo de acuerdo con Israel ; que su Carta Orgánica es un compendio de propuestas teocráticas y de un antijudaísmo desnudo a la vieja usanza europea; que éste es el Hamas que gobierna en Gaza desde que se hizo con el poder en una guerra contra la ANP después que Israel evacuara la Franja…
Tampoco hay ninguna mención a la autocrítica que debería hacer la parte del pueblo palestino que alberga los valores humanistas y democráticos de los que habla Forster: Hamás fue masivamente votado.
Las características de Hamás no deben ser –ni son- una excusa para cualquier comportamiento por parte de Israel, pero es necio intentar evaluar la conducta de éste sin tomar en cuenta a qué clase de adversario se enfrenta.

Los males ajenos
Forster debe ser consciente de que relegar a Hamás al lugar de una excusa es una grosera exageración, por lo que se ataja diciendo: “(…) que otros se ocupen de analizar los males ajenos (que están allí y no pueden ni deben ser minimizados), a mí me preocupa y me ocupa cuestionar una violencia que no sólo le hace daño al pueblo palestino sino que termina por dañar profundamente al propio Israel.” ¿Alguien puede no estar de acuerdo en que el enfrentamiento con una milicia armada, profundamente entrelazada con una población civil sufriente, daña moralmente a Israel? Tampoco es cuestionable que uno se preocupe en primer lugar por los defectos propios, y que los juzgue más rigurosamente que a los males ajenos. Pero hay una serie de trampas en este tipo de argumentación.
En primer lugar, Forster escribe en Página 12 –no en, pongamos por caso, Nueva Sión-, para un amplio público que recibe permanentemente mensajes sesgados que culpan a Israel, incluso del propio medio en que publica. No está hablando para un público que está haciendo “teshuvá” sino para uno que puede estar bien predispuesto a condenar a Israel poniéndolo en la vereda de enfrente. Ese público incluye a quienes están ansiosos por señalar como trofeo la condena de Forster (“ellos mismos lo dicen”) y a muchos judíos que se sienten presionados por la situación y necesitan un modelo de identificación que les permita zafar.
En segundo lugar, ese mismo público amplio no necesariamente conoce los “males ajenos”, no “está de vuelta” de criticar al campo árabe volviendo la mirada sobre sí mismo. No es que está cansado de una versión anti-árabe y echa un vistazo a otra mirada posible: está alimentando su misma mirada cotidiana y reforzando sus prejuicios.
En tercer lugar, Forster es más conocido como ideólogo kirchnerista que como filósofo con un pasado dedicado a temáticas judías, por lo que esas referencias sutiles sobre dónde está parado pasan fácilmente inadvertidas, y sus palabras se convierten en una especie de interpretación maximalista de la –ya de por sí cuestionable- posición oficial. Por otra parte –e independientemente de las simpatías que uno tenga- resulta evidente que el propio Forster no es igualmente autocrítico con los defectos de su –hoy- principal marco de referencia: el kirchnerismo. En lugar de eso, tiende –comprensiblemente, y cada quién juzgará si en una medida sensata o no- a salir a cruzar las críticas ajenas exigiendo que se vea todo lo bueno que ha hecho este gobierno. No se lo ha visto, por ejemplo, haciendo autocrítica por personajes como D´Elía con quien, si mal no recuerdo, no tuvo empacho en sostener reuniones para discutir la reforma constitucional.
No hay que confundir el saludable ejercicio de la autocrítica con un una actitud culposa de golpearse el pecho.

La preocupación prioritaria por los males propios en lugar de los ajenos justifica que se señale como más preocupante una posición como la de Forster en un pensador judío como él que en cualquier pretendido progre que no hace más que reciclar el antisemitismo con un nuevo ropaje. Parafraseándolo: que otros se ocupen de analizar el antisionismo antisemita de los otros (que está allí y no puede ni debe ser minimizado)…

El profeta en la Plaza Fuerte
Forster sostiene que Israel se ha convertido en una moderna Esparta, y que en esa Plaza Fuerte no hay lugar para la ‘traición´ del profeta. Es decir: la sociedad israelí –y quienes la apoyan- se cierran ante las críticas y con eso dejan de lado su mejor tradición. En numerosas ocasiones, tanto Forster como otros intelectuales afines se han quejado amargamente de que sus posiciones críticas son demonizadas, que se los excluye del colectivo judío acusados de traidores. Sin pretender ser un profeta, supongo, parece identificarse con uno.
Basta con observar los medios israelíes (incluso los públicos, que no son militantemente oficialistas) para encontrar las duras críticas y discusiones internas que se permite esa sociedad, o comprobar que los argumentos que utiliza el antisionismo europeo y árabe están tomados, con frecuencia, de fuentes israelíes. Sin ir más lejos, otro furibundo artículo de Página 12 de estos días, de la pluma de J.P. Feinmann, construye alrededor de los dichos de un periodista israelí de Haaretz. Con las dificultades del caso, sí hay lugar para el profeta en Israel. El pueblo judío e Israel no convierten a los críticos en “colaboracionistas” para ejecutarlos sumariamente en la calle o arrastrarlos atados a una moto hasta que mueran, algo que –por cierto- debería indignar que se haga en Gaza a la parte humanista y democrática del campo palestino.
El profeta tiene el deber de arengar a su pueblo, de enfrentarlo con sus lacras, de demandarle superarse, y para eso debe profetizar entre sus miembros; es una tarea ardua pero posible y necesaria. Es patético, en cambio, sermonear cómodamente al propio pueblo ante un público formado por sus acusadores, convirtiéndose así de profeta en instigador. Sobre todo cuando ese otro público necesita sus propios profetas que le recuerden sus propios errores –por ejemplo, lo injusto de sus críticas desmedidas a Israel-. Me temo que esto es lo que termina por hacer Forster. No corre el riesgo de enfrentar al público, sino que elige hablar para aquel que va a aplaudirlo por fustigar a Israel.

Aquellos buenos malos tiempos
Forster no deja en claro si culpa a Israel por su endurecimiento: más bien lo presenta como una consecuencia lamentable de su propia existencia, donde un entorno hostil y de conflicto lo lleva a oprimir a otro pueblo, con lo que conspira contra los valores del judaísmo y refuerza al Dios guerrero y tribal por sobre el universalismo mesiánico.  “La razón de Estado acaba transformándose, y con Israel está sucediendo, en el pantano de los ideales”.
Forster no es el único que parece encontrar una falla esencial en el proyecto sionista. Si hasta hace unos pocos años el “cliché” era la condena a los actos de tal o cual gobierno de Israel pero cuidándose de no atacar su legitimidad, ahora el cuestionamiento apunta cada vez más a la propia existencia del Estado judío. En lugar de identificar a Israel con la recuperación de la soberanía, la capacidad de autogobierno –y la asunción de las responsabilidades que eso conlleva-, aparece una mirada casi nostálgica al pasado diaspórico, esos “buenos viejos tiempos” en que los judíos estaban sometidos y humillados, lo que los preservaba de cometer algunos de los actos propios de los gentiles. Esta idea me recuerda la de un amigo que sostenía –no sin razón- que Carlos Saura filmaba películas mucho más interesantes, complejas y profundas cuando la dictadura de Franco le soplaba en la nuca que cuando España entró en su era democrática. ¿A alguien se le ocurriría soñar con el regreso de un Franco para mejorar el cine español?

La incomodidad que genera en muchos judíos la áspera realidad de Israel, los lleva a que –impensablemente dadas sus posiciones en otras cuestiones- vean con cierta simpatía ese pasado de opresión y el aparato religioso que lo sustentaba, a idealizar esa vida “fuera de la Historia”, privada de poder político. El fenómeno converge con la posición árabe tradicional, que se niega a ver en los judíos una nación, que insiste en que se trata de una condición meramente religiosa y que por lo tanto describe a Israel como un artificio y a Neturei Karta como los auténticos y buenos judíos que enarbolan banderas negras en Iom Haatzmaut. Es que una de las formas de defenderse consiste en adoptar el argumento del adversario.
Se trata, a mi juicio, de una posición poco ética: la verdadera calidad moral se mide cuando el sujeto no está esclavizado y es capaz tanto del bien como del mal, no cuando la incapacidad lo “protege” de cometer actos inmorales. ¿No es profundamente inmoral sugerir que la mejor forma de evitar caer en el delito es pedir que a uno lo encarcelen, preventivamente? Forster debería saberlo bien: al decidirse a tomar posición política activa ha dejado la torre de marfil del intelectual que puede juzgar sin el compromiso de la acción, y en ese proceso se hace socio de actos que –seguramente- pueden ser reprochables.

Si la búsqueda de una solución nacional para los judíos los enfrenta, como dice Forster, a la “pesadilla nacionalista”, ¿es por alguna característica intrínseca del pueblo judío?, ¿por las particulares condiciones en que se desarrolla ese proyecto nacional y popular?, ¿es porque todo proyecto de construcción de soberanía nacional corre ese riesgo?
Un internacionalista consecuente podría sostener que las soluciones nacionales son una ilusión de libertad, pero para un militante del campo “nacional y popular”, por qué lo que para otros pueblos es la autodeterminación debe ser una pesadilla en el caso del pueblo judío. Todo proyecto nacional corre el riesgo de tener manifestaciones negativas; basta con ver, por ejemplo, la forma en que el sentimiento de orgullo nacional llevó a nuestra sociedad a avalar la aventura de 1982, o la forma en que ese mismo sentimiento fue agitado y azuzado más recientemente volviendo a poner el tema sobre el tapete. Lo coherente sería que Forster hubiese atacado con toda energía esa manifestación de patrioterismo innecesario e injustificado, sin por eso temer ser confundido con un opositor. ¿Lo hizo? ¿O la furia profética está reservada para el pueblo judío?

La vigencia de las propuestas
La necesidad de que el pueblo judío pueda vivir gobernándose a sí mismo –aunque para eso cuente sólo con un pequeño trozo de tierra inhóspita- sigue vigente. También sigue vigente, claro está, la necesidad de que los árabes de Palestina puedan vivir en un país en que se autogobiernen soberanamente. El artículo de Forster no deja en claro si acuerda o no con este planteo. Más bien parece acumular una serie de dudas respecto a la conveniencia de que los judíos tengamos nuestra propia autodeterminación nacional.
La vigencia del derecho palestino, en cambio, no parece estar en duda. Y, a propósito de vigencias, hubiera sido bueno escuchar a uno de los intelectuales más significativos de la órbita oficialista salir a corregir alguno de los gruesos errores en que incurrieron las recientes cartas de nuestra presidenta a la Unasur y a la ONU. En la primera, por ejemplo, afirma que: “La histórica decisión de las Naciones Unidas del 29 de noviembre de 1947 dando lugar a la creación de dos Estados sigue siendo vigente y urge que finalmente sea cumplida”. Entiendo que no fue su intención proponer las fronteras de la Partición, y que se trató de una forma errónea de expresar la convicción de que debe haber dos Estados, uno judío y otro árabe, evitando –además- entrar en la espinosa cuestión de que fue el campo árabe –y no el judío- el que rechazó la resolución del 29 de noviembre, lanzó la guerra que terminó en el drama de los refugiados y enterró la resolución en cuestión.
Ante la total omisión en la citada carta de toda referencia a las acciones de Hamás que precedieron a esta escalada, o la insistencia en que la naturaleza geográfica y demográfica de Gaza es la verdadera responsable de que los objetivos militares de Hamás estén entreverados con la población civil, ¿por qué no se escuchó la voz correctiva de Forster? ¿Acaso se sintió obligado a expresar su toma de distancia respecto a Israel pero no a hacer alguna observación sobre estos errores?

Brit Shalóm en el siglo XXI
La concreción de una solución de dos Estados corre riesgo de naufragar. Después de haber sido rechazada de plano durante décadas por el campo árabe, se convirtió –felizmente- en la base aparente de todas las soluciones imaginadas, pero el derrape que sufre el proceso de Oslo desde la época de la 2da Intifada ha llevado a muchos a revolver el arcón de los recuerdos para exhumar el sueño buberiano de un hogar común para judíos y árabes en toda Palestina. Los que lo resucitan, como Forster, omiten decir que –pese a que conserva todo su atractivo emocional y ético-, es inviable y que sus propios autores lo reconocieron y desistieron de él. También omiten la más obvia prueba de realidad para ese sueño. Ahí está el propio Medio Oriente para dar una idea de en qué podría terminar un plan semejante, por grato que nos resulte. El Líbano, un país multi-religioso (¡pero ni siquiera multi-nacional!) viene sufriendo guerras civiles desde mediados del siglo XIX (sí, 10.000 maronitas masacrados en 1858, sin ninguna relación con el sionismo), y con una intensidad, violencia y ferocidad inusitadas en el siglo XX. Ahí está Irak, donde las tensiones entre kurdos, shiítas y sunitas explotaron en violencia callejera apenas desapareció la bota que los mantenía sometidos por igual. Y, saliendo un poco de la región, están los Balcanes… y sobran los ejemplos adicionales.
Israel tiene un 20% a 25% de población árabe. ¿Por qué fustigar a Israel por no haber seguido el programa de Buber y Scholem? ¿Sólo para resolver imaginariamente el conflicto de una forma satisfactoria para los propios valores? Claro que ahí están los otros árabes de Palestina, los que no viven en Israel, los descendientes de los 750.000 que se refugiaron durante la guerra de 1948 –en la franja de Gaza, entre otros lugares-. El drama subsiste, y no ha sido Israel el único ni el principal factor que impidió su solución. Mientras tanto, los descendientes de otros 750.000 refugiados, los judíos expulsados en medio de sangrientos progroms de los países árabes, fueron integrados dificultosamente por el recién nacido Estado de Israel. Gaza es un drama, pero la solución no está en manos de Israel.

Aceptar la complejidad y los desafíos
La historia de este minúsculo territorio encerrado entre el mar Mediterráneo y el Jordán es trágica; es la historia de dos pretensiones nacionales superpuestas que no han llegado a aceptar una solución de compromiso, y ubica a ambas partes simultáneamente en el rol de víctima y victimario. La actual desproporción de fuerza militar y económica entre los palestinos e Israel pone a éste en un lugar que, es innegable, la desgasta moralmente, y que muchos quisiéramos dar por superado de la mejor manera posible. Pero esa desproporción no basta para que la solución esté exclusivamente en manos de Israel, no la convierte en culpable de todo lo que pasa, ni puede abandonarse en aras de un mayor confort emocional. Israel no puede permitirse ser débil para poder resultar más simpática.
Si Irán, con ayuda de Hamás y Hizballah, cumpliera su promesa de borrar a Israel del mapa, el pueblo judío recobraría la pasada condición de “extranjero eterno, paria, labrador de palabras en el viento” de la que habla Forster. Algunos intelectuales se sentirían aliviados y probablemente las pintadas en las universidades serían más empáticas con la víctima de turno. Sería una pobre recompensa para semejante desastre.
Los intelectuales judíos comprometidos con la vida concreta, especialmente quienes, como Ricardo Froster, ocupan una posición que les permite hacer oír su voz entre quienes apoyan al gobierno democrático argentino con el poder político más formidable que se recuerde desde los años ’40, tienen una responsabilidad que no deberían eludir: la de hacerse oír en ese campo, que está necesitado de contar con su propia voz profética que le marque los errores y los límites, que les muestre que no es lo mismo ser progresista que anti-israelí. Resulta trágico que algunos de ellos confundan esa oportunidad–y la responsabilidad que conlleva- con una invitación a la autocomplacencia y la asunción de posiciones cómodas pero injustas.
Mientras tanto, a varios de nosotros, es su conducta la que nos produce dolor e indignación.

* Webmaster de Pensándonos.