Los masivos cacerolazos anti kirchneristas

Reflexiones en torno al 13S y 8N

El autor de este encendido artículo analiza desde una perspectiva crítica las recientes movilizaciones en contra de la gestión de Cristina Fernández de Kirchner. Parecidos y diferencias con otros procesos históricos, como las manifestaciones organizadas por la Iglesia en 1955 y las de diciembre de 2001. El desdén de ciertos segmentos de clase media, que le atribuyen a los pobres una politicidad manipulada pese a que muchas veces sus propias convicciones parecen cinceladas desde los grandes medios.

 

Por Guillermo Levy

Las movilizaciones heterogéneas que aglutinan broncas y demandas diversas y hasta contradictorias son fuente para un sinnúmero de interpretaciones. Tanto esa heterogeneidad, como la supuesta espontaneidad del conjunto de los movilizados -planteada desde una excelente operación de marketing- tienen sus límites y sus bordes.
Hubo una importante movilización política y más allá de la creencia de los convocados acerca de la espontaneidad e independencia de sus movimientos, hubo planificación desde la militancia del PRO y del radicalismo con una gran ayuda mediática. La imagen de lo espontáneo que sirve para difuminar decisiones políticas de grupos concretos, también es creída por muchos de los propios participantes que afirman fervientemente que las únicas personas que se movilizan por decisión de otros habitan lo más bajo de la escala social.

En el caso de los llamados13S y 8N, los defensores del gobierno tratarán de hacer que esa heterogeneidad se transforme en una homogeneidad absoluta que permita su impugnación: «Son los mismos del ‘55», «Son los partidarios de la dictadura», «Son el menemismo», «Son los chetos de la Capital».
Sin embargo, el lazo histórico que configura estas movilizaciones, por lo menos en su formato y en la presencia callejera como forma de empoderamiento, no remite tanto al ‘55 sino al más cercano año 2001.
Ese diciembre del 2001, que terminó representando el fin de la década neoliberal y el comienzo, aunque no inmediato, de una década progresista en lo social, político y económico, expresó una gran diversidad de intenciones y demandas.

La resignificación por derecha de una forma de protesta nacida en el 2001 como el golpe a la cacerola o la que utilizaron los propietarios de tierras el año 2008, con el corte de calles y rutas inventados por los pueblos vaciados en los procesos de privatización, o la apropiación reaccionaria del formato de las “Marchas del silencio» que utilizó Blumberg en 2004, pero que inventaron los catamarqueños luego del asesinato de María Soledad Morales en el año 1991, expresan métodos de lucha y disputa entre distintos actores sociales por el significado de esas formas, que explican más los últimos veinte años de política argentina que los lejanos 1955 y 1976, aunque por supuesto, en algunos niveles, se filtran y marcan una presencia que se vuelve útil si es para abrir la reflexión y no para cerrarla.

Que se busque una motivación y un horizonte único de los participantes a distintas plazas del país, siempre va a dejar mucha agua afuera, pero los elementos comunes tanto políticos como culturales existen, sólo que es difícil construirlos, en este caso, desde lo que cada participante dice y cree que motiva su golpe a la cacerola.
No es tan difícil hacer una lista de las broncas puestas en acto en las noches del 13-9 y 8-11, lo que se vuelve imposible es deducir de ahí algún programa político. El sentido común y la representación de la realidad que habitó esas plazas se lo puede reconstruir de las editoriales de los principales medios de oposición y de declaraciones de dirigentes políticos, empresarios y agropecuarios. Una es la certeza estigmatizada acerca de las diferencias entre la politicidad de los pobres -a los que ven movilizarse sin convicciones, coercionados por beneficios sociales manipulados desde el Estado y aparatos políticos- con la de ellos, que creen movilizarse por convicciones, sobre todo en defensa de la libertad.
Esta certeza expresa una distancia no sólo con la realidad de esos «otros» -los pobres-, sino sobre todo con la realidad propia en donde se vuelve imposible entender como planificada y artesanalmente han cincelado su percepción de la realidad los grandes medios de comunicación y actores políticos y económicos diversos.
Como sostiene Horacio González, Director de la Biblioteca Nacional: «La clase media es la más creyente en su autodeterminación. Suele salir a las calles con la bandera de la libertad, y es también la mas teledirigida en sus prácticas políticas».

El uso de diversos racismos y clasismos arraigados, que sí remiten a épocas anteriores al 2001, sumado a la incapacidad de pensar las responsabilidades propias en la construcción de la vida social, más la conformación de la idea de que el proceso que estamos viviendo es similar a una dictadura votada por más de la mitad del país cooptado con la caja del Estado, requiere de un proceso de aniquilamiento de cualquier análisis profundo y crítico; y sólo es útil para intentar construir una fuerza social que tiene sus articuladores en los beneficiarios de la dictadura de 1976 y de los años ’90.

Se puede pedir que el gobierno deje comprar dólares o más productos importados, se pueden denunciar hechos de corrupción, como lo hizo el radicalismo y el Frepaso durante el menemismo; lo que no se puede es construir un proyecto de país sólo con denuncias que se transforman en estigmatizaciones y reivindicaciones tan mezquinas y minoritarias.
A los que reciben la AHU o el crédito para construir sus viviendas o las amas de casa que hoy cobran jubilación o los familiares de las víctimas de la dictadura genocida que hoy ven juzgar a los represores, o los cientos de miles que valoran la reconstrucción del Estado nacional, la recuperación de YPF, el presupuesto educativo más alto de América Latina, la disminución de la pobreza y la desocupación o una política exterior no sumisa a los EE.UU., va a ser difícil convencerlos con necesidades acotadas y con broncas clasistas.

Actores políticos, económicos y mediáticos quieren a toda costa tener su 2001 más homogéneo que derive en una vuelta atrás. Pero en diciembre de 2001 explotaron diez años de desnacionalización, de impunidad, de burbuja financiera, de desocupación y encima el corralito.

Las calles de ambas noches, mas allá de cómo se defina ideológicamente cada uno de los participantes, fueron calles de derecha, que junto con la derecha política y económica organizada, cargan con un mismo dilema: no tienen más salida adelante que sumarse a la oleada latinoamericana que intenta desgastar y derribar las experiencias populares no por lo malo que tienen sino por lo bueno.
Esa mirada hacia Latinoamérica de parte de nuestras clases medias y altas no expresa un viraje de décadas de admiración colonizada a Europa y a EE.UU. Este acercamiento es sólo a fines de impugnar al gobierno nacional.
Muchos caceroleros ven en el gobierno nacional un reflejo del gobierno de Chávez, otros más avispados sólo intentan propagar utilitariamente esa imagen sin creerla realmente. Esa es otra imagen homogénea que funcionó como un espejo invertido que hace ver un parecido entre dos gobiernos, cuando el parecido cada vez mayor es entre la oposición de Venezuela con la oposición argentina. Un antichavismo sin Chávez. Pero, sobre todo, una oposición sin un Capriles.

En Argentina, las personas siempre dispuestas a una salida por derecha son muchas ahora como eran muchas en mayo del 2003, cuando entre Menem y López Murphy se llevaron el 40% de los votos. En ese sentido, esta movilización importante no expresa tanta novedad, sobre todo en la ciudad donde el macrismo sacó el 64% de los votos.
Para aquellas agrupaciones políticas que apoyaron las marchas, la difícil ecuación a resolver, más aún con el piso de cultura democrática que supimos conseguir, está en cómo llegar al Estado que ellos proponen, sin más programa que ajuste, sumisión, Estado ausente y desarrollo limitado, máxime con tanto excedente desesperado porque lo dejen convertirse en dólares e irse al exterior.