Existen numerosas contradicciones en nuestra literatura respecto de la condición de “judío” como proveniente del vientre materno. El libro de Ruth es constitutivo de nuestra “Tanaj”, que conforma junto los levíticos, la Torah, nuestra ley; aquello que fuimos elegidos por sobre todas las naciones para defender y mantener.
Pero, ¿por qué Ruth?, ¿por qué no otras heroínas menos complejas? Porque esta pequeña historia nos lleva indudablemente a que el judaísmo es una religión abierta, es una elección de vida, y, esa elección no es sólo para aquellos que nacieron de un vientre de mujer judía, sino para todos aquellos que lo hagan. Ruth, si bien no es la primera gentil que se une a un judío, ya que Moisés ya se había casado con una madianita, sí es la primera de otro pueblo que decide libremente adoptar la nacionalidad de su suegra, que venía con un agregado, una religión monoteísta extrema.
Esta opción, con discernimiento, intención y libertad, fue puesta de manifiesto en el denominado “pacto de Ruth” que todos aquellos que nos casamos bajo el rito de Israel versa «ani ledodi vedodi li» cuya traducción es aproximadamente “adonde tu vayas yo iré y aquello que tu seas yo seré”. La mujer deja su tribu y forma parte de la comunidad del marido.
Como el denominado “pacto de Ruth” da origen a la gran casa real de nuestro pueblo, la conclusión será, que el Rey David no era judío ya que no proviene de vientre judío.
Esta cuestión, más allá de recordarme la cuestión racial que involucró siempre al moviendo ortodoxo, fundado en mitos y antojadizas interpretaciones, no es muy ajena al resto.
El judaísmo no es una raza, ello es desde un primer inicio, somos 12 tribus, 12 procedencias, 12 genéticas y, nuestra palabra es más que clara cuando, en el “pacto de Abraham”, pone en el padre la carga de marcar con la pertenencia al hijo.
Ello no le quita el carácter de religión matriarcal al judaísmo, ya que en realidad, la mujer es igual al hombre y, por tanto, la misma es de ida y vuelta, el hombre, también es igual a la mujer. El judaísmo no está ajeno a la propiedad lógica de la transitividad y del principio de identidad.
Soy profesor de una universidad pública que tiene como ámbito de influencia al Noroeste de la Provincia de Buenos Aires. Si uno va por la hermosa ciudad de Junín, verá que sus calles tienen nombre de gente de la colectividad. De hecho, hay muchos descendientes de judíos en ese lugar.
Pero, a poco de ver, hace pocos días, una alumna se me acercó y me contó que allí, no sólo que no hay colectividad activa, sino que tampoco hay una escuela laica de calidad.
Sólo hay escuelas católicas privadas y estatales, que por aquello que cuentan, no están ajenas al peso de la Iglesia, sumado a la mala calidad de la enseñanza, que desde que la Nación decidió desprenderse de las escuelas en la década del ‘90, por aplicación del denominado Consenso de Washington, a favor de las provincias y de la municipalidad de la ciudad de Buenos Aires, arrojó un resultado que pone en crisis la idea matriarcal defendida por algunos que se dicen “judíos”.
En Junín, según me informan hay, hoy en día, sólo 3 familias que sienten parte de nuestra comunidad, una de ellas es el resultado de un matrimonio mixto. Los hijos de esas tres familias se educan en las escuelas privadas católicas de esa ciudad bonaerense.
Más allá que a los niños se les enseñe la fe judía, ¿pueden vivir una vida judía como exige la real Torah?
¿Qué tiene que ver que sean hijos de judías, si por cuestiones de entorno su educación será otra y la asimilación será imposible de detener?
La madre judía no es equivalente a “vientre judío”, de hecho conozco muchos vientres judíos que no educan a sus hijos en nuestra cultura, si quiera los circuncidan, ¿qué valor tiene?
¿Pero qué valor tiene nuestra cultura e idiosincrasia? La madre es quien da imagen de identidad, no de genética. Seguir con nuestros principios de apertura, búsqueda de la tierra prometida, estudio, igualdad, generosidad para con el extranjero, solidaridad para con el enfermo, el desamparado, el otro en general y, de inclusión, respeto y tolerancia por sobre todas las cosas. Eso es lo que una mujer judía hace.
Judío es aquel que se preocupa para que sus hijos sean judíos», tal como expresó Shimon Peres. Una mujer no garantiza la pertenencia a nuestro pueblo como un actor más dentro de la diáspora o en el mismo Israel, ya que si así fuera, qué motiva que más de 100.000 personas hayan dejado de pertenecer a nuestro colectivo.
El sujeto “judío” es quien se identifica con una serie de principios y conforma una individualidad dentro de ese colectivo de sujetos.
Por último, hay un libro de la autora Tatiana de Rosnay, llamado La llave de Sarah, que justamente en el año 2010 fue llevado al cine con igual nombre en una producción conjunta francesa, inglesa y estadounidense. En una desgarradora historia, se entremezclan el Velódromo de Invierno, una de las matanzas más crueles de la Segunda Guerra Mundial, la pérdida de valores y familia, el olvido de una sociedad y la muerte de un niño de 4 años en un placard en pleno verano de 1942. Sarah fue la única sobreviviente, era un vientre judío, su vida terminó esa extraña noche de 16 de julio, pero siguió con un Golem dejando un hijo, que no solo no sabía quien era, sino que tampoco conocía la historia de la mujer que fue su madre hasta que decidió suicidarse. El Hijo de Sarah no fue judío, esa niña decidió borrar de su vida todo aquello que la atormentaba, hasta que su identificación y pertenencia la llevó a la decisión final.
Un vientre no hace un judío. Un judío es un resultante, un producto cultural, histórico y social.
Ruth era judía, Sarah, no.
* Profesor titular de Derecho y director de investigaciones en la Universidad Nacional del Noroeste de la Provincia de Buenos Aires, y Profesor adjunto y Doctorando de la Facultad de Derecho de la UBA.