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In darkness, el gesto ante la vida en muerte de los judíos de Socha

La directora de Europa Europa estrena una película que, con crudeza, narra la historia de un grupo de judíos del gueto de Lvov que sobrevivieron escondidos en una cloaca. Una obra que, a partir de una narración que no pretende explicar ni juzgar a sus personajes, permite poner en duda ciertas categorías analíticas con las que se estudia la Shoah.

Por Ariel Benasayag

Europa Europa y una vez más Europa
En 1990 la realizadora polaca Agnieszka Holland dirigió una reveladora obra que, desapercibida en los exhibidores de los olvidados videoclubs o confundida con un film de Lars von Trier de título semejante, no recibió la atención que aún merece: Europa Europa, cuyo título original es Hitlerjunge Salomon, una reflexión profunda sobre la construcción de la identidad, su relatividad, su fragilidad, sus paradojas, en los tiempos convulsionados de la Segunda Guerra. Basada en la autobiografía de Solomon Perel, narra el viaje de un joven judío berlinés hacia los países del este luego de la Noche de los Cristales Rotos y su regreso, años después, como héroe y modelo de hombre ario para sus compañeros de la Juventudes Hitlerianas. Recorrido geográfico pero también periplo identitario, la directora muestra a través de una imposible historia de vida no sólo las absurdas contradicciones de los fundamentos raciales del nazismo, sino principalmente lo trágicamente azaroso de cualquier guerra.

Veintiún años después, Holland vuelve a contar una historia acerca de la Europa de la Shoah. Sobre la base de la crónica testimonial In the sewers of Lvov: A heroic story of survival from the Holocaust, del escritor canadiense Robert Marshall, en 2011 dirigió In darkness (sin estreno comercial en Argentina), que se detiene a contemplar la desesperada supervivencia de once judíos del gueto de Lvov escondidos en las cloacas de la ciudad durante catorce meses. Pero es, además y sobre todo, una crónica del periplo de Leopold Socha, ladronzuelo oportunista y trabajador del último de los escalafones de la estructura social; un nuevo recorrido, menos geográfico y evidente que en la obra anterior, que lo conduce también de forma azarosa a la transformación de su posicionamiento frente a los otros de su tiempo y su lugar, los judíos.

El gesto que acaba con la teoría
Una de las perspectivas teóricas de los estudios sobre la Shoah que promueve Yad Vashem (la autoridad israelí para el estudio y la documentación sobre el Holocausto) insiste en observar los humanamente incomprensibles hechos de este genocidio identificando “víctimas”, “perpetradores”, “colaboradores”, “salvadores” y “espectadores”. Se trata, tal como lo vemos, de una serie de categorías analíticas peligrosamente simplistas y reduccionistas que pretenden explicar una realidad histórica caracterizada justamente por trasvasar los límites de la inteligibilidad reflexiva. Categorías totales que contienen el riesgo de construir ideas estereotipadas acerca del bien y el mal, encarnadas en las figuras del salvador y el perpetrador; el riesgo de someter a un juicio moral apresurado e injusto a ciertos actores históricos, en especial a los llamados espectadores (bystanders es el término original): contemplados desde la cómoda distancia que otorga la visión del pasado desde el presente, resulta fácil condenar su inactividad ante la tragedia de la Shoah. Por el contrario, realizando el salto de complejidad necesario, la película de Holland avanza en dirección opuesta, complicando la evidencia de cualquier sentencia construida teóricamente de antemano. Y lo hace, tal como observa el filósofo Jorge Larrosa acerca del film Europa ‘51 de Rossellini, a través de una mirada que no juzga ni pretende explicar el comportamiento de sus personajes.

In darkness comienza con un robo: Leopold Socha y su compañero Szczepek revuelven las pertenencias de un oficial nazi instalado en Lvov, ciudad de Galitzia bajo dominio polaco hasta el comienzo de la guerra. Repentinamente descubiertos, los ladrones huyen atravesando un bosque. Oyen gritos, y enseguida vislumbran un grupo de mujeres desnudas corriendo entre los árboles, perseguidas por soldados alemanes. Piel, arrugas, gritos desgarradores, una ráfaga de ametralladora. Ellos también corren y, ya en la ciudad, bajan al alcantarillado donde esconden su botín. Luego Socha entra sigilosamente en su casa, un pequeño departamento de pobre. Su mujer lo espera en la cama y él le miente acerca de su retraso, excusándose en una tubería bloqueada: es un trabajador del alcantarillado de la ciudad. Hacen el amor, en silencio, para evitar que los escuche su hija, que duerme en la cama de al lado.

Fines de 1942. Mientras los soldados alemanes humillan, lastiman y fotografían sus abusos en las calles del gueto de Lvov, un grupo de judíos cavan para atravesar el subsuelo y llegar al alcantarillado. Socha y Szczepek oyen el último martillazo, el que termina de abrir el agujero a la posibilidad de supervivencia que ofrece la cloaca. Tras el inevitable encuentro, los judíos logran comprar el silencio de sus conciudadanos. Al día siguiente, los nazis comienzan a liquidar el gueto, enviando a los pocos judíos que quedan a los campos de Janowska y Belzec. Los trabajadores municipales, que caminan nuevamente las entrañas de la ciudad, vuelven a escuchar gritos y disparos. Esta vez no corren huyendo, sino en dirección al hoyo. Arriba el grupo de judíos se ha multiplicado y en un clima de total confusión y desesperación bajan apurados. En la cloaca los esperan Socha y Szczepek, quien no está convencido de lo que van a hacer. Finalmente los ocultan.

La relación de Socha con los judíos es tensa desde el primer encuentro. Él parece no querer perder la oportunidad de sacar el máximo provecho de la situación, los judíos no tienen alternativa alguna. Socha les consigue algo de comida pero negocia el número de personas que puede ocultar, y por cada cosa que hace, les cobra. Sobre la tierra, escucha distintas voces: la del rumor de la calle, que afirma que pagan buenas recompensas por delatar a los judíos escondidos; la de Szczepek, que prefiere no arriesgar su vida ni la de su familia; la de un amigo ucraniano que conoció en la cárcel, ahora comandante del ejército colaboracionista, que le ofrece ayuda a cambio de la suya; la de su mujer, que hace estallar sus prejuicios sobre los judíos, aunque luego no apruebe plenamente sus acciones.

Probablemente categorías teóricas como colaborador, salvador y espectador sirvan para explicar muchos de los comportamientos durante períodos de guerra. Sin embargo, resultan insuficientes, estrechas, demasiado preconcebidas para comprender el recorrido que hace Socha en la película de Holland. Sensible a las contradicciones e incertidumbres que constituyen lo más propiamente humano, la directora polaca dice sin necesidad de utilizar palabras que pretendan controlar la realidad, que sentencien los comportamientos de sus personajes amparadas en la ilusión de coherencia. Socha pide dinero, se enoja, se aprovecha, se equivoca, se enorgullece, se arriesga, se pelea, duda, miente, se posterga, se alegra, dice la verdad, se avergüenza, se entrega. Y lo hace todo manteniendo siempre el mismo gesto en su rostro; ese gesto que da cuenta de su recorrido, ese gesto que se resiste a ser verbalizado sólo como oportunismo u obligación u odio o buena voluntad. El gesto de Leopold Socha, trabajador de la cloaca de Lvov que en 1978 fue reconocido como Justo entre las Naciones.

Destellos de cotidianidad en un tiempo suspendido
Los judíos de Socha vivieron catorce meses en una cloaca. Los judíos de Socha murieron catorce meses en una cloaca. Una cloaca, infierno laberíntico reinado por ratas y enfermedades. Una cloaca, depósito de inmundicia más repugnante que expulsa una sociedad. Una cloaca, oscuridad profunda que hunde cualquier intento de esperanza. La cloaca que talentosamente reconstruye Holland aterra: quizá por las presencias fantasmagóricas que habitan la penumbra, quizá por el sonido de sus gritos desesperados, impotentes, invisibles, bajo tierra. Como con Socha, la directora no pretende explicar cómo sobrevivieron esos judíos en la cloaca. Se ocupa en su lugar de ofrecer instantáneas del tiempo suspendido, tiempo sin tiempo, tiempo muerto, que vivieron.

La vida en la cloaca parece sostenerse sobre ciertos destellos de cotidianidad: por momentos logran apartar un lugar para la fe religiosa, crear un espacio para el arte, o para el amor, el juego, el sexo, la lectura o algún ritual. Pero son sólo eso: fugacidades de una normalidad que ya no existe. Y entonces, además de sostenes, esos destellos se convierten en la desesperante prueba de la fragilidad de esa vida suspendida, que puede ser igualmente arrasada por una inundación, una voz delatora o una incontenible angustia. Los destellos de cotidianidad afirman y niegan la vida a la vez.

Pero Agnieszka Holland va aún más lejos. Muestra, finalmente, que esa misma fragilidad recorre toda la superficie de la tierra: la guerra. La guerra es la inexplicable matriz de ese tiempo suspendido. La guerra es tiempo sin pasado, sin futuro, aun sin presente. Tiempo en el que nada vale lo que vale y todo duele. Tiempo caótico que rompe para siempre con la ilusión de todo control y cualquier seguridad. Tiempo de vida suspendido y de muerte pura. La guerra, la cloaca, a las que sólo se puede sobrevivir por azar, o gracias al improbable gesto del otro, del que mira.


Ficha

Título original: W ciemności.
País: Polonia, Alemania y Canadá / Año: 2011 / Duración: 2 horas y 25 minutos.
Dirección: Agnieszka Holland / Guión: David F. Shamoon, basado en el libro de Robert Marshall.
Intérpretes: Robert Wieckiewicz (Leopold Socha), Kinga Preis (Wanda Socha), Benno Fürmann (Mundek Margulies), Agnieszka Grochowska (Klara Keller), Maria Schrader (Paulina Chiger), Herbert Knaup (Ignacy Chiger).