A 70 años de su asesinato

Korczak en la Tierra de Israel

2012 fue declarado “Año de Janusz Korczak” por el Parlamento polaco, y en todo el mundo se multiplican las actividades que destacan la trayectoria del educador que tanto ha hecho para que sean reconocidos los derechos de los niños. Korczak manifestaba su doble pertenencia cultural y nacional: como judío polaco actuaba en ambos contextos nacionales a favor de una mayor aproximación de los dos pueblos; y, al mismo tiempo, simpatizaba con el movimiento sionista, lo que lo llevó a Palestina en dos ocasiones.
Por Daniel Schulman

Janusz Korczak (1878-1942) nació en Polonia, en el seno de una familia judía de Varsovia. Su verdadero nombre fue Henryk Goldszmit. Se recibió de médico, pero toda su vida trabajó como educador, pensador, escritor, pedagogo y activista social. Desde el 1912 ejerció como director de dos orfanatos. Fue miembro de múltiples sociedades científicas y educativas, profesor universitario, panelista y autor de un programa radial sobre la educación. Fundador y director de un moderno periódico para niños (1926-1939).
En el verano de 1942, ya en el gueto de Varsovia, rechazó la posibilidad de salvar su vida y murió asesinado en el campo de concentración de Treblinka, al que fue conducido a la cabeza de sus colaboradores y de los doscientos huérfanos a los que cuidaba como un padre en el Hogar “Dom Sierot” (Mi casa) trasladado durante la guerra al Gueto de Varsovia.
A continuación, una selección de algunos párrafos del texto de Betty Jean Lifton “The king of children. The life and death of Janusz Korczak”. Publicado por St. Martin Griffin, New York en 1988.

Un viaje lleno de sorpresas
Korczak llegó a Haifa el 24 de julio de 1934, dos días después de haber festejado su cumpleaños 56. David Simchoni fue la persona seleccionada por el kibutz para oficiar de anfitrión y recibirlo en el puerto de Haifa. Mientras los dos hombres esperaban que saliera el ómnibus hacia Ein Harod, paseaban por la parte antigua de la ciudad. Korczak estaba lleno de energía y curiosidad, a pesar del calor, y no pudo resistir la tentación de comprar dulces orientales a los vendedores árabes. Después de probarlos, le dio los que le quedaban a un niño árabe que pasaba por allí.
Korczak llevaba su Biblia marcada y subrayada sobre su regazo y chequeaba los sitios históricos que el ómnibus recorría en su viaje hacia el norte, pasando por el Monte Carmelo y el Valle de Izreel. Llegaron al kibutz al caer la tarde, y Korczak estaba cansado pero profundamente conmovido por la entusiasta bienvenida que le brindaron los pioneros.
Cuando le aconsejaron que se deshiciera de su chaqueta y de su corbata si quería volver vivo a Varsovia, dijo en broma: «Pero si me los quito, ¿que quedará de Korczak?» Al rato se los quitó. Al principio no podía entender por qué todo el mundo usaba pantalones cortos en lugar de protegerse las piernas contra el sol, pero tuvo que admitir lo cómodo que se sintió cuando se arremangó los pantalones.

A la mañana siguiente, Simchoni se alarmó al no a encontrar a Korczak en su habitación. Buscó por todo el kibutz, buscó en las Casas de los Niños, y finalmente lo descubrió en la cocina, pelando papas junto a algunos de los padres ancianos de los miembros del kibutz. Korczak le explicó que el olor del pan recién horneado que había impregnado su habitación de madrugada lo había transportado nuevamente a la casa de su infancia, que quedaba junto a una panadería. Había ido a hablar con el panadero y luego, al oír que empezaban a moverse las ollas y las sartenes, se había unido al equipo de la cocina.
Minimizando las protestas de Simchoni de que necesitaba descansar, Korczak dijo: «Quiero ganarme el sustento».
Korczak no pudo evitar sentirse fascinado por el kibutz, que, como su propia República de los Niños, sustituía a la unidad familiar convencional por una comunidad responsable, que subrayaba la justicia social, la importancia del niño, y la dignidad del trabajo humano. 
Se sorprendió de ver al judío en el papel de campesino, trabajando bajo el sol implacable para hacer crecer olivos y vides, y hectáreas de papas y maíz en la tierra inhóspita. «Los cerebros judíos están descansando», observó. «Aquí la sierra y el hacha han sustituido al esnobismo intelectual europeo».
Mientras veía a los niños ayudando a los adultos en los campos, Korczak pudo ver que se movían en forma diferente que sus huérfanos en Varsovia, que se encogían ante las invectivas y las piedras que les lanzaban. Estos niños, que habían crecido con «el calor del sol en su alma» y con el «viento ardiente en la sangre» pertenecían más a esta tierra en un “sentido biológico” que sus padres, cuyas raíces provenían de otro suelo.

Korczak con los niños del kibutz
Korczak merodeaba por las Casas de los Niños «con el entusiasmo de un joven detective en su primer caso», haciendo preguntas interminables a las cuidadoras, pero era tímido con los niños a causa de la barrera del idioma. Para aliviar la situación, pronto se idearon estrategias para entablar contacto verbal.
En una oportunidad entró a un salón de clases y gritó: «¡sheket!» (“silencio» en hebreo), que había memorizado para la ocasión. «Sheket!» Los niños se sorprendieron, pero luego, al ver su sonrisa pícara, se dieron cuenta que era una broma. Este extranjero divertido iba y venía por los pasillos mientras ellos dibujaban, usaba su lapicera para agregar botones a una chaqueta, alargar la cola de un gato, hacerle cuernos a una cabra. Los niños se sentían cómodos con él; un niño le ofreció a Korczak su obra como recuerdo.
Los niños de siete años de otro curso habían sido advertidos de antemano por sus maestros de que un huésped tan famoso como el Alto Comisionado británico había venido a almorzar con ellos. Veintisiete pares de ojos vieron con temor cómo Korczak entraba y ocupaba su lugar asignado en la mesa de los maestros.
Veintisiete cuerpos jóvenes se sentaron rígidamente, sin atreverse a respirar. Queriendo agitar un poco las cosas, Korczak le hizo señas a un niño que estaba cerca para que se diera la vuelta, y luego le robó el plato de albóndigas. El niño de inmediato sospechó de su vecino, y pronto se elevaron las voces así como los puños.
Justo cuando estaba a punto de estallar la pelea, Korczak, con un manejo del tiempo magistral, hizo aparecer el plato desaparecido. Se rompió la tensión: los veintisiete niños se echaron a reír, y estuvieron tranquilos a partir de entonces.

Las conferencias sobre pedagogía
Todas las otras noches, y cansados como estaban, los miembros del kibbutz se reunían en el comedor para escuchar la conferencia del famoso educador de Varsovia acerca de los niños. Él se paraba delante de ellos, un poco encorvado, con su camisa de manga corta abierta en el cuello, con su piel moteada por el sol, insistiendo con modestia que, como era extraño al idioma y a las costumbres de ellos, no podía dar respuesta a las numerosas preguntas que le habían formulado desde su llegada. Solamente podía ofrecer sugerencias basadas en su propia experiencia.

Sus conferencias versaron sobre sus temas de siempre: los patrones de sueño de los niños, la herencia, la nutrición, los tipos de niños, los problemas de aprendizaje, la sexualidad infantil, y la tarea del educador. Repetía con tanta insistencia la necesidad de respetar a los niños que años más tarde, los kibutznikim dijeron que Korczak les dejó cinco mandamientos: Amar al niño, no solo a sí mismo; Observar al niño; No presionar al niño; Ser honesto consigo mismo para ser honesto con el niño; y Conocerse a sí mismo para no sacar ventaja de un niño indefenso.

A pesar de que se había hecho tarde, algunos padres se quedaron para hacerle preguntas sobre la mejor manera de manejar las Casas de los Niños. Ein Harod era uno de los pocos kibutzim en el que los niños dormían en sus casas a partir del primer grado en lugar de hacerlo en las Casas de Niños. Pero aun quedaba sin resolver la cuestión de quién debía ser asignado al cuidado de los grupos de niños durante el día. Educadores especialmente capacitados, o cualquier mujer que se ofreciera. Feiga sostuvo que solo los profesionales debían estar a cargo de los niños. ¿Qué pensaba el doctor?
Korczak respondió que idealmente tanto los hombres como las mujeres deben trabajar en las Casas de los Niños (una idea que nunca se siguió), pero que lo mejor sería formar a unos pocos expertos en el cuidado de niños, en lugar de confundir a los jóvenes con el sesgo cultural de cada persona cuidadora. También era esencial coordinar las reglas entre la casa paterna y las Casas de Niños, para que los chicos no se confundieran.

Incapaz de resistirse a una pequeña travesura, dejó su consejo más importante, una dosis de humor para todos los problemas, en una carta al kibutz a ser leída después de su partida: 
“Estando en conocimiento de que ustedes no están satisfechos con que los niños siempre llegan tarde a la escuela, propongo cinco soluciones:
l) Poner un gallo en cada habitación. Cuando cante, los niños se despertarán a tiempo. Si no, sugiero:
2) Disparar un cañón. Pero si después de despertar, los niños caminan tan despacio que siguen llegando tarde, sugiero:
3) Rociarlos con agua fría desde un avión. Pero si lo disfrutan mucho, sugiero:
4) Escribir los nombres de los que llegan tarde. Pero si a los niños no les importa, ya que todo el mundo lo sabe de todos modos, sugiero:
5) Poner un aviso en un periódico de la gran ciudad. Pero los niños pueden decir: ¡»A quién le importa, nadie nos conoce! Y así sucesivamente.

Si estas propuestas no gozan de su aprobación, sugiero que alguien proponga algo mejor. Les doy mi consentimiento para exponer esta carta en la cartelera con la condición de que los miembros del kibutz agreguen la siguiente instrucción: Siempre llegamos a tiempo, y queremos que nuestros hijos sigan nuestro ejemplo”.

Reconociendo la historia en el presente
Durante sus breves tres semanas en Ein Harod, Korczak se sentaba a menudo con su Biblia hacia el final de la tarde bajo las palmeras recién plantadas, esperando que la rara brisa soplara sobre las montañas de Haifa. Él sabía que el Monte Guilboa había sido árido desde el momento en que David lo había maldecido: Saúl se había echado sobre su espada con la congoja de que Ionatan había sido asesinado por los filisteos. David (sobre cuya infancia Korczak planeaba escribir) había lamentado: «Han caído, han caído los hombres de guerra, y su armadura yace en el campo».

La historia antigua se entrelazaba ahora con el presente, muchos de los primeros colonos del kibutz habían caído en el mismo suelo.
Justo antes del amanecer, una mañana, Korczak caminó a tientas con una linterna dos millas a través de la colina pedregosa hasta el cementerio del kibutz. El zapatero que lo acompañaba le señaló  los monumentos erigidos a Iosef Trumpeldor y a  otros que se había convertido en héroes legendarios en las batallas con los árabes.
Korczak se inquietó al ver que la mayoría de los muertos yacían en el anonimato. «Es una distorsión de la justicia que algunos sean recordados y otros no «, dijo. Cogió un poco de tierra de ese cementerio de pioneros olvidados para llevar de regreso a Polonia.

El segundo viaje y los proyectos para el futuro
Korczak voló desde Atenas a Palestina en su segundo viaje. Como era entusiasta de la aviación así como de la radio y el cine, había sido uno de los primeros en Varsovia en realizar excursiones turísticas por avión a finales de los años veinte.
«Permite que te des cuenta cuán pequeño es el hombre en el universo cuando lo miras desde allá arriba», les decía a sus amigos. Ahora, mirando hacia abajo en la costa cercana a Haifa, se le ocurrió que ésta estaba «donde termina el exilio”. Una vez más tenía el “privilegio de vivir para ver la Tierra Prometida «, y una vez más quedó perplejo por la carga emocional que había en él.

Dado que el escepticismo de Korczak retrocedió en este segundo viaje, fue capaz de reconocer que Palestina era una tierra prometida en más de un sentido: que prometía un lugar donde el pueblo judío pudiera vivir y trabajar sin el estigma y la dislocación; prometida por el sol y el crecimiento saludable para los niños; prometida por la seguridad de una verdadera comunidad.
Palestina estaba inusualmente tensa ese verano después de un año de disturbios árabes en todo el país. Justo antes de su llegada, bandas armadas de árabes había prendido fuego a los campos de trigo de Ein Harod, cortado las vides y disparado contra los pobladores desde la parte superior de la montaña. Korczak se sorprendió al encontrar que el kibutz parecía una empalizada armada. Se ofreció a tomar su turno de guardia por la noche y cuando lo rechazaron se sintió insultado.

«¿No saben que soy un oficial polaco que ha servido en tres guerras?», preguntó a sus anfitriones. Cuando vio que ese poco de información no alteraba la decisión de ellos, relató su teoría del riesgo: uno debe enfrentar al peligro, con la actitud de que el destino puede tener tu número, pero nuevamente puede que no sea así. Estaba dispuesto a correr ese riesgo. Sin embargo, los kibutznikim no estaban dispuestos a arriesgarse a perder a su invitado especial.

Korczak tuvo más éxito en probar su teoría unos pocos días más tarde mientras visitaba a uno de sus ex huérfanos, Moses Sadek, en Haifa. Cuando Sadek lo instó a no retornar al kibutz al día siguiente porque había rumores de disparos a lo largo de la ruta del autobús, Korczak respondió: «¿Quién dice que mañana cuando yo viaje los árabes van a empezar a disparar? Y si lo hacen, ¿quién dice que será en mi camino? Y si lo es, ¿quién dice que va a ser a mi autobús? Y si es así, ¿quién dice que van a herir a alguien? Y si lo hacen, ¿quién dice que va a ser a mí?» Después de haberle dicho su discurso a Sadek, Korczak declaró:» Puesto que  son tan pocos los riesgos, me voy».

A pesar de que se negaron a permitirle hacer guardia, Korczak instó a los kibutznikim para que permitieran que los niños mayores compartieran esta peligrosa tarea con ellos, así como compartían la escasez de alimentos y el trabajo manual agotador. «No deben envolver a los niños en algodón», dijo Janusz Korczak. «La lucha por crear una vida aquí es su destino». Durante este viaje pasó menos tiempo en Ein Harod, haciendo un  esfuerzo consciente para dar conferencias en otros kibutzim y así poder ampliar sus observaciones. Todos notaron que el doctor parecía más a gusto consigo mismo, que ya no sonreía con una mueca de auto desaprobación cuando decía las pocas frases que dominaba en hebreo antes de que su intérprete se hiciera cargo.

Jerusalén lo atrajo más – Jerusalén con su atemporalidad, su luz de color rosado reflejándose en los edificios construidos con piedras de Judea. Se sentía como en casa en esta ciudad, donde era natural que uno tuviera sueños de ascender al cielo. Exploró las estrechas calles del barrio judío de la Ciudad Vieja, mezclándose con los judíos ortodoxos, que no parecían muy diferentes de los judíos pobres en el otro extremo de Krochmalna, pero que vivían en una miseria aún peor. No podía olvidar las condiciones medievales en uno de los orfanatos judíos ortodoxos que visitó en esa «ciudad de la gracia.»

A pesar de las advertencias de que era peligroso, Korczak vagaba por todo Jerusalén, visitando los sitios sagrados para el cristianismo, especialmente los relacionados con la vida de Jesús. Biblia en mano, un día pudo pasear con los monjes franciscanos, en un esfuerzo para recrear el mundo de Jesús, y en otro paseo más allá del Shaar Haashpot y el Muro de los Lamentos para que pudiera mirar hacia fuera en la aldea árabe de Silwan, que una vez fue la ciudad de David, cuya vida  también estaba tratando de recrear.

El 29 de marzo de 1937, le confió a un amigo en Jerusalén: «Después de una depresión de algunos meses, finalmente tomé la decisión de pasar mis últimos años en Palestina. Primero voy a ir a estudiar hebreo en Jerusalén preparándome para la vida en un kibutz. La única familia que tengo aquí es mi hermana, que es capaz de mantenerse a sí misma como traductora. Pero dado que he ahorrado tan poco, me pregunto si será posible instalarme allí”. Korczak estaba bastante definido: sería dentro de un mes, porque ya no era capaz de soportar «la situación de inseguridad en Polonia.»

También imaginó la creación de un orfanato en las colinas del norte de Galilea: «Va a tener grandes cuartos, al igual que comedores y dormitorios, y pequeños ‘refugios’. Voy a tener una habitación en la terraza de un techo plano, no muy grande, con paredes transparentes para no perderme ni un solo amanecer o atardecer, y para que al escribir por la noche pueda mirar una y otra vez las estrellas.