«Se suele definir como judío a aquel cuya progenitora es judía. Yo defino como judío a aquel que se preocupa para que sus hijos sean judíos».
Shimon Peres.
Hemos leído detalles de muchas situaciones dolorosas ocurridas en nuestros cementerios administrados por la AMIA. Sabemos qué pasa con un converso en el Seminario Rabínico Latinoamericano cuyos familiares desean enterrarlo en algún cementerio de la comunidad perteneciente a AMIA: son expulsados.
El debate fue la marca distintiva entre los diferentes grupos que componen al “Judaísmo”, pero éste nunca tuvo tanto impacto en nuestra comunidad local como ahora, donde el problema es publicado en periódicos de tirada libre como Página 12, en el artículo del 13 de mayo titulado “Otro caso de discriminación”.
Todo el problema está relacionado con un tema que es de por sí engorroso: el test de origen. ¿Quién es judío?, ¿si Ruth fuera habitante de la Argentina sería enterrada en el Cementerio de Tablada?
Hay facciones dentro de la comunidad que piensan que hay un “test de pertenencia” o “test de origen”. “Todo el que tuvo un ancestro judío es condición suficiente y necesaria para considerar a un sujeto como parte de la identidad del pueblo de Israel”.
Este punto hace que desde el antisemita por excelencia, hasta el contexto social llame con el calificativo “ruso” a cualquiera que considere judío, mientras que los de adentro ejercen una presión grave e insistente por excluir al que no consideren un “puro”.
Este tema vuelve, y cada vez con más virulencia. Vuelve con la dolorosa vivencia de nuestro hermano Oscar Guindzberg. Desde la misma dirigencia de la AMIA, la cuestión adquiere una gravedad inusitada y de carácter institucional.
No se trata de un ataque externo judeofobo, sino por el contrario, de una descalificación interna. Frente a ella, se suelen adoptar algunas posiciones. Una postura es: “Yo soy un puro, por tanto el tema no me toca”, otra es: “¿Cuándo me tocará a mí o a mis seres queridos dejar de ser ‘puros’?”.
Otras facciones dentro de la comunidad, ligadas al movimiento conservador, se basan en otros pasajes de la Torah, donde la tolerancia y la apertura son puntos fundamentales, para hacer del judaísmo una religión amigable y que dé cuenta de la actual situación de asimilación y dispersión de nuestra cultura.
Esta postura, a su vez, podría ser tomada desde varios puntos de vista. Los trazos más gruesos son debatir una total apertura dentro del judaísmo de la diáspora (reformista o liberal), sin perder la identidad como pueblo y nación que está contenida en la Torah, de un modo más débil o más fuerte.
El tema adquiere relevancia cuando la exclusión del grupo social aparece en el propio entierro, cuando quien detenta el poder en los cementerios de la AMIA considera que quien debe ser enterrado no reúne aquellos requisitos del test de pureza, y decide no hacerlo y dejarlo librado al destierro.
El punto no es trivial en una religión de naturaleza necrológica como la judía. El lugar de descanso es el eterno esperar, hasta que por fin devenga nuestro salvador. Por tanto, si hay una condición y un momento de ser judío es precisamente el entierro, y es allí, donde según esta postura de exclusión, hay un derecho de admisión: se acepta o se rechaza.
La mayoría de los miembros de la colectividad son laicos, casi ni siguen los ritos mínimos que marcan nuestras leyes religiosas, e inclusive hay muchos que ni si quiera circuncidan a sus hijos. ¿Qué pasará con esta gente?, ¿son o no puros?, ¿en qué parte del limbo estarán perdidos?
La interpretación ortodoxa impacta de dos maneras: desde la comunidad, los conversos no son parte; y, desde lo subjetivo, el judaísmo se convierte un club demasiado exclusivo y molesto como para pertenecer. Por tanto, es mejor dejarse llevar por la regla de la mayoría y asimilarse hasta desaparecer.
Como se puede ver, la misma regla de exclusión beneficia y a la vez perjudica al grupo de “puros”. El resultado inmediato y necesario de una pauta de exclusión total se evidencia en colegios y comunidades desaparecidas, más gente que desconoce por completo los principios de nuestra religión, cada vez más mixturada y con más falta de compromiso.
Para el movimiento reformista-liberal, el judaísmo se torna tan trivial que deja de tener una existencia, una identidad, una membresía; mientras que para el ortodoxo, se vuelve tan excluyente y exclusivo que rechaza propios y ajenos, es casi autodestructivo.
Cualquier religión, entre otras la misma Católica Apostólica Romana, exige a los matrimonios mixtos que el gentil se compromete a criar bajo esa religión a los hijos. Pero los judíos no admitimos a una ketubah suscrita por testigos de nuestra propia comunidad y judíos “puros”, ya que si hay duda sobre el origen de los cónyuges, no se la acepta como válida.
Se distingue a la pureza de origen con la de sus actos posteriores. Esto es aquello que sucede con quien es convertido en el Seminario Rabínico Latinoamericano, cuyas conversiones no son aceptadas por quienes manejan los cementerios de AMIA. Se puede ver una disquisición sobre la pureza del origen y la de los actos posteriores realizados en vida: Un judío conservador es puro en origen, más sus conversiones son inválidas para un funcionario de una mutual.
Esta situación de división irreversible no es más que una postura absolutamente ideológica y sectaria, ya que si la Torah es nuestra palabra, lo cierto es que nadie en la dinastía del Rey David, para la ortodoxia que maneja los cementerios en AMIA, sería “puro”. La mayoría de los asquenazíes no podrían demostrar su origen, ya que salvo obscuros artículos sobre su descendencia o su raíz genética, lo cierto que es tan probable como posible que su ascendencia sean tribus del Mar Negro convertidos después del siglo VIII.
El punto es qué pasa con el hijo de una mujer judía no practicante y sin estar circuncidado, que por la regla rígida o muy flexible termina siendo más considerado que otro, que sí lo está y se crió en escuelas de la colectividad, pero no es hijo de una judía. Son notables las historias de gente que no pudo enterrar a sus seres queridos en Tablada.
Es hora de discutir algunos puntos, como ser el rol del laico, o de quien entregó su propia cultura para que sus hijos sean judíos. Si no lo hacemos, cómo podemos entender nuestra propia historia, donde en Europa de principios del siglo pasado era necesaria la conversión a la religión oficial (no judía) para poder estudiar en universidades, ejercer la docencia u ocupar cargos públicos y, si se optaba por no hacerlo, resultaba casi imposible sobrevivir fuera de los ghetos, convertidos en trampas mortales administradas por sus propios líderes en la época del nacional-socialismo.
Como colectividad deberemos comprometernos en puntos básicos, como la crianza efectiva de hijos de matrimonios mixturados y su final reconocimiento como miembros de la comunidad, admitir la conversión en nuestro país como definitiva y estudiar qué nos pasó, cuando en múltiples lugares del interior del país ya no quedan judíos puros, sino matrimonios mixtos y, en lugar de negarlos o desearles la peor de las plagas, tratar de encontrar una solución concreta dentro de nuestro propio espacio sociocultural.
* Profesor titular de Derecho y director de investigaciones en la Universidad Nacional del Noroeste de la Provincia de Buenos Aires, y Profesor adjunto y Doctorando de la Facultad de Derecho de la UBA.