A propósito de Iom Hashoá y del Día de la Memoria

Genocidio nazi y genocidio argentino, de conexiones y desconexiones

Hace falta establecer puentes, comparaciones, para aprender de las heridas que marcaron y marcan a nuestros pueblos. Esto nos permite entender; que no es banalizar, que no es decir: “Todos los genocidios son lo mismo”.

Por Guillermo Levy

El exterminio nazi hacia los judíos europeos se instaló en la historia de las últimas décadas desde la pretensión de exclusividad.
La historia humana ha presenciado innumerables masacres y genocidios pero hay uno que se presenta como único, tanto en su forma, en su sistematicidad como en su intencionalidad: The holocaust, si tomamos el vocablo anglosajón que acuñaron los vencedores de la guerra, la Shoá si tomamos la palabra que construyó el naciente Estado de Israel como forma de resignificar la historia de la tragedia, articulándola con la “resurrección” judía en un nuevo estado, Israel. Jurbn si queremos tomar el término que las victimas, hoy silenciadas, usaban para hablar de su exterminio.
Esta línea de interpretación se fue consolidando como “la” historia del exterminio nazi, se la denomina la uniqness, o sea la decisión de que cualquier intento de comparar la tragedia de los judíos europeos con otro acontecimiento histórico implica -sí o sí- una banalización de este hecho considerado, en todos sus términos, único, sin antecedentes ni conexiones con el resto de la historia humana. “El que no estuvo en Auswichtz no puede entrar, el que estuvo no puede salir” es una de las frases más famosas de Elie Wissel, y una definición conmovedora del paradigma de la uniqness.
El problema es que si queremos restituir al nazismo y al exterminio nazi a la historia moderna, si queremos convertir a sus protagonistas –burócratas, ideólogos, ejecutores directos – en seres humanos construidos como tales en nuestro planeta y nuestra cultura occidental, recuperándolos del infierno que tiene demonios y no seres humanos concretos, necesitamos cometer ese sacrilegio.

Intentar entender lo que pasó, pero sobre todo, por qué pasó, en qué condiciones se producen seres humanos capaces de cometer semejantes crímenes, en qué condiciones la política es productora de una decisión semejante, nos lleva a la historia de los hombres y lo que estos producen y no a otro lado. Ahí necesitamos restituir al exterminio nazi a nosotros. A nuestro planeta y a nuestra civilización.
El término genocidio nos sirve para eso. El exterminio nazi fue un genocidio, pero hubo otros genocidios. Eso no le quita sus particularidades a ninguno, pero propone, desafía a tender puentes, como los tendían sus víctimas aniquiladas y sus voces silenciadas cuando los resistentes, en varios guetos, leían: “Los cuarenta días de Musa Adar”, porque intuían, sabían, que el genocidio armenio de principios del siglo XX algo decía de su propia tragedia, buscando conexiones en la historia humana para identificarse con otras víctimas, entender lo que les pasaba y así tener herramientas de lucha. Todo lo contrario a buscar una exclusividad, que en ese contexto incrementaría la desesperación. La unicidad, la anulación del carácter humano a los perpetradores, sólo llevaría a la desesperación más absoluta: no se puede enfrentar lo que es inentendible.

Entender no es banalizar, no es decir: “Siempre hubo genocidios” o “Todos los genocidios son lo mismo”. Entender permite comprender cómo se producen los acontecimientos históricos y cómo podemos enfrentarlos. El problema es que el intento por entender implica la puesta en común, la restitución del exterminio nazi al rompecabezas de la historia moderna, que los términos Holocaust o Shoa contribuyeron a quitarle.

Suturas de la historia
Las comparaciones entre el exterminio nazi a la población judía europea y el llevado a cabo por la última dictadura militar en Argentina han sido resistidas fuertemente por los defensores de la unicidad, que creen que aquellas sólo sirven para quitar toda especificidad o subestimar una experiencia con respecto a otra.
No me mueve ninguna de esas dos intenciones, sólo poner en común lo que hay realmente en común y ver dónde los caminos se bifurcan. Los hombres somos producto de toda la historia humana y los vasos comunicantes de todas las experiencias son enormes. Comunicaciones que no siempre aparecen en las imágenes o títulos más difundidos de cada experiencia sino en miles de conexiones, sutiles, casi invisibles que hay que reconstruir.

En el comienzo de la monumental película de Lanzmann, Shoá, aparecen Itzak Duguin y Motzke Zaidl, que cuentan cómo los obligaban a desenterrar decenas de miles de cuerpos con sus propias manos: judíos asesinados meses o un año atrás, para luego quemarlos. Esa escena puede no tener nada de particular, más allá del horror de la situación en sí, si no fuese por la prohibición de los guardias SS de mencionar la palabra muerto o cualquier término que se refiera al carácter humano de las víctimas. Sólo podían decir figuren o shmotte. Eran “cosas”, decenas de miles, que se desenterraban para ser quemadas. Cosas que iban a desaparecer. Podríamos pensar que sólo hay un intento de eliminar pruebas de los crímenes para la posguerra; sin embargo, creo que hay una estrategia más audaz en la desaparición de los cuerpos y en la decisión de prohibir toda mención humana a las víctimas.

La desaparición de los cuerpos, de su historia, la construcción de nuevas sociedades sin rastros de muchos de los que antes la componían, sin sus vidas presentes ni sus historias, nos remite inequívocamente a nuestros represores argentinos, más allá de que hallemos o no la forma en que esas estrategias se encontraron. Ahí, en esos pozos de Ponary, los nazis estaban inventando algo monstruoso que los genocidios nuestros usaron en su estrategia de construcción de sociedades presentes y futuras.
La identidad del asesinado desenterrado en Polonia radicaba en que sólo era pura materia. La identidad de nuestros desaparecidos yace en que “no están”, como una vez sugirió Videla a la prensa. La lucha por la recuperación de las identidades personales, políticas, culturales de cada una de las víctimas y la puesta en juego de éstas en el presente, son parte de una lucha que también junta a los dos procesos históricos y permite a ambos mirarse mutuamente.

El término genocidio también permite suturar, unir y mirar qué puentes hay entre estos dos procesos. Término acuñado con posterioridad al exterminio nazi y para hablar de éste, remite a una intención estatal de aniquilamiento de personas en tanto pertenecientes a un grupo. La Convención sobre Genocidio, votada por Naciones Unidas en 1948, limita los grupos protegidos a sólo cuatro y excluye los grupos políticos, pero eso a efectos de lo que planteo no cobra mayor relevancia. El sentido parece ser que los hombres de la modernidad, en ciertas condiciones, deciden transformar sus sociedades, vía el exterminio de una parte de las mismas. Estas estrategias son estrategias humanas y no de demonios. Son estrategias racionales que devienen de objetivos políticos y económicos, y cuya implementación sólo puede ser exitosa en la medida de que sus medios sean también racionales.

Eichmann, el funcionario encargado de todo el sistema de trenes a los campos de exterminio, era eficiente en la medida que operaba como un funcionario moderno de un Estado o de una corporación privada. La burocracia estatal, que no reconoce emociones, sólo la implementación racional, se apropió del exterminio nazi y lo hizo eficientemente. Eichmann fue un engranaje de esa maquinaria. En ese sentido, toda la locura, odio e irracionalidad que se les atribuye a los dirigentes nazis, presenta problemas con este personaje que no tiene rasgos ni de odio ni de especial antisemitismo. Su carácter moderado, gris y sin odios, podría ser una estrategia de salvación personal, difícil en el marco de un juicio en el que ya estaba condenado.

Convergencias y bifurfaciones
Es éste un punto de tensión con nuestro exterminio argentino. Acá no hubo tal maquinaria de burócratas eficientes, por las dimensiones del mismo. Sin embargo, en las palabras de Videla -puestas en superficie en el reportaje publicado en la revista española Cambio 16-, aparece un hombre moderado, que habla de la historia argentina y que pone la acción de su gobierno -a la que nombra con eufemismo, de la misma manera que Eichmann no hablaba en el juicio de los crímenes más que en forma elíptica– como una acción racional, necesaria para salvar a la Argentina. 
Trasformar la Argentina, vía la muerte -aunque minoritaria pero cualitativamente relevante- de una porción de su población, era uno de los objetivos centrales del gobierno militar que en su nombre se anunciaba: “Proceso de Reorganización Nacional”.

Los nazis son, en este sentido, los grandes maestros de la reorganización social vía la muerte planificada. Polonia fue un ejemplo de esta ingeniería social. En Polonia se exterminó a la población judía, se deportaron decenas de miles de polacos y se implantaron –como semillas transgénicas– a miles de colonos alemanes. En Polonia se cambiaron los nombres de pueblos y ciudades de la porción anexada del territorio, se secuestró a miles de niños polacos considerados racialmente compatibles y se los llevó a Alemania, donde fueron criados como alemanes nazis. Práctica tan presente en nuestro genocidio pero -en este caso- no inventada por los alemanes nazis, que fueron también continuadores de otra experiencia histórica reciente que admiraban: el franquismo. La dictadura fascista de Franco también se apropió de decenas de miles de hijos de republicanos, a los que crió como niños católicos, robándoles su identidad.

Los puentes que niegan los partidarios de la exclusividad los construye nuestra historia, conectada en miles de puntos que es necesario develar para entendernos mejor.
Marzo y abril son los meses que recordamos tanto el golpe genocida en Argentina como la resistencia en el gueto de Varsovia en 1943. En Marzo de 1977, un periodista de investigación, militante montonero, que había armado una agencia de noticias clandestina para romper el cerco informativo de la dictadura y llevar registro de todos los crímenes, escribió una carta balance al primer año del golpe: la famosa “Carta a la Junta Militar” fue enviada también al presidente de los EE.UU. y a la OEA. Un día después, Rodolfo Walsh fue secuestrado y desaparecido.
El gueto de Varsovia también tuvo su militante clandestino que se dedicó a registrar todo, a enfrentarse a la impunidad del olvido, dejando testimonio de lo que pasaba. Emmanuel Ringenblum, historiador y militante social, que dirigió una organización clandestina para registrar el exterminio y la vida en el gueto, obviamente no supo de Walsh y seguramente éste no supo de aquel, pero la historia, que es en definitiva la historia humana, tiene esa compulsión, produce esas conexiones, produce verdugos con rasgos similares pero también seres maravillosos que sin conocerse, se conocen y aprenden unos de otros.

El término genocidio nos permite reconstruir esos puentes, las unicidades dejémoslas para los que quieren tener la experiencia humana como su experiencia única en la vitrina de los trofeos en los que coexisten las hazañas y las tragedias.