Antisemitismo e identidad extraviada

Una mirada que dibuja los relieves necesarios para evitar generalizaciones que resultan insustanciales para abordar esta compleja problemática, que ilumina viejos y nuevos debates.

 

                                                                                 Por Ricardo Feierstein *

Un bar del barrio de Palermo, en 2006. La periodista cultural de “Página 12” llegó puntual a la reunión, acompañada por una fotógrafa. El reportaje se prolongó- algo más de una hora- alrededor de la tercera edición de mi libro “Historia de los judíos argentinos”, cuyo éxito sobrepasó las murallas del gueto. Luego, sesión de fotos. Antes de retirarse y mientras ordenaba sus cosas (celular, grabador, notas), ella preguntó, al pasar, si en la Argentina existía más antisemitismo que en décadas anteriores.

– Creo que hay menos y hay más.

– No entiendo.

– Lo diré de otro modo: el paso de las generaciones parece haber reducido ese porcentaje. Pero, al mismo tiempo, la situación del Medio Oriente ha vuelto a mezclar las cartas y hoy asistimos a un reverdecer de posiciones que, con la excusa de Israel, atacan silenciosamente todo lo que sea judío.

Su rostro se endureció.

– ¿Por qué “excusa”?

– Porque la asimetría informativa respecto a este tema es tan brutal, que hasta generó la aparición de un antisemitismo de izquierda, tan peligroso e ignorante como el otro.

– ¡Eso es una mentira!

– ¿Una mentira? Acaban de informar sobre un congreso ecologista realizado en España donde, junto a las propuestas habituales (reducir uso de energía, denunciar la minería a cielo abierto, la contaminación, etcétera) se agrega, en el último párrafo, una condena a Israel por su “opresión del pueblo palestino”. ¿Qué tiene que ver una cosa con otra?

– ¿Vos pensás que el Estado genocida de Israel no oprime al pueblo palestino?

– ¿Por qué “Estado genocida”? ¿Ves lo que decís? En estos años hubo matanzas indiscriminadas de decenas o centenares de miles de personas en Darfour (Sudán), en Sri Lanka (250.000 tamiles), en Ruanda, en Afganistán, en Siria, en Argelia, en decenas de otros lugares como Kosovo o Sarajevo. Sin embargo, el único que siempre aparece como “genocida” en los diarios es Israel. A nadie se le ocurre pedir que dejen de existir Guatemala, Etiopía o el Congo porque sus gobiernos cometieron atrocidades peores a las señaladas.

– Estás de acuerdo con un Estado que legalizó la tortura…

– Yo no estoy de acuerdo con nada. Me parece espantoso el gobierno derechista israelí, al igual que la coerción de la ortodoxia religiosa o los colonos fanáticos que ocupan tierras. Pero en todos los otros casos se habla- cuando se habla- de “gobiernos fascistas”, en el peor de los casos. ¿Por qué repetís lo de “Estado genocida”?

Se levantó con brusquedad, golpeando peligrosamente la silla contra la mesa y los pocillos de café.

– Quiero que sepas que estoy absolutamente a favor de los palestinos y contra Israel…

Dio media vuelta y salió del bar, muy enojada.

Mi extenso reportaje nunca apareció.

¿Acaso podríamos llamar “antisemitismo” a esa no-publicación en un diario cuyo director, la mayoría de sus editores principales y buena parte de sus lectores son judíos?

 

Generalizaciones y matices

Muchas veces he escuchado de inmigrantes judíos de Europa oriental -a veces sobrevivientes- que tras cada gentil se esconde un antisemita. Es un paradigma tentador: establece una clara diferencia entre “nosotros” y “ellos” y elimina hipocresías o ambigüedades.

Pero la única verdad es la realidad. Y ella indica que he tropezado con (afortunadamente pocos) judíos que son más fascistas que el Duce, así como con muchos gentiles de enorme corazón y mente abierta. Las generalizaciones son funcionales para impartir una clase de 40 minutos sobre la historia del mundo -donde es necesario establecer algunas “líneas de fuerza” para no perder el hilo-, pero no para comprender los complejos matices de una sociedad.

La realidad indica que Argentina es un país con fuerte historial autoritario, azuzado por sectores xenófobos desde fines del siglo XIX (exigiendo prohibir la inmigración judía), pasando por la Semana Trágica (1919), el fascismo de Uriburu en los años ’30, la llegada de criminales nazis al país, los grupos de choque de Tacuara y Guardia Restauradora, para no hablar de los temas Gelbard y Graiver y la última dictadura militar. Todo ello avalado, sobre todo a comienzos del siglo XX -pero también ahora, como acaba de suceder con el párroco de Concordia- por la prédica permanente de sectores reaccionarios de la Iglesia.

Paradójicamente, somos a la vez parte de uno de los países más pluralistas del mundo, que ostenta la proeza de haber integrado una enorme cantidad de colectividades al tronco común de la argentinidad, posibilitando el ascenso social, económico y político de buena parte de ellas, así como -muy gradualmente en el caso judío- a lugares de poder real.

El antisemitismo tradicional parece haber ido cediendo, a medida que se sucedieron las generaciones nativas de hijos de inmigrantes. Pero intuyo -es un tema a debatir- que el enfrentamiento entre Israel y los países árabes -en especial los palestinos- es el que ahora está haciendo mella en las convicciones democráticas de muchos de nuestros conciudadanos (y de miembros de la colectividad, debemos admitirlo).

Lo que comenzó como una argucia retórica de la derecha y la izquierda tradicionales -separar antisionismo de antisemitismo para poder atacar abiertamente a Israel sin ser acusados de odio al pueblo judío- se ha ido convirtiendo, con la modificación de la situación política, en una postura complicada de definir. Por cierto que el antisemitismo tradicional juega su papel en esta demonización. Pero tampoco es fácil explicar (nos) el fanatismo fundamentalista judío, la creación de numerosas colonias extremistas sobre territorio de Cisjordania y, en los últimos tiempos, hasta el ataque a mezquitas o el incendio de cultivos palestinos por parte de los grupos más extremistas entre esos mismos israelíes.

He relatado, alguna vez, anécdotas paternas sobre su pertenencia al movimiento Hashomer Hatzair en Polonia, en los años ’20 del siglo pasado, así como el enfrentamiento -muy violento, con ataques a pedradas de ortodoxos en el cumpleaños de Herzl y escupidas frente a la sinagoga por parte de los pioneros sionistas- con los sectores religiosos que despreciaban la idea de crear un Estado judío laico sin esperar el advenimiento del Mesías. Hoy, la situación se ha invertido. Los fundamentalistas se han hecho “sionistas” y pretenden ocupar todo el Medio Oriente siguiendo su interpretación de un texto milenario que creen divino, mientras que los seculares han perdido la conducción gubernamental y observan, inquietos y confundidos, el devenir de aquello que iba a ser una utopía sionista y socialista en ese lugar del mundo.

¿Cómo sigue esta historia?

Se afirma,  con sentido común, que el consenso absoluto es una utopía reaccionaria. Puede imaginárselo en situaciones-límite, de extrema gravedad y por un tiempo limitado. Pero cuando la crisis se normaliza, por lo menos relativamente -ningún organismo normal soportaría vivir en tensión permanente durante décadas-, reviven la lucha de clases, las opiniones diferentes, las cosmovisiones, las envidias y competencias en un plano más individual.

La Shoá -el exterminio masivo y terrorífico de judíos por parte del nazismo- y, casi a continuación, la proclamación de un Estado judío después de veinte siglos, generaron en conjunto una de esas épocas extraordinarias donde cada integrante del pueblo fue hermano del otro. El sentimiento de sobrevivencia se impuso por sobre cualquier diferencia y cada individuo estuvo dispuesto a dar la vida por su compañero de travesía.

Han pasado 66 años de la finalización de la Segunda Guerra Mundial y 63 años de la creación de Israel. Tres generaciones, si aceptamos la convención que considera veinte años entre una y otra. Un Estado en permanente peligro -ante las intenciones de los países árabes de aniquilarlo- mantuvo durante varias décadas esa sensación de desastre inminente, agravada por la asimetría periodística y política mencionada. Hoy, sin embargo, esa ecuación parece haber comenzado a cambiar.

 

En búsqueda de una identidad

 

Las posturas en debate son difíciles de conciliar, en la medida que las organizaciones judías no terminan de definir el sentido de su actual identidad y han extraviado la brújula ante la marea de acontecimientos.

En la relación de las colectividades con Israel, por ejemplo, algunos dicen que se debe constituir, de una vez, un parlamento judío internacional- con sede en Jerusalén- que incluya a representantes de las comunidades del mundo. De esa manera, el compromiso entre los integrantes del mismo será más fuerte y todos podrán participar de la toma de decisiones en cuestiones cruciales. La postura opuesta señala que eso es un delirio: son los israelíes quienes están poniendo sus cuerpos en la construcción del Estado y en sus guerras concretas. ¿Con qué derecho alguien que vive en el exterior podría decidir sobre sus vidas o su orientación religiosa, económica, militar o ideológica?

Algo similar sucede con las instituciones centrales. Durante varias décadas -y eso se repite todavía en discursos clonados- su sentido fue el trabajo en cultura y educación, para asegurar transmisión y continuidad del pueblo judío. Al día de hoy, eso parece una broma: los presupuestos de estos rubros son ínfimos en relación al total, al igual que su influencia en los distintos estratos de la colectividad.

En realidad, estas organizaciones fueron capturadas por sus aparatos burocráticos, que han transformado la misión original de las mismas en imaginativos (y bien rentados) programas sobre ONG no específicas, espacios libres de humo, recursos humanos, concursos de “atención al cliente” o servicios sociales en sintonía con programas gubernamentales que aportan financiación.

Existen algunas excepciones, por cierto. Este mismo año, la Sociedad Hebraica Argentina retomó su valiosa tradición cultural y organizó una exitosa Feria del Libro Judío, actividad abandonada hace años por la central comunitaria. Como suele decirse en política, si uno deja un espacio vacío siempre habrá otro que lo ocupe.

Sólo percibo dos experiencias novedosas en los últimos tiempos: la expansión y multiplicación de la experiencia religiosa ortodoxa, en especial del grupo Lubavitch, que realiza una importante labor social y extiende su accionar a lugares antes impensados, aunque parece difícil imaginar al grueso de los 220.000 judíos argentinos vestidos al estilo de los condes polacos del siglo XVIII, con las mujeres caminando dos pasos detrás de sus maridos y una abrumadora cantidad de rezos cotidianos. La otra alternativa es YOK, un proyecto del Joint Distribution Committe que, desde hace unos años, atrae buena cantidad de interesados a actividades desacartonadas, pluralistas y novedosas. Si se piensa que, según el Censo del 2006, un 61 % de los judíos argentinos no concurren a ninguna institución comunitaria, ambas experiencias deben ser bienvenidas. Vale mencionar, también, el Bar y Bat Mitzvá laico en Tzavta, que resulta un acontecimiento fundamental en la historia comunitaria, si bien ya tiene una buena cantidad de años de existencia.

Con la realidad no hay que enojarse, suelen repetir (algunos) políticos serios. A la realidad hay que entenderla. El siglo XXI presenta una difícil y, a la vez, atractiva encrucijada para la comunidad judeoargentina. Todo cambia, desde los lenguajes hasta las coyunturas históricas. La actualidad es más rápida que la historia y el vértigo la característica de esta etapa, donde el contenido de la memoria está en función de la velocidad del olvido. El mundo real y nuestra imagen de él ya no coinciden.

Esta “estética del fragmento” -sólo podemos advertir lo cotidiano, nunca la totalidad; el árbol, pero no el bosque- constituye un escenario altamente desfavorable para transmitir una concepción de mundo que, como el judaísmo, requiere permanentes ligazones y referencias al pasado y el futuro para construir un continuo-histórico. Pero no deben transitarse los nuevos rumbos con la mirada clavada en el espejo retrovisor, como si el ayer -que ayuda a comprender, pero no a avanzar- pudiera asegurarnos este camino poco elaborado por el que hoy viajamos.

 

* Escritor y periodista