Sin buscarlo, los miles de manifestantes han puesto a Israel en un sendero político diferente al que venía transitando. Si toda la política israelí parecía girar en torno a cuestiones de seguridad, y al callejón sin salida impulsado por Netaniahu -mientras que el desmantelamiento sin pausa del estado de bienestar parecía “sin costo” social alguno, y a nadie parecía importarle que ello ocurriera-, la irrupción popular del sábado 30 pone en la agenda pública un conjunto de temas típicos de países “normales”, cuya universalidad queda garantizada por las características desigualitarias y excluyentes de la actual globalización.
Y también, como en muchos otros países, el poder parece poco interesado en aceptar demandas sociales que lo alejen del libreto neoliberal tan bien aprendido por los políticos. Por ejemplo, el neoliberal presidente del Banco de Israel, Stanley Fischer, viejo conocido de Argentina por haber dirigido al FMI entre 1994 y 2001, colaborando en la generación del desastre económico y social más grande de nuestra historia, se mostró ahora “sorprendido” por la nueva escena política israelí, como si los datos sobre vivienda, salud, educación, empleo, salario, le fueran ajenos. Claro, allá como aquí lo único que importa es la ganancia de las corporaciones.
Esta ola novedosa de protesta tiene un parentesco mediterráneo indudable: con las olas democratizantes en el mundo árabe –democracia política pero también reclamos de progreso social-, y con los indignados europeos –no sólo españoles- cansados de los limitados horizontes que les ofrece el reinado del neoliberalismo.
El nuevo movimiento, que por sus características multitudinarias contiene todo tipo de vertientes políticas y culturales, y del cual se desconoce su eventual evolución, choca objetivamente con las “prioridades nacionales” de la derecha: entra en disputa por el destino del gasto público, tan incidido por las demandas del mantenimiento de una estrategia de “no paz” en la región y las prebendas insólitas de los lobbies de colonos y religiosos.
Es prematuro hablar sobre una refundación social de una izquierda israelí, que evidentemente estaba haciendo falta dados los problemas económicos acumulados, pero la movilización de amplios sectores medios de características culturales más modernas, es un verdadero acontecimiento frente al inmovilismo de los años recientes.
Probablemente, y sin quererlo, los “indignados” israelíes hayan dado un mensaje a aquellos que quieran oírlos: es muy difícil construir un consenso progresista si la partitura que se escucha permanentemente gira obsesivamente en torno a la seguridad, a un “ellos” y un “nosotros” inamovibles y eternos. Si, en cambio, se ejecutara la partitura de la igualdad de derechos sociales y de la democracia sustancial, se rompe con un orden discursivo que termina entronizando en el centro de la escena a los halcones, los demagogos y los delirantes.
La propaganda israelí ha insistido hasta el cansancio que Israel es la única democracia en la región. Y desde el punto de vista de la definición formal, lo es. Pero los rumores que llegan desde el mundo árabe también hablan de la irrupción de sectores juveniles y laicos, cuyos reclamos tienen un profundo contenido democrático.
Esta concepción más profunda de la democracia, entendida como derecho igualitario al acceso a los bienes que hacen a la dignidad de la persona, se ha hecho presente también en Israel.
Mientras el establishment israelí pensaba en que el impacto de la movilización democratizante en el mundo árabe se retraduciría en nueva agitación en la calle palestina, preparando nuevos planes en clave de “defensa”, ésta reapareció en la propia calle israelí, desmintiendo que la única razón para agruparse y movilizarse esté vinculada a los temas de seguridad nacional.
Algo se está moviendo en el panorama global, y afortunadamente, Israel no es una isla.