Puro Verso

Acostumbrados como estamos a la realidad virtual –a la noticia fabricada, a tanta ficción dibujada como realidad- ya nadie levanta las cejas cuando los discursos, las declaraciones –las formuladas y las prometidas, las previsibles y las supuestamente sorpresivas- desplazan de los titulares a los hechos concretos y cotidianos.

 

Por Moshé Rozén

Lo que dice Obama y lo que desmiente Netanyahu,  las entradas y salidas, producen el espejismo de un «proceso de negociaciones»: un teatro donde los actores se escuchan a sí mismos, encantados con sus propias  metáforas  memorizadas.

La necesidad de  diálogo –declamada por israelíes y palestinos- reemplaza a la palabra real, al interlocutor, al rival de carne y hueso.

Se trata, claro, de mostrarle al mundo –al mediático, siempres sediento de esos mensajes- que uno quiere mucho la paz, el problema es el vecino que la posterga…

El discurso declarativo -contemporizador y moderado -se ve acompañado, en la práctica, por contundentes acciones que niegan el deseo de las partes de arribar a un arreglo.

La insistencia palestina en una declaración unilateral como estado independiente tiene su contrapartida en la ambición israelí por mantener los territorios anexados en junio de 1967.

Pero, mientras las conferencias de prensa y los mediadores van y vuelven,  la otra realidad, la fáctica, amenaza con derribar ambas ilusiones, la de una soberanía palestina como la perpetuidad colonizadora: Israel no puede mantener su identidad sionista –una mayoría judía en un sistema democrático- gobernando una población palestina que en poco tiempo superará la presencia demográfica israelí.

Los palestinos tampoco podrán realizar sus aspiraciones nacionales sin un acuerdo de fronteras y condiciones geopolíticas mínimas concertadas previamente con Israel.

 

QUIEN NO APRENDE DEL PASADO…

Hace 44 años, el presidente egipcio Nasser apostó a la carta bélica por un Medio Oriente panarábe, exento de una presencia judía libre y soberana.

Al cabo de seis días, el desafío nasserista quedó en ruinas, echando por tierra no sólo los deseos expansionistas de los vecinos de Israel: la posibilidad  de una reinvidicación de derechos palestinos quedó nuevamente postergada.

Junio de 1967 pudo cerrar el circuito de guerra y destrucción, pero la negativa, rotunda e intrasingente, de Siria, Egipto y la Liga Arabe de esa época evitó, como en 1948, la probabilidad de un acuerdo.

Ese persistente rechazo produjo efectos colaterales desastrosos en la escena pública israelí: la predominante presencia de sectores liberales y laboristas proclives a un solución «de compromiso» –concesiones territoriales a cambio de un pacto de no agresión- fue gradualmente reemplazada por el foco nacionalista y por tendencias religiosas ultraortodoxas que pregonan la sacralidad de Samaria y Judea como impedimento para un establecimiento estatal árabe-palestino.

Si bien es cierto que la línea «halcón» siempre marcó su vocación fundamentalista –recuperación de los límites territoriales apuntados por textos bíblicos- la conducción sionista se destacó, desde su momento fundacional, por el realismo político y el rechazo de posiciones extremas.

Entre los palestinos, hace veinte años, pareció emerger un liderazgo capaz de operar un viraje de las armas a lla mesa de negociaciones.

Hoy estamos frente a otro escenario; Al Fatah corre el riesgo de ser fagocitado por el islam integrista embanderado en Hamas y su maquinaria de terror aceitada por Irán.

Netanyahu tampoco está exento de verse totalmente amarrado por los «halcones» de su coalición: si sus proclamas de paz no van a ser avaladas por iniciativas prácticas y de pronta implementación, el esmerado discurso del primer ministro, como el  de la dirigencia palestina, quedará archivado bajo la gris etiqueta de puro verso.