En cuanto a los temores, hay quienes prevén un mundo árabe dominado por regímenes islamistas sometidos a Irán, la conformación de un bloque unido contra Occidente en general o contra Israel en particular, o, incluso, una “invasión” pacífica del territorio europeo por hordas de pobres árabes, que huirán de los nuevos regímenes, tan autoritarios como los anteriores, pero, puesto que ahora carecen del auxilio occidental, mucho menos eficientes.
Efectivamente, la ola de transformaciones que atraviesa el mundo árabe desde Marruecos hasta Yemen genera, para cualquier observador mínimamente comprometido, una gran sensación de incertidumbre. Para contrarrestarla, es decir, para intentar comprender su significado, conviene comenzar a identificar algunas posibles variables de análisis.
En primer lugar, no se pueden confundir, pese al entusiasmo de algunos, las protestas contra regímenes corruptos, autoritarios e ineficaces, con demandas democráticas. Es decir, esas demandas pueden ser genuinas en algunos sectores, pero no es suficiente la caída de los regímenes establecidos desde hace décadas para que surjan, en el espacio de la sociedad civil, las clases movilizadas, los partidos no facciosos, los sindicatos, las universidades, los periódicos, etc., lo suficientemente independientes y dinámicas como para promover un sistema que asegure el control del Estado, la alternancia política, la circulación del poder, la representación de minorías, entre otras prácticas, que reúnan las características de una sociedad democrática. Si, como señaló un analista árabe “la gente quiere la caída del régimen”, y ese régimen es fundamentalmente la sumisión a un orden internacional y regional, si, en suma, lo que aparece en primer lugar es el reclamo de la “dignidad colectiva de los árabes”[1], entonces, no hay razones para identificar esos reclamos con los de una sociedad abierta, plural y democrática.
En segundo lugar, es necesario volver a plantearse en qué consiste hoy aquel panarabismo que creíamos desaparecido. Es cierto que el panarabismo de las décadas del cincuenta y sesenta fue, como proyecto político práctico, un gran fracaso. Más allá de los discursos, de la retórica vacía, del recurso a las palabras como si éstas, por sí solas, tuvieran un poder transformador y mágico[2], los líderes árabes no pudieron realizar un colectivo supraestatal con verdaderos intereses comunes que se impusiera a los intereses de los sectores enfrentados de cada uno de los Estados-nación árabes. En otras palabras, la verdadera unidad árabe fue siempre sólo discursiva. No hubo verdaderas alianzas contra Israel ni contra Occidente en general, no hubo uniones políticas efectivas y duraderas, no hubo ni siquiera un genuino compromiso con causas árabes universalmente aceptadas en sus respectivas sociedades, como los problemas palestino y libanés.
Sin embargo, el panarabismo, sin que lo supiéramos, era otra cosa. Es indudable que los árabes continúan identificándose como colectivo, mucho más allá de sus gobiernos. También eso nos habla de la distancia entre los gobiernos árabes y sus sociedades, donde se construyeron Estados pero no naciones[3]. El movimiento comenzado en Túnez rápidamente fue continuado en otros países, desde el Atlántico hasta el Golfo, cuyos pueblos sentían que tenían algo en común. No era el islam (porque no afectó a países musulmanes en general), no eran sus relaciones más o menos cercanas a Occidente (porque las responsabilidades occidentales por la situación de los pueblos árabes, que esgrimen ciertos sectores de izquierda, se desvanecen frente a las protestas en Siria), ni el tipo de régimen en el poder (porque afectó a monarquías, sistemas unipartidistas o dictaduras de todo tipo). Aquello que unía a los manifestantes que salían a la calle frente a las noticias internacionales, aquello que hacía que se sintieran convocados por lo que ocurría en Túnez, en Egipto o en Libia, era solamente pertenecer a una identidad subjetiva definida por la arabidad.
No necesariamente indica eso que estemos ante un nuevo frente unificado, o que el nuevo orden resultante devenga de una alianza interestatal que, esta vez sí, supere los intereses de las respectivas burguesías nacionales. No significa, ni siquiera, al menos no necesariamente, que ese colectivo supranacional árabe suponga una supremacía en la identidad frente a otras identidades, tanto religiosas como tribales, o, incluso, nacional-estatales.
El tercer punto que creemos que vale la pena analizar es el papel que han jugado, o jugarán, los movimientos islámicos[4]. A estas alturas, ya no es posible pensar seriamente (si es que alguna vez lo fue), en una especie de internacional islámica, tipo Al Qaeda, planeando o dirigiendo estas protestas. De hecho, la ola de movilizaciones ha afectado a los dos países árabes frecuentemente relacionados en Occidente con los movimientos terroristas o jihadistas, como Libia y Siria. En cuanto al otro Estado, esta vez no árabe, Irán, ya ha sufrido en sus propias calles (y ha ahogado en sangre, por cierto), protestas similares tras las elecciones de 2009. Al momento de escribir estas líneas, no es seguro que las demandas de apertura política puedan mantenerse allí reprimidas mucho tiempo más. En todo caso, tampoco se sostiene la idea de que el régimen de Teherán sea el impulsor de este tipo de movilizaciones populares.
Sí es probable que en aquellos lugares en los cuales se produzca algún tipo de apertura política, como Egipto o Túnez, sean los movimientos islámicos del tipo de la Hermandad musulmana los mejores posicionados para presentarse a sí mismos con un nivel de movilización de alcance nacional. Cuentan con una estructura de tipo partidaria, experiencia en la militancia, legal o clandestina, y la enorme ventaja de que un discurso basado en la moral religiosa puede escapar, al menos por el momento, de definiciones más cerradas que alejen a distintas clases sociales o intereses sectoriales entre sí. En suma, un discurso ético tiene más posibilidades de trascender las barreras de clase o sectoriales que un discurso basado en programas concretos de gobierno.
El cuarto punto que podríamos pensar es el que concierne al futuro. Para esto, es imprescindible no confundir el deseo con el análisis. Parece una obviedad, pero sólo expresa el deseo del analista, anunciar que comienza una época de democracia, pluralidad y respeto por las minorías. Nada de lo que ocurre hoy niega esa posibilidad, pero tampoco la anuncia. La democracia no se alcanza sólo con el cambio de los marcos legales.
Sólo expresa, en cambio, el prejuicio del analista el anuncio apocalíptico de un Medio Oriente sometido al más estricto rigor puritano islámico, en permanente guerra, cultural y militar, contra el Occidente en general e Israel en particular. Los intereses occidentales en el mundo árabe, y las clases y sectores que se beneficiaban de ellos, no necesariamente desaparecerán con los cambios de regímenes.
Es una profesión de fe anunciar que estamos ante el fin de la sumisión árabe frente a los dictados del imperialismo y el sionismo. Tras dichos anuncios sólo se vislumbra, veinte años después de la caída del Muro, la esperanza casi escatológica en un nuevo sujeto revolucionario, lejano, exótico y ajeno, que pretende ocultar la frustración por el fracaso de los sujetos revolucionarios de Occidente, en cuyo despertar se depositaban las esperanzas de algunos sectores.
Nada indicaba hace pocos meses la actualidad del mundo árabe. No es posible, al menos en el plano analítico, más allá del deseo, anticipar su desenlace próximo. Indudablemente, requerirá de rápidos movimientos y reflejos, de hábiles negociaciones, de imprescindibles búsquedas de intereses comunes, por parte de todas las potencias occidentales, Israel en primer lugar, interesadas en lograr un nuevo equilibrio regional.
* Profesor de Historia de Medio Oriente (UBA)
[1] Khalidi, Rashid: Preliminary historical Observations on the arab revolutions of 2011, en http://www.jadaliyya.com/pages/index/970/preliminary-historical-observations-on-the-arab-re
[2]Ájami, Fuad (1995): Los árabes en el mundo moderno, Fondo de Cultura Económica, México
[3] Martín Muñoz, Gema (1999): El Estado Árabe, Bellaterra, Barcelona
[4] Esto es, los movimientos políticos que utilizan en su discurso de legitimidad o crítica, así como para convocar a la movilización o justificar sus propuestas, el lenguaje del islam.