Un hombre mayor, vestido de traje y sombrero, responde con firmeza: -Porque eres periodista-. -Pero yo escribo sobre cultura, replica el primero. -¿No es esto cultura acaso?-, retruca el otro. El invisible conductor detiene el auto y el periodista baja, ratificando en el mismo acto su decisión de no hacerlo. El viejo toma la carta y lo detiene en la vereda: -No hagas tanto escándalo; son niños-. -Exacto-, responde el periodista, -¿qué puedo decirles?-. El viejo le asegura que es el indicado: sabe contar historias.
Finalmente, el periodista acepta resignado. Luego entra velozmente en un moderno edificio, sube algunos pisos en ascensor, ingresa en un departamento y cierra la puerta. La cámara, aún agitada queda en el pasillo, detenida frente a un letrero de bronce pegado a la puerta: “Emanuel Goldfarb”. Seguidamente, panea hasta descubrir una mezuzá en el marco de la puerta. El resto de la película transcurre dentro del departamento.
Cine de encierro. Un difícil ejercicio que los profesores de cine suelen encargar a sus estudiantes consiste en encerrarse en una habitación y, cámara fotográfica mediante, construir por lo menos cien encuadres distintos del mismo espacio. El director alemán Oliver Hirschbiegel ha realizado espléndidamente este revelador ejercicio en más de una película, aprovechando las sensaciones que las condiciones de encierro producen para contar una historia en la cual el confinamiento se ubica en el centro de la trama.
Hirschbiegel comenzó a llamar la atención con el film El experimento (2001), que para muchos constituye una película de culto (incluso para Hollywood, que este año estrenó una remake). En esa oportunidad, el director alemán llevó a la pantalla una historia inspirada en un experimento realizado en la Universidad de Standford en 1971: un grupo de veinte hombres “comunes” son contratados para representar indistintamente el papel de guardias o reclusos en un laboratorio psicológico que emula una cárcel. Un año después, estrenó Mein letzter film (sin distribución comercial en Argentina), en la que una mujer de unos cincuenta años reflexiona en voz alta sobre su vida mientras empaca una maleta. Finalmente, su reconocimiento se tradujo en nominaciones y premios en 2004 con La caída, donde el inolvidable Bruno Ganz encarna a un Adolf Hitler al borde del colapso, refugiado en su búnker durante los últimos días de la guerra, bajo una Berlín que también se derrumba. Cárcel, casa, búnker: el punto en común es el lugar de encierro y el confinamiento de los protagonistas.
Un judío común y corriente, dirigida por Hirschbiegel en 2005 y sin estreno comercial en Argentina, no sólo coincide en estos detalles con sus anteriores obras: la película escrita por el guionista de televisión Atempan Charles Lewinsky muestra el soliloquio reflexivo de un hombre que, en la mitad de su vida, revisa su existencia judía exhibiendo las paradojas y contradicciones propias de una identidad siempre en estado de incertidumbre. Reflexión encerrada en un departamento que es hogar pero también oficina de trabajo y reservorio de la historia familiar. Reflexión que todo lo pregunta y repregunta y afortunadamente poco puede responder. Reflexión desencadenada ante la minúscula solicitud de un no judío; o mejor, desatada ante las miradas que Goldfarb, judío común y corriente, imagina en los ojos de los demás.
La carta del otro. La carta que Goldfarb leía en el auto y que el viejo le ha entregado en la vereda no lo tiene como destinatario; está dirigida a la Comunidad Judía de Hamburgo. El remitente es un tal Gebhardt, profesor de Ciencias Sociales que desea invitar a un representante de esa colectividad a su clase sobre judaísmo; alguien que pueda responder las preguntar de sus alumnos. Por eso ha escrito la carta.
Goldfarb piensa en voz alta mientras camina por el departamento: le responderá también en una carta. Se sienta entonces frente a su máquina de escribir electrónica y vuelve a revisar la carta del profesor. En la relectura, opina sobre la elección de las palabras y responde una a una sus oraciones. Así, poco a poco, comienza a tomar forma un diálogo imaginario entre Goldfarb y un interlocutor que no conoce. Soliloquio que habilita una primera conjetura acerca del periodista judío: es excesivamente susceptible al tema que lo convoca; la relación del judío con sus otros.
En efecto, la cuidada corrección política que exhibe la carta irrita profundamente a Goldfarb. La sensación de que está siendo llamado para participar en una exposición de museo donde reina el discurso vacío y repetido de la tolerancia, donde la expiación lo justifica todo, lo enfurece aún más. “Ser un judío común en Alemania es como ser un rinoceronte negro en África -arriesga Goldfarb-: una contradicción”. El periodista quiere sentirse una persona común, un judío alemán corriente. Sin embargo, la permanente solidaridad alemana para con la comunidad judía en pos de la construcción de un país tolerante lo hace sentir como un animal en extinción.
Desde esta posición, que no deja de ser una especulación sobre la mirada del otro, se propone entonces responder con su propia historia a esa carta recubierta de exagerada amabilidad. Responder haciendo manifiestas las incertidumbres del ser judío en la Alemania actual; responder a los discursos de la buena intención, de la compasión enfermiza y de la total aceptación, que por eso mismo generan dudas. En esta búsqueda de respuestas, comienza a transitar un camino de relaciones impensadas que lo conducen más y más profundo en su propio ser, hasta enfrentarlo de pronto a las preguntas por su propia identidad judía.
Las incertidumbres del rinoceronte negro. La búsqueda de la explicación fundamentada coloca a Goldfarb en una permanente disputa consigo mismo, debate monologado en el que afloran algunas de las más importantes discusiones contemporáneas sobre el judaísmo diaspórico, ya sea en Hamburgo o en Mendoza.
Por ejemplo, el periodista comienza asegurando que la dificultad de la pregunta por el ser judío en la Alemania actual carga en primer lugar con el insoportable peso de la historia. “No podemos olvidar; la historia es la enfermedad del judío: seguimos celebrando el éxodo de Egipto y lamentando la destrucción del Templo”, afirma sin vacilar. Y agrega inmediatamente, como contestándose: “Estábamos tan ocupados recordando que no llegamos a extinguirnos como el resto”.
De esta forma, el juego de los dos judíos discutiendo en su interior lo acompaña durante todo el soliloquio, encarnando en la pantalla las incertidumbres propias de la identidad judía, discutiendo sus temas esenciales. Primero la historia familiar, que trae de regreso los campos de exterminio, los países del exilio y la decisión de regresar para sentirse “en casa”. El segundo gran tema es la existencia de Dios y el lugar de la religión en el judaísmo: su camino al ateísmo, la imposibilidad de desprenderse de lo judío, su coqueteo con la ortodoxia frente a una pérdida de sentido que no se recupera perdiéndose uno mismo en un laberinto de reglas.
Siempre enmarcado en un relato biográfico y definiéndose en cada caso en relación con sus otros, Goldfarb repasa y problematiza también la culpa como base de su educación judía, los mundos incompatibles de un matrimonio mixto, su necesidad del brit milá para la transmisión de lo judío, el lugar del antisemitismo en la vida judía y su rechazo explícito a la demanda alemana de asumir una posición y responsabilizarse frente a las políticas de un Estado que, como una alcancía olvidada del KKL, parece comenzar a oxidarse.
Demás está decir que no existe desperdicio en las reflexiones presentes en la película de Hirschbiegel, menos cinematográfica que filosófica. Reflexiones sobre las ambigüedades, las paradojas y los absurdos de una existencia judía, secundadas todas por la frase justa o un humor esencial; reflexiones que de este modo no pueden sino producir más pensamiento y debate.
Al final, la risa. Hacia el final, Goldfarb confiesa que teme que ya no exista algo así como un judío común y corriente en Alemania: “Siempre seremos raros; como rinocerontes enjaulados con cercas de bienestar y solidaridad que les permiten olvidar que alguna vez les dispararon”. Su susceptibilidad frente a la mirada del otro no mengua y vuelve a sentirse sofocado, tanto por la asfixia del antisemita del pasado como por el abrazo del filosemita actual. Lo judío no se puede explicar en una hora de clase -piensa-, y las buenas intenciones pueden terminar generando el efecto contrario: el riesgo es la mercantilización de la memoria que, vía la repetición, lleva a ignorar la trascendencia de los hechos.
Sin embargo, esas buenas intenciones es lo que hay y la mirada de los otros quizá sea otra. Tal vez es esto lo que Goldfarb el judío alcanza a comprender en el amanecer que acompaña su punto final. Los rostros de esos otros lo observan en silencio. Por un instante, su mirada recuerda la de un rinoceronte en el zoológico. Y entonces, ríe.
Ficha:
Título original: Ein ganz gewöhnlicher Jude.
País: Alemania / Año: 2005 / Duración: 1 hora y 29 minutos.
Dirección: Oliver Hirschbiegel / Guión: Charles Lewinsky.
Intérpretes: Ben Becker (Emanuel Goldfarb), Samuel Finzi (Señor Gebhardt), Siegfried Kernen (el viejo judío).