Esa suposición es falsa. Israel no se debate en una opción entre ser judíó o democrático, sino más bien, en la elección entre dos tradiciones europeas: la de la Ilustración, con su énfasis en la universalidad de los derechos individuales y la división de poderes, o la del Romanticismo político, con su enfatización del vínculo entre una entidad llamada “la nación” y otra «la tierra».
La derecha israelí, en una medida cada vez mayor, tiende a sostener una posición según la cual Israel no debería aprobar el lenguaje de los derechos humanos individuales aceptado por todos en la política internacional, sino insistir en su derecho a ser un estado puramente étnico.
Debido a ello, sigue defendiendo el argumento de que los judíos tienen el inalienable derecho sobre ciertas parcelas de territorio, en particular, aquellas que se mencionan en la Biblia, la mayoría de las cuales se extienden sobre Judea y Samaria, y de que una patria judía no puede ser, al mismo tiempo, una patria para individuos de una etnia diferente.
En la actualidad, la derecha israelí ignora felizmente (o tal vez, y de una forma más preocupante aún, opta por ignorar) que, de hecho, no hace más que adoptar el lenguaje del nacionalismo romántico que se extendió por Europa en el siglo XIX y principios del XX. Alemanes, rusos y serbios utilizaron precisamente el mismo lenguaje para afirmar que sus derechos iban más allá de la soberanía política, que trascienden toda exigencia de un orden internacional.
El romanticismo político no tiene nada de “judío”; en cualquier caso, son los judíos quienes se cuentan entre sus más ilustres víctimas.
Después de dos guerras terribles en la primera mitad del siglo XX, Europa se dio cuenta del poder destructivo del lenguaje político romántico. Fue consciente de las devastadoras consecuencias que acarreaba la comprensión de la soberanía como expresión idealizada del vínculo que un grupo étnico tiene con su tierra. En lugar de eso, decidió hacer el esfuerzo para logar definir la soberanía en términos puramente jurídicos. Fue claro que la única alternativa viable era pensar en el estado como una entidad jurídica que otorga igualdad de derechos a todos sus ciudadanos, sin importar su procedencia étnica.
Por ello, el mundo libre tomó de muy mala manera las reclamaciones de Serbia acerca de que Kosovo había sido serbio en tiempos anteriores, de que había llegado el momento de reparar la injusticia cometida en la batalla de Kosovo en 1983 y de que Serbia debía reclamar su patria ancestral.
Con esto, parece inevitable preguntarse: ¿No constituye el derecho de los judíos a su patria ancestral el fundamento del Sionismo y la única justificación que los judíos tienen para su propio estado? ¿No es esa la razón por la cual la derecha israelí adopta el romanticismo político, la creencia de que ahí yace una profunda relación entre la tierra, la pertenencia a un pueblo y la soberanía? De lo contrario, según el mismo argumento, no tendríamos derecho a estar aquí.
Esa es una idea completamente equivocada. Uno de los mayores logros de la diplomacia sionista clásica fue el reconocimiento otorgado por la ONU para la creación de Israel en 1947. Las Naciones Unidas y, de hecho toda la comunidad internacional, entendieron que los judíos tienen la necesidad y el derecho de un Estado, al cual llaman su patria y en el que pueden cumplir cabalmente con su necesidad de autodeterminación nacional. Eso no se decidió considerando que los judíos habían vivido en la Palestina histórica dos milenios antes; lo que se tuvo en cuenta fueron las necesidades y los derechos del pueblo judío actual. Israel es un Estado reconocido internacionalmente, no sobre la base de la historia antigua, sino en razón del reconocimiento que goza como parte del orden político y jurídico internacional.
Frente a esto, la reacción de la derecha se expresa así: “¿No nos damos cuenta de que el mundo está deslegitimando la existencia de Israel? ¿Acaso no comprendemos que no podemos confiar en la legitimidad del orden internacional si Israel tiene que sobrevivir? Sólo nuestra defensa de Israel como un Estado étnicamente judío puede valer como plena justificación».
Otra vez, se trata de un argumento equivocado. La razón por la cual Israel se encuentra hoy tan aislada no se debe a que el mundo no reconozca su legitimidad. Se debe a que no acepta su continua ocupación de los territorios en Cisjordania sin conceder a los palestinos los derechos que la gran mayoría del mundo, y lógicamente el occidental, ha logrado dar por sentado para cada individuo.
La elección, por lo tanto, no es entre un Estado que sea verdaderamente judío y otro que sea verdaderamente democrático. La alternativa es entre el romanticismo político, con sus desastrosas consecuencias, y el mismo orden jurídico que les permitió a los judíos regresar como agentes activos a la comunidad internacional.
Paradójicamente, los que insisten con la idea de que Israel debe ser aún más judío, no se dan cuenta de que no hacen más que apoyar una concepción europea abandonada ya hace mucho tiempo en el mundo libre, y por buenas razones. Su afirmación por parte de la derecha israelí es lo que amenaza con darle a Israel la forma de un peligroso anacronismo.