Inmigrantes, conversos y la política de la identidad en Israel

Demarcar los límites de pertenencia a lo “israelí”, la relación entre la nación judía, la religión de Israel y la ciudadanía en el Estado hebreo, han constituido en algún momento temas esenciales de la agenda intelectual y política de todas las corrientes que pensaron el Sionismo e imaginaron una sociedad israelí.

Por Yoel Schvartz

Lo siguen constituyendo hoy, aunque muy atrás quedaron los días en que un David Ben Gurion se escribía con medio centenar de intelectuales del mundo para extraer de ese diálogo una definición sustantiva para el Estado de Israel.

Hoy el debate por la identidad se da en el plano de la definición de los límites, de las fronteras humanas del colectivo israelí,  la definición de la identidad se ha transformado en el tema en el que se encuentran las agendas (normalmente opuestas) del nacionalismo laico encarnado hoy en día por Israel Beiteinu y el canciller Liberman, por un lado, y la ortodoxia de SHAS por el otro. Ambos movimientos caminan juntos a profundizar una nueva definición colectiva de lo israelí, una definición que reemplaza el nacionalismo liberal del Sionismo herzliano por una concepción  exclusivista integral que avanza más allá incluso de las “murallas protectoras” que en su momento erigió la propia tradición judía.

Desde esta perspectiva no es casual que un partido laico como Israel Beiteinu coloque en su  agenda el polémico tema de la conversión al judaísmo, mientras que sea el ministro del Interior de SHAS el responsable de proteger la etnocracia israelí del flujo de inmigrantes de trabajo –no judíos- que amenazan integrarse a la sociedad israelí y que ya están, en la práctica, modificando su paisaje humano. Tómense un micro en la estación central de Tel Aviv y lo comprobarán.

Los conversos no son todos iguales

El diputado David Rotem de Israel Beiteinu  preside la comisión Jurídica y Constitucional de la Knesset. Desde ese rol propuso hace algunos meses lo que ya se conoce como la Ley de Conversiones o Ley Rotem. La ley en un principio buscaba diversificar el proceso de conversión al judaísmo en Israel, tema caro a los intereses de los votantes que migraron de la ex Unión Soviética a Israel y que constituyen una parte significativa del electorado del partido de Avigdor Liberman. Diversas presiones políticas de grupos afines a la coalición gobernante terminaron por modificarla hasta convertirla en su versión actual. La Ley Rotem establece, por primera vez en la legislación israelí, la supremacía del Rabinato Central como autoridad máxima para las conversiones. Asimismo, la ley establece una serie de limitaciones y pautas respecto a quién puede convertirse y quién, una vez convertido, puede acogerse a la Ley del Retorno y recibir la ciudadanía israelí. En ese sentido, establece por ejemplo que un individuo que vivió en Israel con una visa de trabajador y en el futuro deseare convertirse al judaísmo, estará impedido de acogerse a la ley del Retorno. De esta manera la Ley Rotem afecta significativamente los alcances y la efectividad de la Ley del Retorno. En primer término, al convertir al Rabinato en la autoridad máxima en materia de conversiones, desautoriza a cualquier otra autoridad (cómo por ejemplo, la Corte Suprema de Justicia). Siendo que en la práctica el Rabinato central viene pasando por un proceso de “jaredización”, esto significa en la práctica eternizar el control absoluto de la definición de “quién es judío” en manos de la ortodoxia no sionista. No es casual que las organizaciones judías liberales de la Diáspora y hasta el presidente de la Agencia Judía, Nathan Sharansky, aun siendo afín al gobierno Netaniahu, hayan puesto el grito en el cielo y logrado que se postergue la legislación hasta un nuevo y próximo debate.

Más aún. Si la ley del Retorno reconocía la incorporación al judaísmo por medio de la conversión como condición suficiente para la ciudadanía israelí, viene la ley Rotem y separa a los judíos por elección en categorías. Esto ya no depende, como en las discusiones de los años ochenta o las que conocemos en la AMIA, de “quién es rabino”, sino directamente de “quién es el converso”. Es decir, si se aprueba la ley Rotem, también un judío por elección convertido por un rabino ortodoxo puede tener negado su derecho al “retorno”. El diputado David Rotem propone una medida que separa en la práctica a la ley del Retorno de su anclaje en la tradición inclusiva de pertenencia al pueblo judío, y la reemplaza por  un sistema de depuración étnica y política destinado a coartar en forma definitiva las posibilidades de los “judíos por elección” de integrarse a la sociedad israelí.

Aparentemente, cuando se trata de defenderse de los bárbaros, todo vale…

¿Cómo se dice  “Inmigración” en hebreo?

Hace pocas semanas el ilustre politólogo Shlomo Avineri denostaba amargamente desde las páginas de Haaretz la ausencia de una política de Estado con relación a la inmigración a Israel.  Y en verdad, a falta de una política de inmigración el Estado de Israel tiene dos: una política de incentivo y puertas abiertas para el “olé”, el inmigrante judío que puede acogerse a la ley del Retorno, y una política informal, contradictoria y fluctuante, con relación al inmigrante de trabajo. Tan informal es esta segunda política, que hasta hace pocos años la palabra “inmigración” (haguirá) no formaba parte del vocabulario jurídico de Israel. Y tan contradictoria, que aún habiéndose legislado una “Ley de Inmigración” en los últimos años, que establece normativas, derechos y obligaciones, prácticamente todos los artículos de la Ley están supeditados a la aprobación del Ministro del Interior.

Esto en paralelo a un crecimiento sin precedentes en la población de inmigrantes de trabajo que llegan a Israel, atraídos desde países como Tailandia, China, Colombia y Venezuela por fuertes grupos económicos dentro de la sociedad israelí que mantienen con esa fuerza de trabajo la productividad de sectores enteros de la economía: construcción, ciertos tipos de agricultura, entre otros. Inmigrantes de trabajo que eligen residir en Israel, muchos de ellos en forma ilegal, pero constituyendo cada vez una parte insoslayable del paisaje humano de este país.

Este fenómeno ya lleva casi dos décadas  aconteciendo en Israel, desde principios de los noventa, y si bien hay que buscar su origen contingente en la necesidad de suplantar mano de obra palestina a raíz de los sucesos de la Primera Intifada, es probable que en una perspectiva sociológica más amplia deba inscribirse en las corrientes de migraciones de trabajo que acompañan el proceso de globalización económico y cuyos efectos y dilemas conmocionan hoy en especial al continente europeo.

Es significativo que Israel busque colocarse a la avanzada de las economías globales, y al mismo tiempo busca protegerse de la “liquidez” de las identidades y las fronteras que esas economías conllevan. ¿No es éste el significado profundo de que sea precisamente el ministro del Interior de un partido integrista como SHAS el encargado de establecer los límites de pertenecía a lo israelí?

Desde esta perspectiva, no debe llamar la atención la decisión, por ahora irrevocable, del ministro Ishay de espulsar del país a cuatrocientos niños, hijos de trabajadores extranjeros, niños que en su mayoría han nacido en Israel y se han integrado a su sistema escolar y hasta en algunos casos a los movimientos juveniles. Niños que carecen de status jurídico en este país, Esta decisión, que sin duda está dentro de las facultades legales del ministro, ha provocado una airada reacción por parte de intelectuales, artistas y políticos de las más diversas extracciones.

La iniciativa de Ishay no es sino un emergente más en un largo proceso de rearmado de la identidad israelí, proceso en cuyo entramado coinciden SHAS e Israel Beiteinu.

La misma lucha

Sin embargo, frente a esto, se evidencia como nunca la distancia entre la sociedad israelí y los judíos de la Diáspora. Mientras que los movimientos Masortí- Conservador y Reformista se pronunciaron ampliamente en contra de la Ley Rotem e influyeron sobre las organizaciones sionistas para que protestaran por el tema, la cuestión de las conversiones pasa prácticamente inadvertida para el grueso de la sociedad israelí.

A la inversa, mientras que la probable expulsión de cuatrocientos niños despierta una ola de protestas en Israel, las manifestaciones sobre el tema por parte de las organizaciones judías, de los rabinos liberales y de las instituciones sionistas han sido prácticamente ínfimas.

Creo que la formulación de una alternativa política a este modelo de nacionalidad israelí pasa por entender que ambas temáticas, junto con la instalación del tema de la “lealtad nacional” como precondición de la ciudadanía, recientemente enunciada por el gobierno Netaniahu, constituyen matices de un mismo proyecto, y que la profundización de una democracia igualitaria en Israel no será posible sin una respuesta holística a estos desafíos.