Fondo del Bicentenario

Los límites de la voluntad política

Por Por Gerardo Scherlis (×)

El conflicto desatado en torno al Fondo del Bicentenario pone en evidencia en su forma más cruda el fracaso de lo que el sociólogo Marcos Novaro definió como una política basada y sostenida en la pura voluntad. Más allá de las intenciones que orientaron la creación de este fondo, lo que se ha expuesto es la inviabilidad de un modo de conducción del aparato del Estado y de los asuntos públicos basado en la pura imposición de una voluntad política.

 

Características
En realidad, cuatro de las características centrales del actual modo de gobernar se hicieron presentes en el affaire del Fondo del Bicentenario.
Uno, las permanentes marchas y contramarchas que denotan ausencia de políticas coherentes y sostenidas (hasta ayer se tomaba crédito a tasas usurarias para no recurrir a los denostados mercados internacionales de crédito; hoy se decide garantizar por anticipado el pago a los acreedores para acceder a dichos mercados a tasas razonables).
Dos, la falta de cálculo con respecto al contexto político; es decir, la noción de que la propia voluntad alcanza para implementar una política (se ignora lo obvio: una oposición fortalecida no aceptará de brazos cruzados que el gobierno libere seis mil quinientos millones de dólares del presupuesto para usar a su discreción).
Tres, la falta de análisis riguroso en cuanto a las potenciales consecuencias de la implementación (se atribuye a un inexperto ministro de economía no haber advertido que tomar reservas del Central para el pago de deuda dejaba dichos recursos a disposición de los acreedores “buitres” para ser embargados).
Cuatro, la desaprensión total en cuanto a los procedimientos constitucionales (se recurre a un decreto de necesidad de urgencia para asuntos que claramente no revisten esas características, haciéndose además en período de receso parlamentario para evitar el control).

 

Distancia y limitaciones
Naturalmente, es fundamental que en el vértice de la estructura del Estado exista voluntad política. Sin embargo, la distancia entre los fines proclamados y los efectos obtenidos en una multiplicidad de medidas muestran las limitaciones que la voluntad tiene para la gestión diaria de los asuntos públicos y, lo que es más importante, para la realización de un programa de gobierno consistente. La diferencia entre la proclamación de una voluntad y el desarrollo de una política pública puede medirse en, por ejemplo, la distancia que separa la idea de recuperar una aerolínea de bandera para garantizar la comunicación de la población de la malhadada gestión de Mariano Recalde en Aerolíneas Argentinas, o la que media entre el objetivo de “defender el bolsillo de los argentinos” y los controles de precios comandados por Guillermo Moreno. En realidad, el kirchnerismo no ha hecho en esta materia más que acentuar una práctica usual de la política argentina. Tal como lo recordaba recientemente Oscar Oszlak, con el argumento de encarnar los intereses populares se justifica la concentración de la toma de decisiones en un grupo reducido de personas, el cual adopta medidas de enorme trascendencia sin un análisis fundado de las posibles consecuencias. Es habitual que estas decisiones, cruciales por sus potenciales efectos para la vida del país, respondan a la lucha política del momento y tengan como cálculo excluyente su posible saldo en términos de la disputa con aquellos a los que se percibe como enemigos.

 

Deterioro
Quizá por ello no debamos ver como una paradoja que entre los aspectos negativos de lo que será el legado de los años kirchneristas debamos contar la continuidad en el deterioro de las capacidades del Estado argentino. Tal como lo escribió recientemente el historiador Luis A. Romero, “cualquier política— más aún si se trata de políticas de largo plazo— requiere una herramienta de aplicación. El caso es que la gran herramienta, el Estado, está hoy hecho trizas”. En otros tiempos se proclamó abiertamente que achicar el Estado era agrandar la nación, o que nada de lo que pudiera ser privatizado quedaría en manos del Estado. Desde la asunción de Néstor Kirchner en 2003, en cambio, la recuperación del estado devino en uno de los grandes tópicos del discurso oficial. La retórica resultó atractiva, ya que cualquier programa de reforma social, por modesto que sea, debe tener como prioridad la reconstrucción de las capacidades del Estado para implementar políticas públicas en forma equitativa, transparente y eficiente.

 

Torpe e ineficiente
Pero esa recuperación no ha sido tal. Se ha agrandado el tamaño del Estado, pero éste no ha dejado de ser debilitado, rapiñado, utilizado para objetivos de corto plazo de política menor y para negocios de amigos del poder. Se consolidó así el modelo de lo que Roberto Gargarella y Rubén Lo Vuolo llaman de “estatismo para pocos”. Un Estado más grande, pero tanto o más torpe, corrupto, e ineficiente.
Se ha continuado con estándares similares de corrupción burocrática pero degradando algunas capacidades estatales antes existentes (cuyo ejemplo más conocido y extremo es el INDEC, pero no el único). Áreas enteras actúan fusionadas al partido de gobierno, mientras los organismos de control, fundamentales para garantizar que los dineros públicos tengan un uso lícito, presentan un estado lamentable. En el vértice de la estructura, se ha abusado de la improvisación con permanentes cambios de rumbo y ausencia de proyección de políticas de mediano y largo plazo. La imprevisión y la incompetencia estatal tienen altos costos para la población y así la insospechada voluntad de reducir la pobreza y redistribuir la riqueza también termina en fracaso; tras seis años de altas tasas de crecimiento, las cifras (y las realidades) sociales son tanto o más escandalosas que las de fines de la década de 1990.
El fracaso de la pura voluntad acompañada de imprevisión y torpeza en el diseño e implementación de políticas confirman la necesidad de pensar en formas más democráticas y consistentes de conducir los asuntos públicos.

 

(×) El autor es Doctor en Ciencia Política (Universidad de Leiden, Holanda), Investigador del Conicet y Profesor de Teoría del Estado (Facultad de Derecho, UBA).