Los judíos argentinos vivimos (sufrimos) los mismos cambios de percepción y comportamiento que el resto de la población. Suponer que encerrados en guetos materiales o espirituales y vestidos de otra forma podríamos aislarnos del contexto y la época, es pura ilusión. Desde la dictadura militar y, más acá, la década infame menemista con su neoliberalismo salvaje, las modificaciones de comportamientos, marcos normativos y redes sociales han transformado las relaciones de la colectividad hacia fuera y hacia adentro.
En uno de estos aspectos, el institucional, el corte ha sido brutal. Prácticamente ha desaparecido el sentido de pertenencia que cimentaba la cohesión de la antigua kehilá —comunidad—, así como su deseo de continuidad, su mística, su búsqueda de transmisión, toda aquella herencia que construyeron pacientemente las organizaciones del primer siglo de vida en la Argentina.
Hoy, esas organizaciones —que del proyecto original sólo conservan el nombre, como “marca publicitaria” que conviene conservar— se han convertido en sociedades contractuales, cuyo “éxito” es paralelo al de una empresa comercial: ganancias, pérdidas, inversiones redituables, abandono de “gastos improductivos” como educación o cultura, exhibición mediática, búsqueda de beneficios simbólicos o materiales. Desaparecida la influencia de “activistas voluntarios”, hoy los directores ejecutivos manejan a su personal entender cada club, fundación o centro comunitario, con criterios más cercanos al individualismo hedonista de esta época que a las tradiciones judías. Empresitas donde se pueden hacer buenos negocios, digamos, con la cobertura de aquello que fue y ya no existe.
La relación tangencial entre historia y actualidad se ha transformado en una asíntota, figura geométrica referida a una línea recta que se acerca indefinidamente a una curva, pero sin encontrarla nunca. Hasta que da la vuelta y comienza a alejarse.
Vivimos una época confusa. Un antiguo compañero del Movimiento (Hashomer Hatzair-Juventud Anilevich) me decía que, aunque suene a viejo reaccionario, él cree que nuestra generación de los ’60 era más confiable que los actuales militantes. Coincidía con el recientemente desaparecido Andrés Cascioli —genial dibujante y valiente opositor a la dictadura militar a través de sus revistas, en especial “Humor Registrado”—, con quien nos encontramos hace unos meses (en un acto de homenaje al semanario “Nueva Presencia” por preservar la dignidad judía durante esos años terribles) que en aquellos años uno arriesgaba la vida pero, por lo menos, era más fácil “confiar en los que jugaban para tu equipo”.
Hoy todo se ha mezclado, “se’gual” como diría Minguito Tinguitella. El francés Sarkozy llama como ministros de su gabinete de derecha a las más prestigiosas figuras socialistas y éstas aceptan. El presidente de Honduras —proveniente de la más selecta y derechista cúpula empresarial-financiera de su país— se conmueve con la miseria de su pueblo y, cuando intenta un tímido cambio, es echado por un golpe militar, rápidamente apoyado por su pequeña colectividad judía (sic). Un rabino que se decía “progresista” se atreve a enarbolar en Buenos Aires una consigna mussoliniana como la de cambiar la letra del Himno Nacional (“dame tu libertad y yo te daré seguridad”) y sus seguidores aplauden alegremente. Ya no hay “izquierda” ni “derecha” y la Biblia posa junto al calefón, como en la metáfora discepoliana.
Si a ello unimos el carácter monopólico de los medios de comunicación (que, según el cientista social Emir Sader, hoy tienen más influencia que el poder militar o el económico), entender lo que sucede con una mirada algo más estratégica es casi imposible. Intentaremos una aproximación, limitada al contenido (y la forma que lo expresa) de la institución central de la comunidad judía argentina.
La estructura kehilatí
A partir de los primeros años de su llegada al país, se produce la implantación de lo que los sociólogos llaman “Comunidad Judía Aluvional”, de origen inmigratorio. De manera imperfecta y con improvisaciones, pruebas y errores, los recién llegados se organizan en barrios específicos y con ayuda mutua, se distinguen por sus pueblos de origen, resuelven sobre la marcha alternativas religiosas y de convivencia, comprenden que, agrupados, pueden peticionar ante las autoridades y recibir a los hermanos que siguen llegando. Hacerlos vivir mejor y, casi enseguida, poder enterrarlos de acuerdo al rito judaico, entonces desconocido en estas latitudes.
Esto corresponde, en el almanaque, al primer medio siglo de existencia de la colectividad judía en la Argentina (1889-1940), que se continuará con la “Comunidad Judía Organizada”.
La pionera “Jevrá Kadushá” o “Piadosa Compañía”, dedicada a organizar ritos funerarios, evoluciona hacia la idea de kehilá (comunidad) que trajeron consigo los inmigrantes europeos. Hoy hay que elegir un rabino para evacuar consultas rituales o teológicas, mañana pagar un maestro que enseñe en las colonias judías, luego garantizar un lugar de reposo y vivienda para ancianos desprotegidos o niños huérfanos, o fundar un hospital que atienda a los recién llegados en su propio idioma.
En pocos años —y en coincidencia casi simétrica con el señalado fin de la Segunda Guerra Mundial—, la asociación comunitaria central (AMIA) y las entidades sociodeportivas, imponen —símil Europa— un orden social que garantice su vida cotidiana como judíos y apunte a la continuidad del grupo. Como sucede en la novela policial “deductiva”, el mal está afuera (llámese antisemitismo o asimilación) y, al combatirlo —con educación, cultura, observancia religiosa y cooperación— se logra imponer, otra vez, ese “orden” interno que fuera alterado por factores exógenos.
Esta organización comunitaria modifica sus parámetros con el pasar de las décadas, hasta convertirse a finales del siglo pasado en la “Comunidad Judía (pos)Moderna”, donde desajustes y alteraciones se trasladan al interior de la misma y, a lo sumo, sólo pueden ser descritas. Por un lado, hijos y nietos de los fundadores ya no tienen tiempo, vocación o preparación para el despliegue técnico y financiero que han ido adquiriendo las instituciones. Por el otro, la complejidad de nuevos desafíos exige contratar funcionarios rentados, con adecuada formación profesional, para optimizar la cada vez mayor cantidad de áreas de labor, distintas y a veces poco comunicadas.
Gradualmente, funcionarios desplazan a activistas, más preocupados por aspiraciones políticas, complejidades de alianzas y enfrentamiento de fuerzas, creciente vocación —paralela al mundo en que se vive— de gran exposición pública y mediática.
Una O.N.G. silenciosa y dominante
El clivaje decisivo de “pasaje” se produjo durante la presidencia de AMIA ejercida por Abraham Kaúl (2002-2005), proveniente de las nuevas generaciones del partido Avodá, que manejó los destinos de la institución desde su creación formal, a mediados del siglo XX. El recambio que significó la llegada de dirigentes más jóvenes estuvo acompañado por audaces iniciativas, que contribuyeron a sepultar un modelo algo esclerosado y tratar de adecuarlo a la era globalizada. Entre las más importantes —además del saneamiento financiero y el acceso de jóvenes funcionarios con sentido profesional— estuvieron, a mi juicio, la de reivindicar una política de derechos humanos, homenajear a los desaparecidos judíos durante la dictadura militar e insertar a la comunidad en la sociedad argentina, en concordancia con la llegada del gobierno kirchnerista y sus postulados.
Como, además, el nuevo presidente poseía una fuerte vocación de protagonismo público, designó un Director Ejecutivo de la AMIA —no por primera vez (ya había ocurrido a fines de los años ’80) pero sí con atribuciones jamás entregadas a un burócrata administrativo—, para poder así dedicar la mayor parte de su propio tiempo a la acción hacia el exterior, con permanentes apariciones televisivas, periodísticas y radiales, que instalaron a la AMIA como fuente de referencia nacional.
Más allá de lo oportuno de estas medidas, en general exitosas, se produjo un quiebre esencial —seguramente de manera inconsciente— hacia el futuro. Kaúl no tomó en cuenta que su mandato sólo se extendía por tres años, según los estatutos (que intentó modificar sin éxito) y, a su partida, prácticamente, entregó la institución en manos de un gerente que, más allá de su discutible formación judía, dirigió el rumbo en adelante como un verdadero patrón de la línea a seguir.
Las Comisiones Directivas que lo sucedieron quedaron como rehenes del aparato: encerradas en mecanismos que ignoraban, datos de gran complejidad técnica (decenas, hasta cientos de proyectos nacionales e internacionales) y, en especial, obligados a negociar con otras fuerzas políticas, ello requería tener las espaldas cuidadas: sueldos pagados en fecha, fondos distribuidos según cálculos técnicos, proyectos obligados a pasar el cedazo de quienes conocían bien el manejo de una enorme institución.
La relación es desigual: el funcionario permanece 10, 20 ó 30 años en su lugar. Los directivos asumen por tres años, sin posibilidad de reelección, y un tercio de su mandato se les va en entender de qué va la cuestión. Y así estamos.
De manera silenciosa, la antigua kehilá se fue convirtiendo en una O.N.G. (Organización No Gubernamental) inespecífica, a semejanza de otras existentes en el mundo. Un empleado de discutible formación puede decidir si el contenido cultural y educativo que le diera origen languidece, destiñe, se confunde con otras apetencias y necesidades, sin una mirada judía sistemática que permita enfrentar nuevos desafíos conceptuales. Los directivos se ven desbordados por procesos que apenas comprenden y se limitan a acompañar. Cuando quieren darse cuenta, ya han perdido el control a manos de maquinarias burocráticas que permanecen, siempre.
De yuppies a religiosos
Una mirada diacrónica permite iluminar procesos que parecen incomprensibles, analizados uno a uno. Por ejemplo: desde hace unos tres años, la AMIA se ha embarcado en un delirante (por llamarlo de alguna manera) emprendimiento para obtener un premio de Organizaciones No Gubernamentales, corriendo atrás del cumplimiento de la norma internacional ISO-9001 de servicios comunitarios. La iniciativa es “vendida” por el Director a las autoridades políticas —que “compran” la idea, quizá seducidos por términos técnicos que admiran sin entender del todo— y el aparato se pone en movimiento.
Algunas acciones adoptadas (sólo algunas, para no cansar al lector) incluyen cortar presupuestos de educación y cultura según las recetas del “ajuste” (a despecho de discursos sobre continuidad en los que nadie cree) y dedicar ingentes fondos a este nuevo objetivo “central”. Se contrata una buena cantidad de “técnicos” y las acciones van desde realizar miles de encuestas mensuales (que deben ser clasificadas y enlatadas) hasta aplicar “recursos humanos”(1) para reorganizar a los casi 300 empleados de acuerdo a autoevaluaciones y supuesta “participación” de éstos en reuniones de “devolución”.(2) Siguiendo los manuales traducidos del inglés —no hay, felizmente, versión local de estas supercherías— los socios de AMIA que pagan los enormes sueldos de estos funcionarios pasan a ser “beneficiarios” (¿”beneficiarios” de qué?) y los asistentes a actos culturales o servicios comunitarios como sepelios pasan a denominarse “clientes” (¿clientes?).
Se comentaba que todo esto estaba al servicio del futuro laboral (externo a la comunidad) de quien lo organizó, por lo que manifesté mi desazón a algunos activistas. “No te preocupes”, me dijo uno de ellos. “Tenemos en la Comisión Directiva a un hombre inteligente y sagaz, que pondrá freno a este absurdo”. Cuando, dos semanas después, pude ver a esta “esperanza blanca” defendiendo sin sonrojarse el proyecto por televisión (e incluso mostrándose orgulloso del mismo), comprendí que todo estaba perdido. Por supuesto, toda la inversión no sirvió para nada y la AMIA no obtuvo ningún premio. Pero a no preocuparse. Los valerosos combatientes ya volverán por otro camino inesperado.
Opuesta y simétrica a la idea original de la kehilá (comunidad), una visión individualista entronizada desde fines del siglo pasado llevó a que cada integrante de la comunidad definiera “a su gusto” el tipo de adhesión al judaísmo que estaba dispuesto a adoptar para sí mismo. Esta dispersión de valores coincide, en el tiempo, con la decadencia que tuvo la influencia de los movimientos ideológicos sionistas en la estructura comunitaria y con el derrumbe de la clase media judía —sobre todo en la “década infame” (1989-1999)— y el surgimiento de una polarización entre pequeños grupos muy adinerados y una extensa categoría de pobreza que llegó a afectar a casi la mitad de la colectividad. A ello se sumaron cambios en la dirigencia y el acceso a situaciones de poder de ejecutivos bien remunerados, para llegar a esta “AMIA virtual”, cuyo discurso optimista y autocomplaciente no tiene nada que ver con la realidad.
¿Alcanza, para garantizar la continuidad futura del judaísmo, concentrarse en acción social, observancia religiosa, servicio de empleo y fuerte exposición pública, cuando lo esencial de la transmisión —cultura y educación, recreadas en cada época— es dejado de lado, de manera análoga a las políticas neoliberales que hemos sufrido en el país?
A la absolutamente mayoritaria comunidad pluralista le siguieron, en estas décadas, las variantes tecnocráticas y religiosas. La militancia voluntaria fue decreciendo, los valores se subvierten allí donde se originaron —por ejemplo, el final de las en su momento trascendentes cooperativas de crédito— y se asiste, algo descorazonado, al derrumbe de esta concepción tradicional y a la emergencia de otros códigos.
Ahora, esta sociedad de “yuppies” provoca, por su extremismo y violencia, una reacción análoga del otro extremo de la ecuación, a través de formas —también agresivas— que proponen volver al pasado y fundar un visión ultrarreligiosa y cerrada del universo. Poseen una disciplina admirable —se dice que afiliaron a la AMIA 1.200 adherentes un año antes de la última elección y controlaron puntillosamente su presencia el día del comicio— y navegan con viento a favor entre desprolijidades y soberbias de algunos opositores y divisiones personalistas del resto de las listas. En un domingo de sol que llevó al country de fin de semana a buen número de asociados que no votaron, los religiosos ortodoxos triunfaron en las elecciones de abril de 2008 y se hicieron conductores de la kehilá, por primera vez en la historia judía argentina.
La imaginación del lector y algunos hechos concretos ya registrados dan acabada cuenta del modelo de institución que este sector tiene en mente y procurará llevar a la práctica, ceñidos a su visión de la historia y el presente judíos organizados alrededor de la pertenencia religiosa y los “judíos genuinos”.
Las dos (o tres) Comunidades que vienen
Hoy es posible imaginar la existencia de dos (quizá tres) posibles estructuras de organizaciones comunitarias centrales para los años que vendrán (si la ONG-AMIA lo permite).
La primera es rígidamente confesional, con la religión y la Torá como eje de su accionar y exclusiones absolutas para quienes no cumplan las preceptivas halájicas de definición judía: matrilinealidad sanguínea(3) o conversión ortodoxa aceptada por esa rama religiosa. Acá no se permitirán librepensadores ni discusiones sobre cómo enterrar a parejas “no puras” de judíos reconocidos y la teocracia resultante aglutinará, sin duda, a los seguidores de ese pensamiento ortodoxo.
La segunda concentrará al grueso de la comunidad no observante o, por lo menos, pluralista, que centrará su accionar en la continuidad de la comunidad realmente existente, no de una ideal y congelada en el pasado. Para ello, sería necesario conseguir acuerdos mínimos entre los grupos laicos y moderados, unificados quizá por la decisión de recuperar la esencia pluralista de una colectividad con un porcentaje de matrimonios mixtos que llega al 50% de sus integrantes y compromete a futuro a sus hijos.
Una variante no descartable es la posibilidad de un tercer modelo: aquel que explicaría la insólita actitud de la lista del judaísmo reformista, aliado natural de las fuerzas de centroizquierda —por llamarlas de alguna manera— y que, luego de las últimas elecciones, entregaron sus votos a la ortodoxia para que pudiera dominar totalmente la Comisión Directiva de AMIA del período 2008-2011. Por los pasillos circula una versión —que me limito a transcribir, ya que no hay manera de constatarla— sobre una jugada maquiavélica: apostar al quiebre de la institución central, cuando parte importante de los socios decidan no seguir afiliados a un fundamentalismo que impide enterrar a las parejas de matrimonios mixtos en los cementerios judíos y pretende intervenir en todos los aspectos de la vida cotidiana: educación, alimentación, rituales, observancias, feriados, religión de los empleados y sus parejas, circuncisión de los hijos.
Llegado ese momento, la “AMIA paralela” (Fundación Judaica) que se viene organizando desde hace años —y hoy abarca multitud de sinagogas, centros sociodeportivos, kehilot del interior del país, ciclos culturales, escuelas de madrijim y todas las otras actividades de un centro comunitario, además de un fuerte respaldo económico— podrá recibir a estos desencantados y constituirse, a futuro, en una importante representación de la comunidad.
Tal vez convendría no considerar esta posible división como una tragedia, sino el resultado de una necesidad que ha sido implementada con éxito en países como Estados Unidos, donde su enorme población judía posee centros comunitarios con diversidad religiosa y política, que atienden necesidades específicas de sus asociados, pero pueden reunirse en ocasiones de emergencia o centrales para la continuidad judía. Es un buen punto para reflexionar a futuro.
A ciento veinte años de su llegada al país, esta colectividad ha ido cambiando, definiendo sus perfiles, mutando de su composición original a diversas y a veces enfrentadas clases sociales y políticas. Más allá del origen, la dispersión —al parecer, inevitable— de pertenencias y pareceres ha generado una cantidad de grupos diversos y hasta enfrentados. No es lo ideal, claro, en una situación de avance del antisemitismo mundial y de complejidades varias en el mundo de hoy. Pero es lo que hay en la realidad. Que es la única verdad, como decía un político importante del siglo pasado.
(1) En otra oportunidad me extenderé sobre esta cuestión de los “recursos humanos”, que aparece más cercana al grotesco que a una evaluación real de las capacidades y maneras de estimulación del personal.
(2) No resisto la tentación de citar sólo un ejemplo: las “autoevaluaciones” incluyen subtítulos como “capacidad de escuchar al beneficiario”, “poder de síntesis para convencer al cliente” y otras paparruchadas (y es prudente completarlas de acuerdo a lo que cada jefe de sección espera…). Jamás se intercaló, durante dos años, una mínima pregunta de control sobre la capacidad real de cada funcionario para la tarea que desempeñaba. Yo lo entiendo: la respuesta hubiera sido corrosiva.
(3) En realidad, no muchos saben que esta condición no figura explícitamente en la Torá, sino que fue agregada siglos después. La descendencia bíblica es patrilineal —como observa quien lee los textos primigenios— y se cambió a matrilineal por interpretaciones rabínicas posteriores. Hoy, es casi una antigualla: el descubrimiento de la prueba de ADN permite saber, sin lugar a duda, si ese padre judío es efectivamente el progenitor de su hijo biológico.