Tal como es práctica habitual en las democracias débilmente institucionalizadas, el oficialismo buscó aquí modificar ciertas reglas electorales en línea con lo que, estima, será su conveniencia. Como es también usual en nuestro país, esta reforma de las normas electorales no resultó de acuerdos que permitieran fijar las reglas de la competencia democrática para el largo plazo. En consecuencia, no cabe esperar que esta reforma sea más sustentable ni perdurable que otras muchas sancionadas en tiempos recientes y nadie se sorprenderá de su derogación o reemplazo en el futuro cercano.
Mientras tanto, la ley aprobada modifica múltiples aspectos del proceso electoral. Su núcleo central consiste en la incorporación del régimen de internas abiertas, simultáneas y obligatorias para elegir candidatos. El nuevo mecanismo apunta a resolver los conflictos de liderazgo del PJ de cara a la próxima elección presidencial (tal parece haber sido la verdadera razón de su inclusión) y a reducir el número de partidos (ya que se exige que al menos un 1,5% de votantes participen de la interna de un partido para que éste pueda presentarse en la elección general), más que al declamado fin de fortalecer y democratizar a las organizaciones partidarias.
Un aspecto que acaso podría considerarse positivo de la nueva ley es la prohibición de comprar espacios para publicidad política en los medios audiovisuales. En línea con reformas similares implementadas en varios países latinoamericanos, se establece que todos los partidos tendrán acceso únicamente gratuito a esos medios a partir de la distribución que haga el propio Estado. Sin dudas, el uso del dinero en la política constituye una cuestión central de las democracias modernas y particularmente de las campañas electorales. De modo que la administración equitativa del acceso a los medios podría, en efecto, contribuir al logro de mayor equidad en la competencia.
Sin embargo, esta medida positiva queda opacada por las casi inexistentes limitaciones al uso de los recursos estatales en favor de los partidos gobernantes, antes, durante, y después de las campañas electorales. Esto incluye el uso discrecional de la publicidad oficial, que en términos de dinero supera holgadamente en Argentina el total de lo que los partidos gastan en comprar publicidad electoral. Las oposiciones son así las perjudicadas frente a los partidos de gobierno.
Finalmente, cabe remarcar que más allá de lo extenso de su articulado, la ley aprobada no implica una reforma política sino simplemente la modificación de aspectos vinculados a los procesos electorales. Cualquier intento mínimamente serio por reformar lo más vetusto de la política argentina debería comenzar por atacar la práctica tácitamente consentida por todos los actores partidarios según la cual cada partido está facultado a colonizar los espacios del Estado (nacional, provincial o municipal) que logra conquistar y a hacer un uso discrecional de los recursos asociados a esos espacios institucionales. Esto ha llevado a que los partidos tradicionales (y otros que no lo son tanto) reproduzcan sus estructuras a cambio de gestionar un Estado bobo, apto sólo para la rapiña de ellos mismos y de distintas corporaciones de diversa índole.
La administración de este Estado funciona así más en la lógica de las internas de aparato y de los intercambios que hacen con las corporaciones que en la provisión de bienes públicos. En otras palabras, el problema de los partidos que sustentan su organización en la apropiación de los recursos estatales es la otra cara del problema de un Estado débil y corrupto, incapaz de tratar a sus ciudadanos como iguales y de garantizar los bienes y servicios fundamentales. Es preciso a esta altura reforzar el consenso, ya existente entre algunos sectores políticos y académicos, sobre el hecho de que cualquier programa mínimo de reforma social debe tener como prioridad la reconstrucción de ese Estado que, más allá de la retórica oficial, no ha dejado de ser debilitado y objeto de rapiña en los últimos años.
En consecuencia, modificar el funcionamiento de los partidos y garantizar la equidad en la competencia exige hoy regular su relación con el estado, mientras que fortalecer el estado exige, entre otras cosas, modificar el vínculo que éste tiene con los partidos políticos. En definitiva, el problema de la crisis de la representación política en Argentina reside menos en las reglas del proceso electoral que en el modo en el que los partidos se desempeñan en la gestión de los asuntos públicos. Pero ese es ya tema para otra nota.
*Doctor en Ciencia Política (Universidad de Leiden) / Investigador del Conicet / Profesor de Teoría del Estado, Fac. Derecho, UBA