Obra israelí sobre familia palestina

La otra cara de la guerra

TITULO: “MASKED”. AUTOR: Ilan Hatsor. TRADUCCION: Roxana Cervini y Romina Moretto. INTERPRETES: Andrés Hirsuta, Héctor Segura y Alok Tewari (USA). ESCENOGRAFIA Y VESTUARIO: Gabriela A. Fernández. ILUMINACION: Adriana Antonutti. DIRECCION: Lorenzo Quinteros. SALA: Teatro del Nudo, Av. Corrientes 1551.

Por Ricardo Feierstein

El israelí Ilan Hatsor tenía 18 años en 1990, y comenzaba sus estudios de teatro en Tel Aviv cuando concibió esta obra. Poco antes había estallado la primera Intifada (1987-1993), un levantamiento de los habitantes de Cisjordania y la Franja de Gaza contra los israelíes, motorizado por organizaciones armadas palestinas. “Yo sentí”, declara el autor, “que muy cerca de nuestros hogares estaban ocurriendo dramas tremendos, que implicaban dilemas y decisiones relativos a la vida y la muerte, y necesitaba escribir sobre ello”. Eligió, entonces, contar la historia desde una arquetípica familia palestina que metaforiza las horrendas consecuencias de una guerra inacabable sobre las relaciones entre los implicados en zona de conflicto, porque su idea del “teatro político” no necesita detenerse en ideologías, “sino en los seres humanos que están enfrentados a causa de éstas…”.

Obra de cámara, con tres hermanos que debaten alrededor de cuestiones fraternales y políticas, la medida equivalencia de argumentos que presenta permite “visiones alternativas”: nadie sale bien parado, nadie es culpable de todo. No es apta para extremistas, ya que lo bueno y lo malo se reparten de manera que, si bien se habla de lo insoportable que resulta la ocupación israelí para el habitante común de las zonas palestinas, la desintegración familiar consiguiente puede reforzar las conocidas palabras de Golda Meir: “La paz entre árabes e israelíes llegará cuando ellos amen a sus hijos más de lo que nos odian a nosotros…”.

“Masked” ha sido representada en más de cien ciudades del mundo y ahora llega a Buenos Aires, para una breve temporada. En la trama, tres hermanos palestinos integran una parentela desvastada por diferencias  políticas: Naim, el del medio, integrante de una organización armada, se esconde en las montañas y baja a la ciudad por razones que se irán develando en el transcurso de la obra. El menor, Khalid, atiende el pequeño comercio familiar -una carnicería- con el que sostiene al resto de los integrantes del clan (no resulta casual la simbólica escenografía resultante: paredes y ropas con manchas de sangre, afilados cuchillos colgados a la vista, cuerpos de animales desgajados sobre el mostrador). Acaba de ingresar a las filas del mismo movimiento de Naim, pero ama por igual a sus dos hermanos. El mayor es Daoud, que trabaja en una ciudad israelí y debe preocuparse por las necesidades de su esposa e hijo pequeño: quizá por eso piensa de otra manera sobre ese conflicto inacabable.

La novela familiar que se construye contiene dos incógnitas: la primera es la responsabilidad por la tragedia de Nidal, el hermano menor, llevado irresponsablemente por Naim a una violenta manifestación palestina contra el ocupante, enarbolando una bandera. Las balas disparadas a las piernas de los que marchaban impactaron su pequeña altura y lo dejaron con vida vegetal. La segunda, motivo del encuentro fraternal, es la acusación del movimiento a Daoud de ser un informante del ejército israelí. Si ello se confirma, la muerte será inmediata. Naim le exige saber la verdad, antes de entregarlo o defenderlo ante sus camaradas.

El final es sorpresivo y no conviene revelarlo en estas líneas. Sí, en cambio, afirmar que pone el centro de su atención en la descomposición inevitable que es la otra cara de la guerra: su influencia sobre personas concretas, la violencia de afuera que engendra la de adentro y arrastra a una tragedia no por anunciada menos penosa.

La dirección de Lorenzo Quinteros resuelve con su habitual pericia el crescendo dramático y cambiante de esa relación de a tres que, en el fondo, es la de todo el pueblo palestino. Muy convincente resulta el trabajo de los intérpretes -medidos, precisos, incluyendo el castellano del actor norteamericano que no desentona en absoluto-, así como los desplazamientos escénicos en un escenario frontal que no ofrecía demasiadas posibilidades y, sin embargo, es bien aprovechado en todos sus sectores.

No puede dejar de mencionarse la autoría de esta experiencia. Sobre todo, después de otros dos acontecimientos -esta vez, cinematográficos- que demuestran la singular sensibilidad de un gran sector pacifista del pueblo israelí. “Los limoneros”, de Eran Riklin -que se estrena en Buenos Aires- trata de dos tragedias simultáneas a las que arrastra el enfrentamiento: la del ministro de Defensa judío, que construye su casa junto al muro de separación y debe enfrentar la disolución familiar y el “casi encierro” de su habitat; y la de su vecina, una mujer palestina que, desoyendo el llamado de su hijo que emigró a Estados Unidos, persiste en permanecer en esa tierra fronteriza heredada de sus antecesores, aunque su plantación de limoneros sea talada por razones de seguridad. Antes aún, en “Vals con Bashir”, de Ari Folman -candidato el año pasado al premio Oscar hollywoodense a la mejor película extranjera-, el guionista-director se remonta a su experiencia en el Líbano como soldado, en la invasión de 1982, para entender por qué perdió la memoria de esa época (masacre de Sabra y Chatila, cometida por cristianos libaneses pero que su regimiento quizá pudo haber evitado) y sólo tiene pesadillas en su reemplazo.

Sería deseable que, desde las filas palestinas, surgieran artistas con análoga mirada humanista sobre este conflicto interminable, que ya ha cobrado demasiadas vidas. Mientras dure la asimetría creativa, es bienvenido este aporte israelí para denunciar que el horror de la guerra -impuesto o fomentado- nunca es gratuito para quienes están inmersos en la pesadilla de los desencuentros.