El sistema representativo israelí tiene, en la confianza de los ciudadanos respecto de los cargos públicos, uno de los pilares más importantes de su funcionamiento. Tal confianza exige, para mantenerse sana, un esfuerzo muy especial de transparencia, de modo que toda gestión que se realiza de los intereses públicos encomendados, quede libre de toda sospecha.
Esta demanda, que ha estado siempre presente en el régimen democrático desde la fundación del Estado, se tornó mucho más exigente dados los constantes conflictos bélicos y los procesos económicos que llevaron a la rápida modernización de la sociedad.
Por otra parte, la intensa relación que existe entre los intereses públicos y los privados, a través de la inevitable intervención de la administración burocrática en cualquier intento de regulación de éstos últimos, obliga a delimitar más nítidamente los campos respectivos en los que unos y otros deben actuar, de manera que no se produzcan indeseables combinaciones, que conduzcan a la quiebra de una confianza imprescindible para que el sistema funcione.
De la compleja situación actual, salta a la vista que durante la corta historia de la Knesset, Parlamento israelí, muchos de los legisladores de los diferentes partidos políticos, no han sabido asimilar los principios y las normas que deben regir el comportamiento de ellos mismos y de todos aquellos que se dedican a la gestión de la acción pública.
Ese accionar obliga a una constante intervención de la Corte Suprema de Justicia, que en más de una oportunidad tuvo que anular leyes promulgadas por el Parlamento, afirmando que éstas contradecían los derechos básicos de la ciudadanía. Además, hace trabajar horas extras al Veedor General del Estado, cuyos preocupantes informes y advertencias sobre el pésimo funcionamiento de las instituciones públicas, son tomados en cuenta por los diputados sólo en escasas situaciones.
Esta arraigada norma de acción, condujo a que los parlamentarios se abstengan de regular diversos aspectos relacionados con el modo de proceder que debe seguirse en la gestión pública. De esta forma, a lo largo de casi sesenta años desde la independencia del Estado, y muy especialmente después de la Guerra de los Seis Días y la ocupación de los territorios, han ido formándose -en la Knesset y en los Comités de Acción de los principales partidos políticos- cuerpos normativos que, una vez evaluados, demostraron su ineptitud de proceder de forma transparente, su indiferencia ante la opinión pública y una total falta de interés y predisposición por tratar de modificar tales normas de conducta.
Cualquier ejemplo esporádico deja de serlo cuando se transforma en una norma general.
Así, Israel llega a una triste realidad donde, al parecer, todo está permitido. Ese es el ambiente donde un presidente puede ser acusado de violación, un ex ministro de justicia condenado por acoso sexual, varios ministros y diputados acuden diariamente a las oficinas de la policía; la misma que recientemente salió muy mal parada en un informe presentado por una Comisión Gubernamental que investigó su posible colaboración con ciertos personajes mafiosos. Una docena de intendentes municipales acusados o culpados de soborno y una lista interminable de funcionarios públicos -desde la Dirección General Impositiva hasta el Seguro Social- esperando su turno en Tribunales.
Israel está, actualmente, sumergido en una oscuridad institucional y en su más grave crisis de liderazgo de los últimos años. Corresponde a la Knesset, a los organismos académicos, a las organizaciones por los derechos humanos, a la prensa y a la opinión pública en general, debatirla y, en su caso, hacer todo lo que corresponda para enmendarla, teniendo en cuenta que sólo la transparencia y un estricto régimen de incompatibilidades, con las correspondientes sanciones, podrán evitar la mezcla de intereses públicos y privados, que con extremada frecuencia se da en la gestión de las acciones públicas.
Sólo así será posible devolver la confianza de los ciudadanos hacia sus gobernantes.
Louis Brandeis (1856-1941), eximio juez de la Suprema Corte de los Estados Unidos y uno de los principales precursores del sionismo en la comunidad judía norteamericana dijo, en uno de sus famosos veredictos, que la luz del sol es el mejor de los desinfectantes, y recomendó que las acciones institucionales «se lleven a cabo a la luz del sol».
Si la dirigencia israelí no decide poner proa al sol, seguirá estrellándose contra el pesado asteroide de la corrupción y pondrá en peligro la misma integridad del Estado democrático.