A 30 años del golpe de Estado en Chile

La muerte de Salvador Allende

Faltaban diez días para que la primavera llegara nuevamente en aquel 1973. Mientras que en Argentina se esperaba, ansiosamente, que Perón ganara las elecciones que se realizarían el 23 de septiembre, al otro lado de la cordillera, los aviones sobrevolaban la sede gubernamental -el Palacio de la Moneda- dispuestos a descargar sus bombas. La primavera no arribaría por muchos años a Chile. Un invierno de terror y muerte llegaría de la mano de asesinos como Pinochet, Leight, Merino y compañía.

Por Hugo Presman

Largamente se había preparado el derrocamiento de una experiencia socialista en libertad. Los camioneros, financiados por la oligarquía chilena conocida como los momios, la CIA, la embajada norteamericana y empresas como la ITT, habían sumido al país en el desabastecimiento.
Salvador Allende «el Chicho», el protagonista principal de una experiencia original, había entrado en ese edificio -símbolo del poder- luego de varias derrotas electorales habiendo alcanzado la victoria en las memorables elecciones del 4 de septiembre de 1970. Entre ese día triunfal y el arribo a La Moneda -el 3 de noviembre- se organizó desde Washington una excepcional ofensiva para impedir la asunción, que no vaciló en asesinar al general Schneider, en consonancia con la orden del Presidente Nixon, revelada por la comisión Church: «No hay que dejar ninguna piedra sin mover para obstruir la llegada de Allende».

“Pagaré con mi vida la lealtad del pueblo”

A pesar de las oscuras nubes de tormenta, Salvador Allende dijo el día de su arribo al gobierno: «Miles y miles de hombres sembraron su dolor y su esperanza en esta hora que al pueblo le pertenece. Esto que hoy germina es una larga jornada. Yo sólo tomo en mis manos la antorcha que encendieron los que antes que nosotros lucharon…».
El almanaque señala el 11 de septiembre de 1973. Han pasado mil días que revolucionaron la historia chilena, desde la nacionalización del cobre al vaso de leche para cada niño chileno. Desde La Moneda, el Presidente desafía a los golpistas: «Pagaré con mi vida la defensa de principios que son caros a esta patria.» Las bombas ya caen sobre el edificio gubernamental, produciendo daños e incendios. La voz de Allende se transmite por la única radio en su poder entre las bombas que caen y la nerviosidad de los colaboradores dispuestos a acompañar al Primer Mandatario en su decisión irrevocable.
Decía «Amigos míos. Esta es la última oportunidad en que me pueda dirigir a ustedes. La Fuerza Aérea ha bombardeado la torre de radio Portales y radio Corporación. Mis palabras no tienen amargura sino decepción… Ante estos hechos, sólo me cabe decir a los trabajadores ¡Yo no voy a renunciar¡ Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo. Y les digo que tengo la certeza que la semilla que entregaremos a la conciencia digna de miles y miles de chilenos, no podrá ser segada definitivamente. Tienen la fuerza. Podrán avasallarnos. Pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen… ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos».

“Se abrirán las nuevas alamedas”

Después de agradecer a los trabajadores, a las mujeres modestas, a los profesionales, a la juventud, a los campesinos, al intelectual y denunciar al imperialismo y a los sectores de privilegio «que hoy estará en sus casas esperando con mano ajena, reconquistar el poder para seguir defendiendo sus granjerías», concluye. «Trabajadores de mi patria: tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo, donde la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que mucho más temprano que tarde, de nuevo abrirán las grandes alamedas, por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor».
Salvador Allende muere con su ametralladora en la mano, fiel a sus convicciones y a su pueblo.
Treinta años después, la emocionada voz del “Chicho” Allende resurge en otras gargantas y otros brazos en la Plaza de la Constitución.
Treinta años después, la fuerza de su discurso póstumo se yergue sobre los Andes y señala al senil asesino, que hoy se orina en sus pantalones como antes lo hacía sobre el país al que sembró de campos de concentración, desaparecidos y muertos, cuando afirmaba «¡Viva Chile! ¡Viva el Pueblo¡ ¡Vivan los trabajadores¡ Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano. Tengo la certeza de que, por lo menos, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición».
Treinta años después, el monumento de Allende está ahí en La Moneda, y en el corazón agradecido de la mayoría de los chilenos.
En tres décadas, la historia se abrazó con la justicia.
Con retraso, con dolor, con sufrimiento, en América latina vuelve a resonar aquella histórica frase » la historia es nuestra y la escriben los pueblos».