Y así, el corazón incrimina a una ilustre personalidad. A la visión, a la sabiduría, al ejemplo. Y no sólo en la casa presidencial, sino que también en la sede del Gobierno.
El corazón condena; pero aquí no prevalece personalidad o imagen. Simplemente pequeños empresarios que intrigaron el camino a la grandeza. Campeones de lo nimio, campeones de nada; nada de visión, nada de ejemplo, nada de concepción del mundo, nada de augurios.
Sólo humillación al servicio del poder. Ora presionar, ora amenazar; por aquí seducir, por allá manosear; relaciones con personas dudosas, pedidos de clemencia, “una mano lava a la otra”. Por acá apaciguar pequeños conflictos, por allí tocar y pellizcar y desparramar mentiras; aprovechar, prometer o intercambiar favoritismos. Amenazar, desinformar, derramar lágrimas de cocodrilo, otorgar privilegios, babosear viendo pasar un escote, balbucear que todo es comunal, declarar únicamente slogans pasados de moda.
¡Dios bendito!, ni siquiera una historia de amor existe aquí, ni qué hablar de una gran pasión.
Y el ciudadano exige vociferar a los oídos del Presidente o a los ministros del Gobierno lo que otrora le dijo Samuel a Saúl: “¿Aunque eres pequeño ante tus propios ojos, no eres aún cabeza de las tribus de Israel? (Samuel I, Capítulo XV) ¿pero a quién van dirigidas estas palabras?
Y es en esta solemne oportunidad que cabe agregar un petitorio: No más presidentes de la política, no más del Parlamento ni del Gobierno, tampoco del Partido. Diríjanse a la cátedra, al laboratorio, al Palacio de Justicia, a la actividad social, a la educación, incluso hasta al ejército.
Basta de hierba mala; vayan a los viñedos, a los olivares, a la higuera.