Uno de los problemas más serios con que se enfrenta la investigación del ataque a la AMIA, es el de la judicialización de la prueba obtenida por vía de inteligencia.
En los Estados Unidos, lo resolvieron judicializando a través del FBI la información obtenida por la CIA.
En nuestro país no está resuelto legislativamente, ni existen agencias estatales parecidas, desde el punto de vista funcional.
En la mesa de solución amistosa que Memoria Activa lleva adelante con el Estado Argentino, este es uno de los puntos a resolver.
En el juicio oral, se obtuvo la declaración por teleconferencia del testigo protegido por el Gobierno Alemán, Abolghasem Mezbahi (conocido como ‘testigo C’) que colaboró con los alemanes en la resolución del caso MIKONOS. Este testigo fue traído a juicio por la inteligencia argentina, pero declaró respondiendo las preguntas de los tres jueces y de todas las partes y sus abogados. Este es un ejemplo válido de judicialización. Sin embargo el camino por recorrer es largo y todavía no se ha legislado al respecto eficazmente.
En atentados de carácter terrorista no se estila la presencia de un escribano público que labre un acta del estallido, y por lo general la prueba proviene de información de inteligencia nacional y extranjera, que debe incorporarse al juicio oral de manera creíble, con el debido contralor de las diferentes partes para, así, garantizar el derecho de defensa de los imputados y el derecho a la verdad con que deben contar las víctimas.
En la investigación del ataque a la AMIA el desprestigio que arrastra el Poder Judicial y los servicios de inteligencia que actuaron inicialmente, conspira contra la credibilidad de los aportes probatorios que fundamentan el dictamen de la fiscalía a cargo del doctor Alberto Nisman y los pedidos de indagatoria ordenados por el juez Canicoba Corral.
Pero si recordamos en qué se basaron las investigaciones del genocidio argentino, veremos que la prueba no fue muy diferente. Concretamente se basó en víctimas, disidentes y arrepentidos. Igual que en AMIA.