Un gobierno que montado sobre varios aciertos importantes usufructúa una situación internacional excepcionalmente favorable que presenta subliminalmente como generada por él, una oposición representante y heredera en su mayor parte de los años de plomo y del fracaso de las políticas neoliberales y un “progresismo” que no trasciende de la denuncia y que en su afán diferenciador, dado que el oficialismo le arrebató varias de sus banderas, termina coincidiendo con varios de los caballitos centrales del establishment (retenciones, criticas elementales a Chávez, coincidencias con los sectores ganaderos, confundir posiciones de autonomía con aislamiento, exageraciones ridículas como identificar rasgos de autoritarismo con el nazismo). Y una izquierda bullanguera, que en general, convierte sus deseos en presuntas realidades, engendrando un análisis de proximidad revolucionaria que la realidad se encarga una y otra vez en dispersar, aunque sus protagonistas con una tozudez digna de mejores destinos, no se den por enterados.
Vaciamiento político
El militante era la corporización de un idealista que desinteresadamente invertía su tiempo disponible en tratar de realizar la utopía de cambiar una sociedad injusta. En la década del sesenta y buena parte de la de los setenta, en lo más rescatable y valorable de ese período, el desprendimiento personal se alineaba en un proyecto colectivo, mientras los vientos de la historia alentaban la esperanza que cada uno la estaba protagonizando.
El cargo público, aún el representativo, concejal, intendente, diputado, senador, carecía de valor al lado de la figura del militante, que emblematizaba la idea, de una amplitud que podía ir de luchar por el retorno de Perón a la socialización de los medios de producción y la realización de la Patria Socialista.
Cuando el país volvió a un régimen regular de elecciones, ahora sin proscripciones, a partir del 30 de octubre de 1983, el país era otro, la sociedad había sufrido procesos extremadamente traumáticos y la representación política había cambiado sus valores centrales. La muerte de Perón precipitó la caída de un gobierno en franco retroceso como el de Isabel, que apaño las bandas paraestatales de la Triple A y para impedir el golpe que se avecinaba se aplicaron políticas económicas como el Rodrigazo, que significó un brutal y gigantesco intento de redistribución regresiva del ingreso. Pero aquella sociedad poseía una estructura de resistencia, en este caso sindical y de clase media politizada, que impidió en buena parte los efectos del gigantesco ajuste, mediante movilizaciones populares que arrojaron del país a López Rega y del gobierno a Celestino Rodrigo. Los sectores concentrados de la economía, los instigadores del golpe del 24 de marzo de 1976, no confiaban en un gobierno que a pesar de sus concesiones y distorsiones, había sancionado la Ley de Contrato de Trabajo o nacionalizado las estaciones de servicio. No fue la necesidad de derrotar a la guerrilla, prácticamente agonizante al concluir 1975, lo que indujo al golpe, sino la liquidación del modelo de sustitución de importaciones, el avasallamiento de las industrias y por consiguiente de los trabajadores, cuyos representantes gremiales de base junto a los sectores combativos de clase media fueron las principales víctimas del terrorismo de estado. El exterminio, el desmantelamiento de las estructuras de resistencia eran funcionales a la implementación de un modelo de economía abierta, de desindustrialización, de arrasamiento de los trabajadores y de precipitar sobre la sociedad el miedo de militar en política.
Durante la campaña electoral de 1983, al calor de unas expectativas que la realidad destruiría una a una, Alfonsín y un peronismo más que vegetariano, movilizarían las últimas grandes concentraciones populares.
Empezaron a aparecer los operadores como sustituto de los militantes. La idea que la política, más que un instrumento para cambiarle la vida a la gente, había que ponerla al servicio de los poderosos a cambio de lo cual quienes así procedían recibirían sustanciosas migajas del botín que facilitaban.
Los gobiernos surgidos desde 1983, con pocas excepciones, vinieron a cerrar el esquema económico implantado a sangre por la dictadura criminal. La hiperinflación fue el disciplinador social imprescindible para poder aplicar luego durante el menemismo el modelo de economía abierta con la llave maestra de la convertibilidad.
Tres décadas de irracionalidad dibujaron, por un lado islas de riqueza y por el otro un continente de pobreza La política se llenó de punteros que por un lado ayudan a paliar situaciones extremas y por otro necesitan de esas situaciones sobre las que asientan su importancia y poder.
El desprestigio de la política es consecuencia directa de lo ocurrido en estos últimos treinta año, de las obscenas mentiras, de realizar lo contrario de lo prometido, de ser usada para enriquecer a los poderosos y de empobrecer a los sectores medios y a los más humildes. La desocupación ignominiosa, como en su momento la hiperinflación, ayudaron al disciplinamiento social.
Cuando la política se vacía, se torna complicado despertar convocatorias entusiastas. Y ese empobrecimiento está en cada institución que convoca a elecciones, sea un sindicato, una agrupación empresaria, un club de fútbol o una institución representativa de algún sector comunitario.
Y junto con los punteros aparece la asociación con las barras bravas.
Barras Bravas
El sociólogo Pablo Alabarcés, posiblemente el que mejor ha estudiado a estas asociaciones ilícitas apañadas por las comisiones directivas de los clubes de fútbol que luego son rehenes y socios de las mismas ha escrito: “Cuarenta años: las barras bravas aparecieron en el firmamento en 1967, cuando un grupo de hinchas de Huracán asesinó a Héctor Souto, un hincha de Racing. Ese fue el primer momento en que las viejas “barras fuertes” fueron apodadas como “bravas” y desde entonces solo han cosechado infinidad de notas periodísticas -algunas de ellas celebratorias- y ninguna medida política.
Sólo merecieron un juicio exitoso, el que condenó por asociación ilícita a la hinchada de Boca, la célebre “12”, luego del asesinato de dos hinchas de River en 1994. …Las llamadas barras bravas son un fenómeno absolutamente previsible de las transformaciones que sufrió la cultura futbolística en la Argentina en las últimas décadas, con especial énfasis desde 1982. Si bien surgieron a comienzos de los sesenta, motorizadas por dirigentes futbolísticos que querían respaldar a sus equipos cuando salían de sus estadios (en la creencia de que una hinchada numerosa evitaría los clásicos abusos contra los visitantes), su perfeccionamiento como grupos de tipo parapolicial se alcanzó durante la dictadura: en ese contexto, la pérdida del monopolio estatal de la violencia y su perversión por el terrorismo de Estado facilitó la generación y reproducción de grupos dedicados a utilizar la violencia como herramienta para conseguir determinados fines. Primero, los ajenos -aquellos encargados por los dirigentes deportivos o políticos-; luego, paulatinamente, también los propios: básicamente, el beneficio económico.
Cuando en 1983 el “Negro Thompson”, barrabrava de Quilmes buscado por el crimen de un hincha de Boca, fue protegido a la vez por la intendencia de Quilmas, el club, la AFA y la Policía Bonaerense, todo el andamiaje estaba a la vista… para quién quisiera verlo. Desde entonces, este mecanismo solo ha conseguido perfeccionarse. Por un lado porque los lazos de complicidad se hicieron más duros: hoy incluyen a los dirigentes deportivos -desde la AFA hasta el Club más modesto, no hay autoridad que no mantenga transacciones de algún género-, a los líderes políticos -que los contratan como seguridad en sus actos, les consiguen empleos públicos o establecen redes clientelares territoriales- y a los responsables policiales- no hay comisaría en la Argentina que no tenga línea directa con la hinchada de su territorio de incumbencia, tolerando el pequeño delito (incluyendo el tráfico de drogas al menudeo) a cambio de cierto disciplinamiento acordado y alguna transacción económica… Lo que debemos interrogarnos es sobre nuestro grado de tolerancia, considerando que los responsables políticos, económicos y culturales del fenómeno son presidentes de clubes, punteros, concejales, diputados, intendentes, gobernadores. Y ninguno nació en un repollo”.
Esas barras bravas fueron usadas en distintos ámbitos, incluso en el universitario, en donde “Los borrachos del tablón”, la pesada de River, actúo a favor de la radical Franja Morada.
Los hechos en el Hospital Francés, donde barras bravas a favor del oficialismo dirigidas por Sergio Muhamad alias “Tuto”, empleado de la Municipalidad y pesado de la barra brava de Chacarita, actuaron como rompehuelgas, reemplazando a la policía en una pretendida seguridad privada, exterioriza un contubernio preocupante.
El círculo vicioso del vaciamiento político es el origen de la desmesura donde la falta de calor popular es sustituida por los aparatos clientelísticos y sus custodios que son las barras bravas.
En el traslado de los restos de Perón a la quinta de San Vicente se vivieron simultáneamente las particularidades de dos tiempos diferentes. En el trayecto del féretro, miles de personas emocionadas intentaron espontáneamente expresar su dolor y agradecimiento al hombre que significó una bisagra en la historia argentina. Uno de ellos, Juan Carlos Monje me decía: “ Vine por mi y en nombre de mi vieja a quien el General dignificó en su condición de empleada doméstica”. Los millones que accedieron a una vida digna, lo que se lo transmitieron a sus hijos y nietos, no necesitan de ningún estímulo para sentir la necesidad de exteriorizar el agradecimiento permanente a quién les permitió acceder a un nivel de vida jamás alcanzado posteriormente.
En San Vicente, la situación fue diferente. Ahí el presente se exteriorizó con crudeza. La vieja contienda de los obreros de la construcción y camioneros, fue escenificada con la presencia de las barras bravas de Estudiantes, Defensores de Cambaceres y de Independiente. Algunos analistas pedestres buscaron la rápida comparación con Ezeiza. Allá dos proyectos ideológicos diferentes trataban de demostrar su poder a un Perón vivo y se enfrentaron a los tiros con un número nunca determinado de heridos y muertos, en medio de una convocatoria a una fiesta popular que reunió más de un millón de personas. En San Vicente, patotas sindicales y barras bravas en un escenario similar a los desmanes en una cancha de fútbol, intercambiaban pedradas y garrotazos, disputándose con aparatos, sin calor popular, un lugar cercano al féretro.
Las interpretaciones sobre lo sucedido pueden recorrer distintas alternativas. Desde la idea del complot motorizado por Duhalde o los sectores económicos opuestos al gobierno, que iban a silbar al presidente cuando hiciere uso de la palabra, hasta que la falta de planificación y de seguridad derivó en un enfrentamiento no previsto de barras bravas.
En cualquier caso, las miserias dirigenciales son alarmantes. El homenaje fue impulsado desde hace mucho por el ex presidente Duhalde y fogoneado por Antonio Cafiero. Luego se sumó la CGT dirigida por Hugo Moyano. El presidente, que cree en la necesidad de un movimiento que reemplace a los restos orgánicos del Justicialismo, primero rechazó y atacó la idea. Luego dudo de la conveniencia de ir, pero eso significaba un costo político que no estaba dispuesto a pagar y un desaire a su aliado sindical, el dirigente de los camioneros. Se sumó dubitativo, asegurando su presencia en San Vicente, en donde se garantizaba la ausencia de Duhalde. Como resultado de las indecisiones, el Estado delegó y privatizó la organización y la seguridad del acto. El traslado ¿final? de los restos de Perón merecía otra convocatoria y el protocolo adecuado a quién fue tres veces presidente y el político más significativo del siglo XX. Aquí la desmesura se tradujo en la asincronía entre la magnitud de lo que se hacía y los medios provistos.
Pero nada exterioriza con más patetismo la desubicación y la falta de cintura política que la continuación del acto en medio de las pedradas y los incidentes en donde los discursos de los oradores parecían extraídos de una película diferente de lo que se veía. De alguna manera, esa desmesura, grafica con potencia el desprestigio que aqueja a la política.
La visión histórica de los setenta
La gigantesca derrota popular con que concluyó el avance iniciado en el Cordobazo, las expectativas despertadas por el regreso de Perón, los horrores del terrorismo de estado, el miedo inoculado sobre la sociedad, han tendido una pesada loza sobre los errores, las tácticas equivocadas, las estrategias erróneas desplegadas por sectores que se asumían dentro del campo popular.
Durante mucho tiempo, los organismos defensores de los derechos humanos, asimilaron la figura del desaparecido como sinónimo de un no militante, ante una sociedad que en franjas importantes justificaban que el accionar político era un riesgo que podía estar sujeto a represalias ilegales.
A medida que se fueron revelando los mecanismos del terrorismo de estado en sus aspectos criminales y vesánicos, se empezó a reivindicar la militancia, la adscripción política de los desaparecidos y de los sobrevivientes que pasaron por las mazmorras del horror.
Sin embargo, son los horrores padecidos, el exterminio de la mayoría de los integrantes de los grupos guerrilleros, los que parecen poner un obstáculo insalvable para el análisis del período. Resulta gratificante pero equivocado, una desmesura, la reivindicación acrítica de los setenta. Lo mejor de la época, es el desprendimiento, el desinterés, la idea de ser un instrumento de una utopía colectiva, la valoración de la política, el poner la vida al servicio de la transformación de la sociedad.
El accionar guerrillero tuvo justificación histórica hasta el 11 de marzo de 1973. Si bien eran discutibles los medios, la usurpación del poder desde 1966 por parte de la autodenominada Revolución Argentina, le daba razonabilidad. El asesinato de Aramburu, en los primeros días de junio de 1970, el acto inaugural de Montoneros, fue ampliamente popular. El método utilizado había sido criticado por los marxistas revolucionarios más destacados del siglo XIX Y XX.
Montoneros y el ERP gozaron desde 1970 hasta 1973, de una simpatía amplia y de un apoyo minoritario pero creciente. Producido el triunfo popular, al que la Tendencia y Montoneros contribuyeron significativamente poniéndose al frente de la campaña electoral, la organización encabezada por Firmenich cejó en su accionar armado. En cambio, el ERP, con un razonamiento que violentaba la lógica más elemental, afirmó que seguiría luchando no contra el gobierno elegido sino contra las fuerzas de seguridad. Así fue como protagonizó acciones resonantes como la toma del Comando de Sanidad en septiembre de 1973 y el asalto a la guarnición de Azul, en enero de 1974. Montoneros consolidó su poder de convocatoria en 1973 y cometió un error garrafal cuando asesinó a José Rucci, el 25 de septiembre de 1973, 48 horas después que la formula Perón – Perón triunfara en las elecciones presidenciales con el 62% de los votos. La falsa idea de imaginar un Perón socialista, la táctica de disputarle la conducción, condujo a la ruptura del 1° de mayo de 1974. A los sesenta y seis días de la muerte de Perón, pasaron a la clandestinidad, dejando a la intemperie y sujetos a la cacería de la Triple A, a los simpatizantes y militantes de superficie. A partir de ahí comenzó el aislamiento de las masas y el predominio de las corrientes militaristas.
Los errores políticos condujeron en ambos casos, Montoneros y ERP, a la derrota militar. Cuando se produjo el golpe del 24 de marzo, el accionar guerrillero agonizaba.
Esas fuerzas hubieran sido importantes para encabezar la resistencia contra la dictadura criminal. En cambio la emplearon contra un gobierno popular como el de Cámpora en el caso del ERP, y luego ambas formaciones guerrilleras contra Perón y posteriormente contra Isabel. Debilitaron considerablemente a un gobierno de origen popular y con fuertes deformaciones como el de Isabel, al cual sin embargo no lo derrotarían las Fuerzas Armadas por sus defectos y horrores, sino por algunos aciertos y su origen. Eso no quita para nada la responsabilidad del gobierno de la viuda de Perón en los asesinatos y desapariciones perpetrados durante su mandato. Las Fuerzas Armadas elevarían luego ese accionar a nivel mayorista y como metodología estatal.
Los horrores padecidos por muchos guerrilleros no lo relevan de sus errores que fueron muchas veces involuntarios y otras veces consecuencias de equivocaciones groseras de análisis. Por una u otra causa terminaron siendo funcionales a la catástrofe. La idea de “cuanto peor mejor” concluyó en una tragedia que envolvió a luchadores y simpatizantes que no tenían que ver con lo que Perón llamaba “formaciones especiales”.
Cualquier gobierno popular debió reprimir el accionar guerrillero con la ley en la mano. De manera que si es válido este razonamiento, los que fueron asesinados por el accionar de los grupos armados entre el 11 de marzo de 1973 y el 24 de marzo de 1976, que no sean asesinos o torturadores, sus familiares merecen que sus víctimas tengan un reconocimiento público. Esto permitirá, que mientras se sustancien los juicios a los ejecutores del terrorismo de estado, que deben continuar, se fracture el frente de los dinosaurios que reivindican en bloque los años de plomo, y la de aquellos familiares de los asesinados en el período mencionado, que sólo busquen un reconocimiento para los que murieron en defensa de un gobierno elegido sin proscripciones.
Tal vez falte la síntesis entre el vale todo de Carlos Menem y la visión parcializada de Néstor Kirchner, a quién es justo reconocerle, que más allá de los errores, ha dado un impulso notable al tema.
Es entendible la versión histórica de Kirchner en función de la sobreactuación que hace de su participación en los setenta. Asume la posición de sus compañeros que si pasaron a la lucha armada y que levantaron una Evita muerta a la que se le podía atribuir las virtudes revolucionarias que coincidían con sus posiciones, disminuyendo la del Perón vivo que los descalificaba.
Igualmente es correcto convertir a la ESMA en un museo, pero el mismo no debe denominarse “De la Memoria”. De la misma forma que Auschwitz no es el Museo de la Segunda Guerra Mundial. La ESMA debe ser el Museo del Terrorismo de Estado.
El tema está sujeto a debate que hasta ahora ha sido escamoteado. Un intento de mesura en un país atravesado por la desmesura.