A las 9,53 del lunes 18 de julio 1994, el aparato de terror del fundamentalismo musulmán hizo estallar, en la ciudad de Buenos Aires, un auto-bomba -modalidad de atentados adoptada por los grupos de tareas movilizados por Irán, desde El Líbano y otras bases militares, en sus atentados contra Israel y comunidades judías- demoliendo el edificio de la AMIA. El ataque, perpetrado en sociedad con factores locales y con un probable involucramiento sirio, asesinó a 85 personas y provocó centenares de heridos.
Conocí a algunas de las víctimas. Una de ellas era una joven que estuvo en Israel, en mi kibutz: Silvana Alguea de Rodríguez. Silvana, madre de una niña de tan sólo ocho meses, había vivido en Nir-Itzjak y, al regresar a la Argentina, se incorporó a la AMIA como asistente social.
Sus amigos y familiares, la comunidad judía en su conjunto, a doce años y medio de la tragedia, todavía esperan respuesta, anhelan verdad, claman por justicia.
Desde Israel, por la prensa y a través del contacto permanente con amigos argentinos, seguí de cerca las alternativas de la investigación de los atentados a la embajada de mi país en 1992 y la masacre ejecutada dos años más tarde en la calle Pasteur.
En Israel, como muchos otros ciudadanos, trato de identificar acciones de terror no por las consignas (o las desmentidas) de los responsables: sus formas de ataque, en nuestras calles, escuelas y hospitales, también son un indicador de su procedencia. Hamas, Yihad Islámica y Hezbollah nos enseñaron a conocer distintos métodos letales. Cuando nos enteramos de sus atentados, podemos saber su origen antes del informe de las fuerzas de seguridad o del juez de turno.
Y ahora ¿qué?
La investigación del caso AMIA y el dictamen (del Fiscal Nisman) recientemente difundido no parecen aportar esperanzas sobre la completa y efectiva dilucidación de este crimen declarado de lesa humanidad.
Nueva Sión, asumiendo una posición ética que le valió muchas veces el aislamiento en el contexto institucional judeo-argentino, denunció la falta de mérito jurídico, la negligencia, el encubrimiento y las maniobras dilatorias que contribuyeron a perpetuar la impunidad de los atentados sobre las calles Arroyo y en Pasteur, atentados ante los cuales la Semana Trágica y otros actos de violencia criminal -acaecidos en la Argentina- se reducen a un antisemitismo casi pálido y marginal.
Hoy, a tantos años de estos graves hechos, el declarado supuesto responsable ideológico de ambas masacres, Irán, por el juez Canicota Corral , pretende cambiar de máscara, pero su atroz rostro de verdugo traiciona los intentos de distracción: amenaza lapidar a 7 mujeres, niega el Holocausto, habla de exterminar al Estado de Israel, acelera la escalada nuclear y el armamentismo, y apoya abiertamente a Hezbollah.
Es decir: la estrategia de terror iraní reclama de un consecuente peritaje político y judicial, pero, con mayor urgencia, de una lúcida mirada política, sin descuidar el aprendizaje del pasado.
Se trata de una o más visiones paralelas: la lectura global del fenómeno Hezbollah-Irán no desmerece otras, como el consecuente análisis jurídico de los modos de operación de esa red y sus posibles conexiones logísticas en Argentina.
En enero de 1942 se reunió, en las afueras de Berlín, la Conferencia de Wansee, el ámbito de resolución práctica de la idea hitleriana: el asesinato masivo, la eliminación absoluta de todo un pueblo, el pueblo judío.
Los altos oficiales alemanes, secundados por una eficiente burocracia, trataron, inclusive en aquella instancia -considerada hoy como prueba de sus designios aniquilatorios- de ocultar sus planes tras el velo de eufemismos como destierro y expulsión. Pero la orden genocida resultó clara y precisa para implementar la matanza industrial de millones de judíos.
La estrategia genocida de la Alemania nazi incluyó elementos de niebla y distracción, de falsificación y encubrimiento. En Teherán aprendieron esa lección. Sería imperdonable, entonces, que la denuncia concreta del terror dictatorial de Ahmadineyad y el Islam integrista se vea entorpecida por el aparato de desinformación montado por la propaganda iraní.
La Shoá fue producto de una ideología totalitaria, de un terror estatal que sembró la muerte y la destrucción en Europa: es un error aplicar el bisturí historiográfico puntual sobre Wansee, cuando todo el discurso nazifascista es -esencialmente- un diseño del Holocausto.
Una peor equivocación sería postergar la denuncia de la intención genocida del Islam integrista, intención repetida hasta el hartazgo por sus dirigentes -y avalada por las agresiones de Hamas y Hezbollah- hasta hallar las pruebas protocolares que los criminales mismos se encargan de borrar, en Wansee como en Teherán.