El Islam en crisis:

La guerra civil musulmana

Finaliza el mes de Ramadán; tiempo de recogimiento, meditación y reflexión en todo el mundo musulmán. La tensa realidad dentro del mismo no nos exime del siguiente interrogante: ¿La división entre musulmanes moderados y radicales en el Medio Oriente, sean éstos sunitas o chiítas, es hoy más profunda que el antagonismo entre Israel y los árabes?

Por Alberto Mazor (Desde Israel)

Se podría pensar eso, dadas las reacciones de algunos gobiernos árabes a la decisión de Hezbollah de atacar a Israel. Incluso en momentos en que las bombas israelíes caían sobre Beirut, Arabia Saudita, quizás el país árabe musulmán más conservador de todos, condenó abiertamente las acciones de Hezbollah por instigar el conflicto con el Estado judío. Nunca antes en la historia del conflicto árabe-israelí, un Estado que se considera líder de los pueblos musulmanes árabes, había respaldado una posición de Israel en forma tan abierta; más aun, el quiebre de Arabia Saudita con Hezbollah no fue algo aislado; Egipto y Jordania también condenaron categóricamente a la organización chiíta y a su líder, el jeque Hassan Nasrallah, por su falta de responsabilidad.
¿Qué hay detrás de esta sorprendente actitud? ¿Estamos presenciando un cambio fundamental en las relaciones entre el nacionalismo árabe y el sectarismo islámico? ¿Está Arabia Saudita más preocupada y atemorizada ante el Islam chiíta que comprometida con la unidad árabe y la causa palestina?
Las acusaciones de los árabes contra Hezbollah sugieren que la división sectaria entre los musulmanes, ya evidente en la violencia cotidiana en Irak, se está profundizando y haciendo más intensa en el Medio Oriente. Uno de los objetivos de la política norteamericana dentro de las inmóviles sociedades del mundo islámico tenía la intención de desarrollar procesos de modernización contra los elementos tradicionales de las mismas. En lugar de ello, la Casa Blanca parece haber desatado las fuerzas más extremistas de la región. Abrir esa caja de Pandora puede haber dado inicio a una nueva y más amarga era de violencia generalizada; una verdadera y prolongada guerra civil musulmana.

Divisiones históricas

La división entre moderados y radicales chiítas y sunitas ha existido desde los orígenes del Islam, pero el aislamiento geográfico y étnico del Irán chiíta no árabe, junto con el dominio de los países árabes sunitas sobre sus minorías chiítas, en gran medida mantuvo esta rivalidad en segundo plano. Esas tensiones retrocedieron aún más con la marea islamista creada por la revolución iraní, ya que tras ella la identidad sectaria árabe perdió, incluso, más peso a medida que surgía una identificación islámica generalizada.
Todo eso cambió cuando Al Qaeda, una fuerza terrorista sunita que se basa fuertemente en la ideología de los wahabíes sauditas, lanzó sus ataques sobre Estados Unidos en septiembre de 2001. Ahora había un brazo específicamente sunita del islamismo militante. Cuando Estados Unidos dio inicio a sus guerras contra los talibanes de Afganistán y el régimen sunita de Irak, esta nueva corriente radical se fortaleció todavía más.

¿Dónde está el enemigo?

Los árabes extremistas sunitas de la región, con alta motivación, perciben que Israel y Occidente son sólo una de las amenazas, mientras la otra, no menos peligrosa, es el llamado «territorio chiíta», ese arco de tierra que se extiende desde Líbano a Irán, pasando por Siria e Irak, sobre el cual influyen los supuestamente herejes chiítas. Los gobernantes de Arabia Saudita, como guardianes de los lugares más sagrados de la fe musulmana en La Meca y Medina, tan vez sean los más inclinados a sentir esta amenaza.
A ojos de los sunitas, los chiítas no sólo dominan las áreas ricas en petróleo de Irán, Irak y la región oriental de Arabia Saudita, sino que -a través de las acciones de Hezbollah- están intentando usurpar el papel de protectores del objetivo común de todos los árabes, la causa palestina.
La familia real de La Meca se ha vuelto contra Hezbollah debido al hecho de que Arabia Saudita deriva su legitimidad de una estricta forma de Islam sunita y duda de la lealtad de su población chiíta. De más está decir que las aspiraciones nucleares del actual régimen iraní -principal patrocinador de Hezbollah- no permiten conciliar el sueño sunita de Abdul Aziz al Saud, Hosni Mubárak, Abdulah II de Jordania y Osama Bin Laden.
Irónicamente, Estados Unidos, el tradicional protector de Arabia Saudita, es quien ha hecho posible el fortalecimiento del radicalismo chiíta, al derrocar a Sadam Husein y llevar a los partidos chiítas al poder en Irak. La Administración Bush parece reconocer lo que ha hecho; a medida que la influencia chiíta crece en el este del mundo árabe musulmán, Estados Unidos intenta fortalecer su protección del grupo sunita (Egipto, Jordania y Arabia Saudita) en el oeste de la región. Israel, otrora el implacable enemigo de la causa árabe, ahora parece haber quedado integrado a esta estructura defensiva.
Sin embargo, una postura defensiva de tales características está destinada a ser inestable, debido a los sentimientos panárabes. Hoy, los ciudadanos sauditas comunes y corrientes siguen los acontecimientos en Gaza y en el sur de El Líbano a través de ‘Al Yazira’, ‘Al Arabiya’ y otras redes de TV por satélite; ven que se derrama sangre árabe -no exclusivamente chiíta- y que sólo Hezbollah responde a los ataques.
A sus ojos, Hezbollah se ha convertido en un modelo heroico de resistencia que debe ser imitado.

El triunfo de los extremistas

Esta situación hace que Arabia Saudita profundice la ruptura entre sunitas y chiítas. Tras las acusaciones oficiales del reino contra Hezbollah, la familia real convocó a sus clérigos wahabíes oficiales a emitir fatuas condenando a las milicias de Nasrallah como una organización de herejes y cismáticos chiítas. Este tipo de condenas no pueden hacer más que agudizar las divisiones entre Arabia Saudita y la región.
Frente a tal realidad, el Islam moderado y racional se sitúa en un segundo plano del tablero mundial, cuando no en la clandestinidad por temor a las represalias, y queda desbordado por los radicales tan pronto como surge un motivo de disputa con los infieles. La aspiración de cambio y regeneración desemboca inexorablemente en el triunfo de los extremistas en las urnas o en la calle -ya sea con el voto o con la vestimenta- tal como ocurrió en Argelia, Irán, Irak o Palestina.
¿Por qué ese poder de atracción de una ideología retrograda, que rechaza la modernización, que glorifica al terrorismo suicida, que sepulta sin piedad los restos del naufragio del nacionalismo árabe o del laicismo? Las causas son múltiples y con frecuencia contradictorias, pues el Islam político explota por igual las victorias y las derrotas. Creció a finales de los años ´80 contra los soviéticos en Afganistán, se alimenta de las frustraciones que engendran la ocupación y la derrota ante Israel y se reactiva con el éxito de Hezbollah en la reciente guerra de El Líbano. El islamismo extremista exhibe una moral selectiva en el contexto de una supuesta ceguera occidental ante el sufrimiento de las masas musulmanas deprimidas, pero el permanente victimismo -la culpa es siempre del infiel- y la prédica anti occidental no consiguen ocultar la cruda realidad: la dependencia de Occidente y la pobreza generalizada están estrechamente relacionadas con las atrocidades de los regímenes políticos, petromonarquías medievales o dictaduras hereditarias que pisotean las libertades y cuyas rentas petrolíferas jamás se utilizaron para fomentar el progreso y la libertad.

Encrucijadas

En todo caso, los ultrajes padecidos no pueden justificar en Occidente el terrorismo como metodología, la glorificación de la inmolación, la mutilación, la degradación de la mujer, la poligamia, las muertes en nombre del honor o la negación del Holocausto y la pretensión de borrar del mapa al Estado de Israel.
La encrucijada entre Islam y modernidad es un dilema que sólo las propias sociedades musulmanas podrán y deberán resolver. Sin duda Occidente debe apoyar a todos aquellos que en el mundo islámico defiendan la democracia, que apuesten por la plena igualdad entre hombres y mujeres, que aboguen por una separación entre religión y Estado y que estén comprometidos con una defensa activa de los derechos humanos en sus sociedades. Pero en definitiva, esa guerra existencial dentro de un Islam que aspira a formar parte de la comunidad internacional, sólo podrá ser ganada -si es que alguna vez se gana- por los propios demócratas musulmanes, hasta el punto de que cualquier injerencia occidental, como ya se ve hoy en día, corre el riesgo de ser incluso contraproducente para la causa de quienes defienden la compatibilidad entre religión y libertad. De no ser así, y a medida que se profundicen estos antagonismos, los regímenes sunitas y los islamistas moderados pueden llegar a creer que necesitan su propia Hezbollah en su rincón del mundo. Si llegan a dicha conclusión, no tendrán que buscar mucho; esos milicianos ya están siendo entrenados por Al Qaeda.