Una nota que emociona:

El sexo de los peces une a árabes y judíos

El siguiente artículo fue publicado en ‘El Periódico’ de Catalunya, España. Dispone de una esperanzadora mirada sobre el conflicto en el Medio Oriente, se basa en la gente y sus vidas más allá de los políticos y las guerras, de los mesiánicos y sus locuras, de los dolores por la muerte que desgarra familias y riega de sangre la tierra que muchos -por distintos motivos- aman. Allá están ellos que, más allá de la violencia, tratan de seguir viviendo para conquistar la paz y la felicidad.

Por Joan Cañete Bayle (Desde Jerusalem)

El titular de una reciente noticia reza: «Investigadores palestinos e israelíes trabajan en equipo para transformar peces hembras en machos». Un grupo de científicos procedentes de las universidades Hebrea, Al Quds y Hohenheim (Alemania) cooperan en una investigación para alterar la estructura metabólica del pescado, hasta el punto de que el animal cambia de sexo. Con este experimento, los científicos israelíes pretenden mejorar la piscicultura de su país, y los palestinos, promover el consumo de pescado, ya que el espécimen macho es más grande, crece más rápido y pesa alrededor de tres veces más que el de la hembra.
Un loable proyecto, pero lo que destaca el titular de la noticia es que «investigadores palestinos e israelíes trabajan en equipo», un reflejo de una de las percepciones generalizadas de este conflicto: palestinos e israelíes no se hablan, no se entienden. Uno de los objetivos habituales de la diplomacia internacional es que los líderes palestinos e israelíes acepten compartir la misma mesa, y la foto conjunta suele ser la más buscada en los foros en los que coinciden un israelí y un palestino. A esta premisa se le une otra: si logramos que se hablen, la paz será posible.
Pero el caso es que en la vida diaria palestinos e israelíes se hablan. Y mucho. Se hablan los científicos, que investigan juntos en numerosos proyectos en el ámbito académico. Hablan los políticos y los intelectuales, como dan fe los salones del hotel American Colony de Jerusalén. Hablan (o se gritan) los soldados israelíes con los palestinos que cruzan los puestos de control, los israelíes que venden sus coches a palestinos y después dicen a las aseguradoras de su país que se los han robado, los futbolistas árabes que juegan en la selección israelí y que evitan como pueden entonar con mucho énfasis el himno nacional hebreo.
Hablan los trabajadores árabes de los cultivos de los asentamientos con sus jefes, y algunos hasta se fugan por amor con la hija del rabino. Hablan, y algo más, las muchachas israelíes que buscan el lado salvaje de la vida en la aburrida noche de Jerusalem Este, del brazo de su novio del barrio árabe de Beit Hanina. Y también dialogan, discuten, regatean y llegan a un acuerdo los clientes israelíes de taxistas árabes.
Hablan, y compran los dulces de Ramadán, los ultraortodoxos que atraviesan todo el barrio musulmán de la ciudad vieja de Jerusalem para llegar hasta el Muro de las Lamentaciones. Hablan y cobran un poco más caro a sus clientes israelíes los árabes de Haifa y San Juan de Acre que regentan restaurantes con vistas al Mediterráneo. Y tararean y se mueven al son de las canciones de moda los adolescentes del barrio árabe de Yaffa, en las discotecas de moda de Tel-Aviv. Habla el policía que compra un móvil de segunda mano en una tienda de la calle Saladino y la mujer con velo que va a pagar sus impuestos al Ayuntamiento de Jerusalén. Hablan el capataz israelí y el albañil palestino en las interminables obras públicas de la ciudad santa. Y es que el problema de palestinos e israelíes no es que no se hablen, sino que cuando abordan los temas importantes, acaban hablando del sexo de los peces.