«Ojo por ojo, y todo el mundo acabará ciego» (Mahatma Gandhi).
Una de las cosas más difíciles es perdonarse a sí mismo; prueba de ello es esa exigencia que a veces nos asoma con respecto a los demás; esa sensación de deberes u obligaciones incumplidos por líderes, dirigentes, cónyuges, hijos, familiares o amigos. Dicha exigencia es, la mayoría de las veces, tan sólo una proyección de la misma que tenemos interiorizada para con nosotros mismos.
Desde muy chicos se nos ha dicho cómo se desarrollan los procesos, quiénes son los buenos y quiénes los malos, lo que se debe hacer, el cómo y el cuándo; esas órdenes cuajaron de tal manera en nuestro interior, que todo lo que se aparte de dichos modelos despierta una culpa borrosa, sin saber por qué. Esa culpa sentida -sea individual o general- provoca ansiedad, y la ansiedad provoca temor.
Esa clase de circuito hace crecer el monto de exigencia, como si no se hiciera bastante para estar a la altura de lo que, internamente, nos pedimos sin darnos cuenta.
«Si no hemos perdonado nosotros, demos sentencia contra nosotros, que no merecemos perdón», dice el Midrash.
Dado que la educación es imperfecta -menos mal-, esos resortes automáticos se ponen en marcha frente a cualquier cuestión que haya que decidir y, con ellos, se dispara la angustia de la decisión, fuera cual fuere.
Crecer y quizá madurar, individualmente o como pueblo, quiere decir conocer ese mapa labrado en el inconsciente y no permitir que esos surcos internos desestabilicen nuestro equilibrio, conseguido -cada día- con mucho trabajo. Para ello es necesario aprender a perdonar y a perdonarnos. ¿Qué exactamente? Pues muchas cosas, algunas como sentir un temor apocalíptico por males que parecerían ser eternos, enfado por el cansancio de los conflictos interminables, la decepción de la imágenes que nos devuelven los espejos, el enojo sentido por la incapacidad de nuestros líderes, el tedio de la espera o el desperdicio del tiempo, y así cientos y cientos de contrariedades que ponen a prueba nuestra paciencia y nuestra tolerancia.
«Vencer y perdonar, es vencer dos veces; más que un ejército hiriendo, vence un héroe perdonando» (Calderón de la Barca).
El perdón forma parte de la comprensión de nuestra condición humana y es justamente una de las llaves de la sabiduría, ya que si nos reconocemos en todas esas actitudes poco favorecedoras, comprenderemos las de los demás sin un juicio de valor desfavorable. Tan sólo deberíamos empezar por decir: «¡Bienvenidos a la condición humana!», y ello nos haría sentir más acompañados y menos infelices.
Lo que consideramos defectos nuestros o ajenos, por comparación con las virtudes, forma parte del equipaje con el que trajinamos cotidianamente, y a pesar de ellos o quizás a través de ellos, vamos construyendo la persona o el pueblo que somos.
El perdón por ser humanos solamente es una cura de humildad frente a esas injurias que oímos a diario exigiendo continuamente reyes, héroes y dioses que nos salven.
«Aquel que perdona a sus enemigos haciéndoles bien, es como el incienso, que embalsama el fuego que le consume» (Proverbio árabe).
Una cosa es sabernos capaces ante los conflictos que nos tocan vivir y otra muy diferente es exigir que no se produzca ni el más mínimo error. Se dice que errar es humano, pero no nos lo creemos del todo: preferiríamos acertar siempre; no obstante, la mayoría de la veces es posible aprender más de un error que de un acierto; de manera que no resulta descabellado pensar que los pocos aciertos logrados pasan, muchas veces, por un sin fin de errores cometidos.
Perdonar y perdonarnos es sabernos no dioses -tal vez eso esencialmente- y aceptarlo. Si se acepta de verdad, el monto de la angustia cede y la comprensión se amplía.
Es entonces que tenemos la oportunidad de entender mejor lo que nos pasa con nosotros mismos y con nuestros vecinos, con lo cual la vida se puede hacer mucho menos conflictiva.
«Perdonar es el valor de los valientes, sólo aquel que es bastante fuerte para perdonar a su enemigo, sabe amar» (Mahatma Gandhi).
El perdón para con los demás -excluyendo a los eternos fanáticos o a los radicales fundamentalistas que se excluyen del diálogo- no es sólo el acto de superación de una injuria o ataque, sino un intento sincero de comprensión de las circunstancias que han llevado a cada persona o pueblo a injuriar o atacar; dicha comprensión tiene, a veces, la virtud de poder entender la injuria y la provocación vivida como un resentimiento profundo y no sólo como un agravio personal o general.
Ese afán de perfeccionismo no es sino la contrapartida de lo que sentimos como una gran pobreza interna.
Pero eso es lo que somos y nada más: la condición humana, que no es poco, y mantenerla es la gran deuda que tenemos para con nuestros hijos.
Como bien lo expresó Oscar Wilde:
«Los hijos empiezan por amar a sus padres; cuando ya han crecido, los juzgan, y algunas veces hasta los perdonan».
Seamos merecedores de ese perdón.
¡Jatimá Tová!