¿Cómo ha de poder un solo pájaro
Lea Goldberg
sostener el cielo entero
sobre sus débiles alas
por sobre el desierto?
La pregunta de Lea Goldberg nos alcanza en nuestra lengua con la voz de Eliahu Toker. Y digo «nos alcanza» como cuando una flecha alcanza su destino; eso dice algo de la voz de Toker. No voy a detenerme en su biografía que muchos de los aquí presentes conocen y de la que, incluso, muchos forman parte. No es mi caso. Aunque lo conocí, por supuesto, frecuenté su obra y su persona, nunca fuimos muy cercanos; quizás cierta distancia generacional; opciones diversas; gustos diferentes; disentíamos no poco, a veces discutíamos, aunque nunca le oí elevar el tono. Y, sin embargo, algo nos reunía en las muchas o pocas veces que un café nos acompañó a conversar: la palabra ídish, su vuelo, su retorno, su despliegue en un mundo de mil matices y pocas explicaciones. Cuando hablábamos de eso, éramos amigos.
Un día, me enteré que había partido
Qué buena es la palabra dicha a tiempo: Eso dicen los sabios, tomándonos un poco el pelo porque saben que hay palabras -muchas veces decisivas- que llegan a destiempo. También ocurre así cuando la palabra poética desborda y se derrama de una lengua a otra. La palabra traducida es siempre a destiempo: después, irremediablemente después; pero, en el envión del traducir -o, como gustaba decir Toker, con Haroldo de Campos, transcrear-, ese «después» se torna antes; funda, crea, hace brotar el tiempo de la palabra que nace, otra vez, siempre nueva. Ese tiempo siempre desajustado está en la poética que Toker modeló, la poética en una lengua que son todas, ninguna o cualquiera; o mejor, él mismo lo dijo con justicia: una poética en “cualquier lengua, siempre que sea en ídish».
Con todo, su impulso de traductor prolífico y generoso no se limitaba al ídish: ahí está su refranero sefaradí; ahí están sus diáfanas versiones de Pirkei Avot, de donde hemos tomado nuestra cita anterior, las iluminaciones de los Salmos y del Talmud, los melodiosos versículos del Cantar de los cantares. Lo judío era el universo con el que Toker tenía, lo dice en un poema, fijada una cita desde hace siglos. Y a ella acudía, fiel y feliz.
Atendamos a unas líneas de su versión castellana del hebreo del Shir Hashirím:
¡Qué bella eres, amada, qué hermosa!
Tus ojos tienen dulzura de palomas;
tus cabellos son rebaños
que se mecen bajando la colina;
tus dientes tienen la blancura
de ovejas esquiladas que acaban de bañarse;
todas igualitas
Uno se pregunta: ¿Por qué un diminutivo para verter una lengua que carece de ellos? Ese diminutivo tan tiernamente impertinente, ese «todas igualitas» que desafía, con jutzpe, siglos de hermenéutica, se impone por pura justicia poética: Toker, poeta que lee, deja que la lengua ídish, maestra en diminutivos, comande su escritura. Por eso cuando uno escucha ésta, su versión del Cantar… puede imaginar un Amado de cara verde que toca el violín en los techos de algún shtetl, y a una Amada vestida de novia flotando en un cielo del Este europeo.

Quiero decir que, aún con toda la diversidad lingüística que nutre su obra, no se puede hablar de Toker sin hablar del ídish. Y no me refiero sólo al simple hecho que es por él que Abraham Sutzkever, Iankev Glatshtein o Hirsh Glick hablan nuestra lengua. Claro que eso es cierto y tiene la contundencia que resuena en A gute najt, velt -buenas noches mundo-; en la tortuosa sencillez de una ciudad secreta, Geheimshtot; en la desolada esperanza de mir zaynen do; aquí estamos. Podríamos entretenernos agregando autores: Leivick, Itzjok Katzenelson, Itzik Manger, Mordje Alpersohn y tantos otros. Pero no es nuestro ánimo hacer una lista; aunque, de hacerla, ella hablaría menos de un supuesto afán canónico que del ritmo preciso de una poética singular, aquella que Toker compone cuando transcrea un mundo al vaivén de su ojo de poeta enamorado del poema.
Su versión de “El canto del Pueblo judío asesinado” (Dos lid funem oisgueharguetn ídishn folk) de Katsenelson lo tuvo padeciendo y disfrutando, dice, largos seis años; al mismo tiempo era una de sus obras que más orgullo le producían. Para ese poema enorme, creó un universo de palabras que dijeran su belleza y su espanto; para eso tuvo que abismarse -y cito- «en sus estrofas, salir a respirar, volver a entrar, repasar y corregir una vez, y otra, y otra, y otra más, para lograr en español el estilo fluido, aparentemente sencillo, del original en ídish, sin sacrificar su aliento poético ni su casi insoportable tensión». Temía estar recreando un texto maldito, pero también sospechaba que llevaba a cabo una tarea sagrada, puliendo una larga plegaria, la plegaria nacida en la impiedad del exterminio.
No en vano decía Toker que la traducción es uno de los oficios más peligrosos que existen. También, al respecto, le gustaba citar a Bialik, quien decía: «Leer un texto literario en una traducción es como besar a la amada a través de un velo». Toker buscó hacer del velo el alma misma del beso.
Esa transcreación que Toker profesó fue, más que mera práctica literaria, una verdadera militancia cultural; una militancia sin estridencias, empecinada, serena, pero una militancia al fin: la de transliterar, una a una, las obras de una cultura en las letras de otra; y ambas le eran entrañables. Esa militancia puso antes nuestros ojos, en clave de constelación propia, un mundo a la vez desgarrado y potente; nos trajo su soplo, su aventura de lenguaje, su puesta en boca, el ta’am como dice Henri Meschonnic, poeta y traductor que no sé si Toker leyó, pero que, de ser así, también eso hubiera sido ocasión de ser amigos.
Sin embargo, aquí quiero detenerme no sólo en el mundo ídish que Toker tradujo, transcreó, en lengua argentina, sino en el modo en que ese mundo está en su voz de poeta, en el modo en que modela su poema. Algo de esto me parece percibir en el tono, transparente y confidencial a la vez, y en la ternura modesta de lo cotidiano que empapan estos versos:
Clara lava la vajilla
Toma afectuosamente un plato
y como si le enjabonara
el pecho y la espalda a un chico,
lo enjabona cuidadosamente
del revés y del derecho.
Esa minucia, la morosa ternura de la mano enjabonada, están animadas de una íntima, secreta alegría, una voz que celebra -con minucioso amor, diría Borges- cada pequeña cosa. No es que su escritura hable del ídish (aunque también lo hace, qué duda cabe), sino que su escritura se modula en clave ídish, en su ritmo, sus cadencias, en la írónica emoción de sus palabras. Escuchamos esa cadencia -a la vez, resignada y combativa-, percibimos su seriedad irónica en el modo en que un poema se pretende dueño de… todas las dudas:
(…)
Somos
los que sabemos que no sabemos.
Los que sabemos que no es luz esta claridad,
que este permiso no es la libertad,
que este mendrugo no es el pan
y que no existen una sola realidad
ni una única verdad.
(…)
Escépticos y optimistas,
compartimos el pan de la duda,
sentados a una larga mesa en carne viva.
La sencillez tumultuosa del ídish seguramente aparece en la posición enunciativa del poeta, que observa el mundo al ras del suelo, como los gorriones, y no en las alturas gloriosas del halcón:
No soy el gran poeta del salto planetario
o la palabra oceánica
soy el pequeño artesano
que sigue, alumbrado por su verso,
al calor de su propia angustia
el recorrido pluvial de la ternura
sobre el reverso de su piel
Una lengua transliterada en otra, que transforma la lejanía en intempestiva cercanía, eso es la poética de Toker, una poética que, para decirlo en palabras de César Tiempo, «ofrece batalla a la desesperación» sin traicionar su tono coloquial, sencillo, hecho de los mil y un matices de la vida cotidiana.

Su hacer -empeñoso, infatigable- alcanzó (de nuevo, la flecha), cerca de cuarenta títulos, entre ellos «Padretierra», «Estado civil: abuelos» (que recibió la Faja de Honor de la SADE); «Homenaje a Abraxas»; «El resplandor de la palabra judía», «El ídish es también Latinoamérica» entre muchos otros. Este hacer incesante también lleva el sello de la amistad, puesto que muchas de sus obras fueron compuestas -valga el énfasis musical del verbo- con sus amigos: Rudy (“Odiar es pertenecer y otros chistes para sobrevivir al nazismo, racismo, autoritarismo y antisemitismo”); Manuela Fingueret (“Las picardías de Hérshele»); Anita Weinstein, compinche de muchas inquietudes, con quien también organizó distintas muestras y exposiciones de materiales (como “De la destrucción a la reconstrucción: 18 de julio de 1994” organizada por el IWO y la AMIA en la Biblioteca Nacional y “Álbum de una comunidad. Centenario de la Colonización Judía en la Argentina” en el Centro Cultural Recoleta de la Universidad de Buenos Aires). Con Ester Gurevich sostuvo un extenso diálogo entre dibujo y poesía; con Patricia Finzi y Moacyr Scliar coincidieron en diversas antologías de humor judío. Con Abraham Platkin debatió largamente sobre Pirké Avot, así como con Don Máximo Yagupsky sobre Bereshit, el Génesis. De este último escuchó unas frases que gustaba citar y que algo dicen de su concepción de mundo: ¿Ver iz a id? A id iz a mentch vos es art im. (“¿Quién es un judío? Un judío es alguien al que las cosas le importan”). Toker, como ven, no confundía lo importante con el saber. Y eso está en sus poemas, en el alcance de sus textos, en la riqueza de su obra, una riqueza que él gustaba referir a una frase de Iankev Glatshtein: éramos tan pobres, ¿cómo es que quedó tanto?
Ese tanto que quedó, sus numerosas versiones de poemas imprescindibles; su mirada empecinada en no evitar ver; su ídish que, como él decía «nació en mi conmigo»; sus refranes rescatados del desván de la memoria; su humor; la ternura callada de sus versos; sus muchas palabras; todo eso, pero también su gran ausencia, hacen hoy a la forma en que pensamos, leemos, componemos. Es por eso que, sin duda, seguimos encontrando la ocasión de ser amigos. Entonces, conversamos.