Arrancar el rostro. Senderos del conflicto palestino-israelí

Una de las campañas más notables en el marco del ataque de Hamas fue la de cuatro diseñadores y artistas israelíes, autores de afiches con los rostros de las personas secuestradas. Los posters son presentados como parte de una “guerrilla pública de arte callejero”: interpelan la atención de los transeúntes invocando la presencia de las más de 220 personas abducidas por el grupo terrorista. La campaña fue exitosa: los carteles aparecieron empapelando ciudades de todo el mundo y traducidos en diversos idiomas. Sin embargo, otra respuesta a la campaña reveló un gesto que caracteriza la dinámica relacional imperante. No hablamos de la empatía que implica descargar afiches de una persona desaparecida y salir a pegarlos, sino de quien se organiza para arrancarlos. Más aún, de quienes rediseñan los posters y reemplazan la palabra “secuestrado” por “ocupante”, o bien, que pegan encima consignas como “Palestina libre” o fotos de palestinos con una leyenda que dice “asesinado”.
Por Ignacio Rullansky

Hace dos años, resalté la urgencia de reconocer la humanidad de todas las víctimas involucradas en el conflicto palestino-israelí. Utilicé un cuento de Dino Buzzati que retrata un jardín poblado de bultos, cada uno representando a un amigo fallecido, para ilustrar la dolorosa experiencia del duelo y la pérdida. El narrador sabe que, algún día, él se convertirá en un bulto con el que alguien más se tropezará y espera que, cuando llegue el momento, ese alguien recuerde su nombre.

Este año, en un congreso sobre los 30 años de los Acuerdos de Oslo, retomé la imagen del jardín con otro giro literario: el de los senderos que se bifurcan, de Jorge Luis Borges. Propondré aquí una lectura política de este cuento para pensar la intersección de pueblos, cosmovisiones y culturas en un mundo globalizado. El jardín de este cuento, el mundo, es un laberinto temporal donde los resentimientos y la sed de sangre caracterizan una coexistencia insegura y brutal. La reconciliación resulta esquiva para personajes vinculados a partir de una preponderante pulsión de muerte que oblitera otros impulsos posibles para establecer conexiones éticas y no violentas.

El jardín de senderos que se bifurcan explora los pensamientos de Yu Tsun, un espía chino que trabaja para los alemanes durante la Primera Guerra Mundial. Orgulloso de su pueblo, y para vindicar la sumisión de China a las metrópolis coloniales e industriales occidentales, Yu Tsun espera, a partir de su muerte, lograr una victoria sobre sus enemigos. Su perseguidor, el espía irlandés Richard Madden, espeja su cometido. Guiándose también por un nacionalismo humillado, Madden actúa bajo las órdenes del imperio que ha dividido a su pueblo: el Reino Unido.

Cada encuentro entre personajes implica la fusión de sus temporalidades biográficas: sus heridas, valores y posiciones morales se entrelazan en la contingencia de intercambios que exhiben la coexistencia de diferentes formas de habitar el mundo, y también la competencia de perspectivas sobre la verdad derivada de este carácter plural. Borges mueve las piezas literarias de sus laberintos según cómo ellas procesan estigmas y pesares. Es decir, el nacionalismo lacerado por la opresión de las grandes potencias patente en las heridas de Yu Tsun y Richard Madden, actúan como catalizadores para provocar nuevas heridas en las víctimas que se cruzan en sus senderos.

En los laberintos del tiempo, la suspensión de la violencia emerge como una virtualidad interrumpida, bifurcada por verdades que ayudan a algunos individuos a encontrar sentido en la justificación de sus muertes y de los demás. Reseñaré el impacto del pogrom de Hamas del 7 de octubre para explorar un gesto notable entre tantos que observamos las últimas semanas, y que ilustra la disputa por establecer discursivamente una verdad sobre los acontecimientos. Me refiero al gesto de arrancar el rostro, es decir, la vandalización de los afiches con nombres y fotografías de las personas secuestradas por Hamas, y a la negación de la veracidad del trauma colectivo que produjo el pogrom.

En El orden del discurso, Michel Foucault estableció que “el discurso no es simplemente aquello que traduce las luchas o los sistemas de dominación, sino aquello por lo que, y por medio de lo cual se lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse”. En efecto, la irrupción de rostros, el juego de sustituciones y la disputa de categorías expone cuán enredadas se hallan, para distintos grupos, la auto-percepción de sus identidades en términos de vulnerabilidad, frente a la inteligibilidad del otro como absoluta amenaza.

La guerra de los rostros

Una de las campañas más notables en el marco del ataque de Hamas fue la de cuatro diseñadores y artistas israelíes, autores de afiches con los rostros de las personas secuestradas por Hamas, inspirados en carteles de personas desaparecidas en Estados Unidos. Los posters, descargables de un sitio web, son presentados como parte de una “guerrilla pública de arte callejero”: interpelan la atención de los transeúntes invocando la presencia de aquellas más de 220 personas abducidas por el grupo terrorista.

Con autorización de los familiares de las víctimas y, tras un intenso esfuerzo, los artistas desplegaron el material en internet. La campaña fue exitosa: los carteles aparecieron empapelando ciudades de todo el mundo y traducidos en diversos idiomas, acompañados por activistas dispuestos. Sin embargo, otra respuesta a la campaña reveló un gesto que caracteriza la dinámica relacional imperante.

No hablamos de la empatía que implica descargar afiches de una persona desaparecida y salir a pegarlos, sino de quien se organiza para arrancarlos. Más aún, de quienes rediseñan los posters y reemplazan la palabra “secuestrado” por “ocupante”, o bien, que pegan encima consignas como “Palestina libre” o fotos de palestinos con una leyenda que dice “asesinado”. Pero, ¿no es posible, acaso, como promueven las organizaciones Mujeres que activan por la paz y Mujeres del sol, duelar todas las muertes conjuntamente?

Las universidades americanas se transformaron en arena de amenazas y agresiones. Evocando la turba que en Rusia tomó el aeropuerto de Daguestán para linchar pasajeros israelíes, en los campus se registran situaciones de alumnos judíos amedrentados por otros estudiantes, al punto de tener que atrincherarse. El repertorio de cánticos de protesta intercala la celebración de la sangre derramada, como en la Universidad Cornell, o el llamamiento a un genocidio contra los judíos de Israel y de la diáspora, en la Universidad de California en Los Ángeles.

Un caso emblemático es el de Ryna Workman, presidente del colegio de abogados de estudiantes de la Universidad de Nueva York, desplazada por haber destruido carteles y por una declaración pública en la que asignó la responsabilidad del atentado de Hamas a Israel. En esa misma institución una estudiante que, curiosamente, había sido pasante de la Liga Antidifamación (dedica a denunciar el antisemitismo) también rompió afiches con una compañera y, al trascender el caso, ambas se arrepintieron. Y así se suceden situaciones parecidas, como en la Universidad de Pennsylvania, donde un asistente de biblioteca también destruyó carteles.

En contextos no universitarios, como en Miami, Melbourne y Londres, la viralización de casos de gente gustosamente arrancando o desfigurando afiches tuvo consecuencias como perder un empleo. ¿Pero qué revela esta lucha callejera por ubicar nombres, rostros y consignar categorías de humanidad –víctima u ocupante– en el espacio público? Se exhibe una voluntad de adueñarse de la verdad sobre la humanidad del otro, y sobre su aparición pública, sea simbólica o efectiva.

El juego de desplazamientos de afiches arrancados y restituidos, es decir, la disputa por el espacio, evidencia elementos que hacen al reconocimiento público del derecho de un colectivo a duelar sus muertos. Más aún, estos episodios nos dicen cómo un orden social, a nivel ampliado, identifica a dichos muertos, y cómo reacciona ante la negación de su humanidad. El gesto de arrancar carteles, de arrancarle el rostro al otro, manifiesta cuán diseminados y arraigados operan cotidianamente los discursos de odio.

La guerra, como acontecimiento, mostró la disposición activa a vulnerar vidas precarias a nivel global. En otras palabras, exhibió la vulnerabilidad de la democracia para lidiar con el antisemitismo hecho pintada, agresión física y amenaza de bomba.  Más grave aún, intensifica una relación precaria entre minorías, pues además de la población nativa que se moviliza, muchos de los manifestantes pro-palestinos son, en efecto, migrantes de las ex colonias europeas.

El laberinto y el nuevo comienzo

El arrancar un rostro es negar su humanidad: el derecho a su reconocimiento y duelo. Es un gesto anti-discursivo en términos políticos, pues cancela la oportunidad misma para que el discurso se inscriba en una lógica deliberativa donde existan sentidos que puedan ser disputados. No sólo es indicativo de la incapacidad para re-imaginar vínculos entre grupos diversos, sino de un grave malestar de la democracia en el presente: la mutua vulneración entre los más vulnerables.

Las categorías de apartheid y de genocidio que se adjudican al Estado de Israel pueden surgir de interpretaciones sobre el despliegue de sus políticas conforme a la lectura de la normativa internacional. No deja de ser significativo que mientras Israel es un Estado que puede comparecer conforme a la legalidad institucional que reviste su carácter para responder a sus crímenes, Hamas actúa ilegalmente como una entidad estatal de facto que promueve, como un totalitarismo, una identidad entre partido, ideología y verdad. Aún cuando Hamas convoca al genocidio global y reduce la humanidad de rehenes y gazatíes a meros insumos bélicos, la ilegalidad de sus crímenes no es casi señalada.

El desterrar un rostro colgado por una persona conmocionada por la desaparición violenta de la persona secuestrada, desaparecida, o asesinada, no admite lugar a discusión alguna. Volviendo al Jardín de senderos que se bifurcan, Yu Tsun, su protagonista, sabe que está condenado. Lo que está a punto de hacer, el asesinato del sinólogo Stephen Albert y su subsiguiente arresto y condena a muerte, serán las señales que sus superiores deben observar para saber dónde realizar el próximo ataque: en la ciudad de Albert.

El consejo de Yu Tsun, “El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado”, captura un aspecto profundo de la naturaleza humana en las narrativas laberínticas. En suma, refleja una resignación al ciclo de muerte que impregna su existencia, pero no una apertura para pensar cómo romperlo o interrumpirlo. Yu Tsun afirma que uno no puede odiar al mundo, pero sí odiar a otros hombres y los tiempos de otros hombres. En esta condición, la muerte llega sin sentido, pero uno se dirige inexorable y violentamente a ella: una muerte administrada por otro, basada en la venganza y el orgullo.

Este énfasis remite a la disolución de la cohabitación no electiva del mundo compartido, en línea con la noción de «terror total» presente en Los orígenes del totalitarismo, de Hannah Arendt. Dichos regímenes propugnan eliminar la libertad de movimiento y la procreación humana al representar a las humanidades “incompletas” como indignas para la vida. El deseo de erradicar el espacio contiguo que constituye la interdependencia humana enmarca el gesto de arrancar un rostro de la vía pública, para no compartir calle ni memoria. Es como si en Argentina se arrancaran las baldosas por la memoria que invocan a los desaparecidos y a los muertos de la AMIA: tiempos de vida interrumpidos y heridas colectivas dispersas que nos llevaron a decir, Nunca Más.

No hay posibilidad de memoria ni de un nuevo comienzo si la distorsión del rostro del otro deshabilita toda identificación posible. Yu Tsun y su asesino, Richard Madden, podrían haber elegido no servir a los imperios y rendir sus armas. Sin su intervención, la dinámica de la guerra habría cambiado: no la habrían detenido, pero sí obstaculizado. Los personajes intentan desterrar del mundo compartido al otro como gesto vindicativo de traumas pasados, enmarcando un porvenir regado de futuras venganzas. En lugar de reconocerse como personas igualmente oprimidas, los espías sólo se piensan como enemigos: al decir de Emmanuel Levinas, una máscara interfiere en la interpretación de lo que tienen de común, para representar sus rostros de manera distorsionada.

Tal es el caso de Stephen Albert, experto en una caótica novela escrita por un antepasado de Yu Tsun, Ts’ui Pen, que se titula, El jardín de senderos que se bifurcan. En ella, la contradicción es la regla. Personajes muertos aparecen vivos en capítulos subsiguientes. Quienes son enemigos en una vida, son amigos en otra. Albert recuerda a su visitante que Ts’ui Pen había vislumbrado la posibilidad de encuentros violentos y también la oportunidad de un nuevo comienzo para la vida, como revela el pasaje donde lega «a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan.»

Si no hay lugar para el comienzo de la vida del otro, cuya presencia no elegimos, nos recuerda Arendt que nos desplazamos de la arena de la política –y, para el caso, de la democracia– al sendero del terror y el totalitarismo. Otra vez, la relación con el tiempo del otro es central. En otro cuento de Borges, La casa de Asterión, presenciamos el confinamiento del minotauro en el laberinto de Creta, un mundo infinito y solitario.

Los encuentros de Asterión con otros son esporádicos, breves y letales, evocando el estado de naturaleza hobbesiano. La vida de Asterión es larga e insoportable debido a su agotadora relación con el tiempo; más, siendo iletrado. Evidentemente, no puede relacionarse con otros a través de un lenguaje común fuera del laberinto, que él considera su «hogar»: así como su vida aterroriza a los enemigos del reino, el terror que infunde lo aterroriza a él mismo. Asterión encarna la naturaleza bestial de las relaciones humanas. Sólo admite haberse comunicado con una víctima que le informa que su redentor llegará algún día, ahondando la relación entre temporalidad, otredad y existencia.

Es así que se produce una conexión entre el concepto de laberinto, hogar y jardín, simbolizando un espacio físico familiar pero no compartido a excepción de vínculos letales. Agotado, en la confusión de sus interminables días, Asterión interpreta el papel del “otro Asterión», imaginando a alguien como él, a quien no desea matar. Este alter ego virtual le permite participar en interacciones fuera de la lógica de la pulsión de muerte. Imaginar momentáneamente que, pese al ciclo de violencia al que está sujeto y del que participa, no todos los futuros están determinados.

Asterión no puede imaginar bultos en este jardín infinito, ni recordar nombres de amigos. No caben afiches de víctimas en un mundo no compartido: sin pluralidad, sin vida. Asterión no se pregunta quién recordará su nombre: suplicando el fin de su soledad, imagina si su redentor se parecerá a él o si tendrá cuerpo de toro y cabeza de humano.

La novela de Ts’ui Pen y este ejercicio imaginativo del minotauro habilitan una relación con la noción arendtiana mencionada. No todos los personajes existen en cada escenario futuro, ya que el potencial de un nuevo comienzo para la vida de cada individuo, inscripto en una cultura y biografía familiar atadas a una temporalidad específica, está influenciado y potencialmente limitado por la agencia humana: por gestos humanos que dan forma a «un porvenir tan irrevocable como el pasado».

Imaginar o reventar

Algún día dejaremos de decir que hay dos lados y hablaremos de la mutua implicación de unos con otros. La lógica de Teseo y Asterión ha predominado demasiado. Mientras en este tiempo se libran fatigosas batallas en laberintos subterráneos, y en la superficie se esparce la espectralidad de la congoja, hay palestinos e israelíes actuando incansablemente a partir de la no violencia. Mientras ellos lo intenten, nosotros no podemos dejar de señalarlo. Y si estos grupos fueran aún más chicos de lo que son, el esfuerzo representaría todo menos un gesto inútil.

La base de los reconocimientos recíprocos que defienden las agrupaciones pacifistas de la sociedad civil entraña la clave para una solución política: por qué no, más allá de los arreglos institucionales hoy conocidos. Estas iniciativas demuestran que la política emana de un compromiso deliberativo plural, que desplace la desolación del laberinto por un ejercicio compartido de duelo.

Si acción e imaginación son elementos indispensables de la política, el gesto de arrancar el rostro y sustituir su condición de víctima por la de ocupante deviene en uno decisivamente antipolítico. Si la desaparición física se acompaña de la simbólica, justificando la violencia como justicia por la naturaleza peligrosa del desaparecido, triunfa el terror sobre el discurso; en Argentina pagamos con sangre el peso de argumentos semejantes, desterrando nombres, identidades y cuerpos al mar.

El negacionismo de la humanidad de las víctimas de Hamas, el envalentonamiento del fervor antisemita, el silencio presuntamente comprometido con la causa palestina, parecen reintroducir, fuera de Medio Oriente, la experiencia del pogrom y el genocidio, fenómenos que explican la existencia misma del Estado de Israel. Reintroducen senderos donde no todas las vidas están aseguradas en ciertos porvenires.

El arrancar rostros es incompatible con una ética de justicia y solidaridad con la causa palestina. Más aún, es llamativa la publicidad con que algunos se presentan como nuevos perpetradores del secuestro cometido por Hamas, pero en contextos democráticos, confundiendo libertad de expresión con persecución. Cuan alejados de la proclama por la soberanía de un Estado palestino seguro y pleno, y cuán cercanos a la praxis de los violentos usurpadores de aquella bandera.

El arrancar los carteles es negar la veracidad de los actos de Hamas cometidos contra judíos, musulmanes, árabes, beduinos y extranjeros. La categoría de ocupante esconde la humanidad de todos ellos. Eso no es permisible. Menos si se hace en nombre de la defensa de la vida y la dignidad humanas que, por cierto, no promueve el califato soñado por Hamas. Es preciso enfatizar que la inocencia y el dolor de las víctimas civiles palestinas merece toda salvaguarda, y que la ponderación de la humanidad de los gazatíes por Hamas se reduce al de una mera munición en una guerra mediática. Pareciera que cuesta expresar esto y que, en cambio, cualquier consigna antisemita se cuela con facilidad.

El antisemitismo actual establece una cruel relación con lo visible: se aduce que la foto de un crimen es falsa; se desfigura el rostro invocado de una persona ausente; se soslaya la violación; y sobre el nuevo comienzo de la vida, se niega la ejecución de bebés. Estas formas empujan por fuera de los márgenes de la historia a los judíos y de la humanidad a quienes cometen estos actos y a quienes no los denuncian.

Esto ya lo vimos. La pregunta es si reproduciremos el espanto del laberinto fuera de Medio Oriente, y si buscamos imponernos un porvenir tan irrevocable como el pasado. ¿Aguardamos a algún “otro Asterión”, idéntico, inofensivo, pero plenamente imaginario, como principio indispensable para relacionarnos? ¿Nos sabemos capaces de producir las condiciones de relación entre grupos diversos que nos gustaría imaginar para Israel y Palestina, en contextos más favorables para ello? ¿Cultivaremos un jardín con nombres que recordar? Un vínculo ético-político no violento supone más que imaginar al otro como una amenaza que es incapaz de humanidad e incluso, de morir.