Siento que algo quiero decir

Estos párrafos son un extracto de una prédica que pronuncié hace varios años atrás. Siento que algo quiero decir. En estas horas de desolación, tal vez en su lectura a vuelo de pájaro, alguien pueda sentirse contenido en alguna que otra oración.
Por Dany Goldman

Es difícil entender en su completud el vínculo “invulnerable” que une al judío y lo judío con la Tierra de Israel. Aunque suene tautológico, conceptualmente es de un lazo que no puede conceptualizarse, porque trasciende el entendimiento. Es insondable; supera la geografía. Es de una familiaridad tal que trasciende cualquier cronología.

A lo largo de la historia, la gente debió mudarse de un país a otro y abandonó el recuerdo de sus antiguos hogares. Pero no es el caso de lo judío.

Nootros nos vimos obligados a abandonar nuestro viejo páramo -y lo digo en la primera persona del plural-, pero nunca a desmantelar la Tierra Santa ni nuestros recuerdos.

En todo recuerdo judío, la distancia territorial siempre estuvo norteada hacia Sión. Porque siempre hemos vivido en diálogo con Sión.

Aunque contradiga la idea bíblica de Caín, el concepto de exilio está vinculado a una interrupción que no es eterna. Porque se asienta en el anhelo de volver, de pretender retornar. Por lo tanto, es temporal, aunque los períodos de la historia sean muy extensos.

Si no se está sujeto a la idea de retorno, no hay exilio.

El exilio es el preludio a un regreso porque, en definitiva, es un término relacional: uno es exiliado de, y en esta relación siempre se pretende volver.

A.B. Yehoshua escribió que, cuando se abandona la significación del exilio, se produce el desapego. El “desapego” refiere de manera existencial al abandono y al quiebre con el lugar geografíco. En este sentido, me permito pensar que, en términos judíos, salvo que uno retorne a la tierra, “cuando se abandona el exilio, se abandona la esperanza”;nuestra esperanza añade “dos mil años” de exilio, según Naftalí Herz Zimber en su poema Hatikva. Posiblemente, sea la esperanza lo que nos ligó a la tierra; y no la tierra a la esperanza. Dicho de otro modo, no es posible ser judío sin esperanza. El judío puede “desesperar”, pero no “desesperanzar”. Abandonar el vínculo esperanzador es negar nuestra identidad. Cuando a los judíos no se nos permitió habitar nuestra propia tierra, decidimos no abandonar las memorias. Sión nunca representó una vaga evocación de un pasado distante, sino que -como dijo A. J. Heschel-“se transformó en una presencia en nuestra vida. Dondequiera que viviéramos, el cielo estaba sobre nosotros y Jerusalén frente a nosotros”.

Ben Gurión proclama el Estado de Israel, en un museo de Tel Aviv (14 de mayo de 1948)

Y vamos un poco más. La destrucción de Jerusalén en el año 70 es el comienzo de la historia de la angustia. La angustia es una zona vertiginosa de nuestro espíritu. Como si el tiempo se hubiese detenido, el vértigo que produce toda calamidad fue interpretado en el pensamiento judío como una secuela de la destrucción de Jerusalén. Como una angustia que no cesa, en nuestras plegarias seguimos sollozando por lo acontecido en el año 70. Y se hubiese superado si la separación con la Tierra de Israel se aceptara como definitiva. Pero si así hubiese sido, no existiría la esperanza ni lo judío. Soy sionista porque, para nosotros, es el movimiento que tiene como objetivo superar la angustia. No es el psicoanálisis. Es el sionismo.

Afirmar un significado es producto de una búsqueda. En mi caso, hay ciertas búsquedas que son teológicas. ¿Qué es la teología? Como el sionismo, es el intento de superación de una angustia. E Israel es una experiencia teológica, porque es un recorrido en el que redescubro la topografía de mi fe.

Nunca viví al sionismo como un movimiento político. Lo percibo como el retorno a nuestro refugio del desamparo del mundo. Como un camino hacia una tierra sagrada en el que reafirmo un proyecto sagrado, heredero del mandato bíblico que se esclarece en la aspiración de mis admirados David Ben Gurión y sus seguidores, y de Menajem Beguin y sus seguidores. “Testimonio”, “Acto Sagrado” y “Tierra Sagrada” conforman una tríada en la que se asienta la esperanza, no como espera pasiva, sino como acción comprometida, en la que, al decir de Amos Oz, se inspira en un libro, pero como una suerte de profecía materializada en una comunidad real que se gobierna a sí misma y que toma decisiones, desde triviales hasta trascendentales. O sea, “una comunidad donde la ley de la tierra exprese valores judíos inspirados por los jueces y los sabios judíos; donde el lenguaje de la tierra sea el de sus fuentes -el hebreo- hablado no solo por eruditos, sino por poetas, deportistas, cómicos y astros del rock, y donde la experiencia soberana se enfrente a todos los rincones de la existencia, para que su mensaje pueda ser plenamente articulado”. De eso se trata Israel, catalizador de la esperanza y del destino judío.

Comparto estas mínimas reflexiones con Lito Ginzberg, quien vive cerca de Haifa desde hace 25 años y me permite cobijar el arte de la amistad a partir de nuestra más tierna adolescencia en el shule Hertzlia de la Paternal. Cuando mis viejos viajaron a Israel hace 50 años, Lito venía todos los días a casa. Ese viaje coincidió, lamentablemente, con la guerra de Iom Kipur.

En la quimera de la inmensidad, este es un modo de estar hoy yo en tu casa. Kol hakavod, Lito querido.

Imagen de portada: Asedio y destrucción de Jerusalén, por David Roberts (1850).