Año Nuevo: tres mujeres, tres llantos

La tradición de Rosh Hashaná sugiere tres causas distintas para las lágrimas, dos que son vanas y desafortunadas, y una tercera que es heroica y constructiva. Los tres tipos están simbolizados por tres mujeres, cuyas lágrimas se recuerdan en esta festividad. Se trata de la madre de Sísara, de Hagar y de Rajel.
Por Rabino Yerahmiel Barylka

Hemos olvidado cómo llorar.  En los funerales o en el teatro, las lágrimas brillan por su ausencia. El majzor, devocionario de Rosh Hashaná, estuvo manchado y desteñido por lágrimas, las hojas se pegaban y parecían húmedas; hoy es tan blanco y limpio… que su frío estremece.

Es más fácil enviar un Emoji, el ideograma, usado en mensajes electrónicos que compartir nuestro sentimiento. Pero todavía somos seres humanos. Las lágrimas no derramadas, las emociones no expresadas y los gritos no articulados brotan de nuestro interior y buscan liberación. Puede que no sea posible restaurar la armonía interna sin ceder a ellas.

El Rebe de Kotzk (1787–1859) dijo que cuando se necesita llorar y se quiere llorar, pero no salen las lágrimas, es cuando el llanto es más desgarrador.

La tradición de Rosh Hashaná sugiere tres causas distintas para las lágrimas, dos que son vanas y desafortunadas, y una tercera que es heroica y constructiva. Los tres tipos están simbolizados por tres mujeres, cuyas lágrimas se recuerdan en esta festividad. Se trata de la madre de Sísara, de Hagar y de Rajel.

Sísara, fue un general cananeo, que atacaba a Israel sin piedad. Débora, una mujer, derrotó al arrogante caudillo pagano. En su canto triunfal de Débora, pinta el retrato de la madre de Sísara, esperando ansiosamente el regreso de su hijo: «La madre de Sísara se asoma a la ventana, y por entre las celosías a voces dice: ¿Por qué tarda su carro en venir? ¿Por qué las ruedas de sus carros se detienen?  Las más avisadas de sus damas le respondían, y aun ella se respondía a sí misma: ¿Será que han hallado botín, y lo están repartiendo? A cada uno (de sus soldados) una doncella (de las hijas de Israel), o dos; las vestiduras de colores para Sísara, las vestiduras bordadas de colores; la ropa de color bordada de ambos lados, para los jefes de los que tomaron el botín» (Shoftim 5:28-30). 

Representación de Sísara asesinado por Yael, por Lambert Lombard (1530-1535).

Pero el engaño no es eterno. La verdad debe salir a la luz. Su hijo ha muerto. La madre de Sísara rompe en sollozos incontrolados. Fueron 100 sollozos. La guemará cita un versículo escrito sobre la madre de Sísara: «Por la ventana miraba y gemía [vateyabev], la madre de Sísara» (Shoftim 5:28). Por esta razón los judíos, en Rosh Hashaná, hacemos sonar un total de 100 notas en el Shofar. Una historia hermosa y compasiva. Un brillante ejemplo de generosidad y perdón históricos: revivimos el dolor y la angustia de la madre de nuestro enemigo. ¿Pero no hubo madres judías que perdieron a sus hijos en la misma guerra? ¿No hubo sangre judía derramada en nuestra larga historia, ni lágrimas judías derramadas por madres afligidas? El rabino Norman Lamm, cree que lo que los rabinos querían darnos con su pensamiento una moraleja de gran importancia: la madre de Sísara vivía en un mundo de ensueño. Se negaba a enfrentarse a la realidad y a contemplar su lado amargo. Y cuando vives en un mundo de ensueño debes esperar pesadillas. Ella había imaginado que su posición exaltada como madre de un conquistador exitoso la curaba del dolor y la tragedia, eso estaba reservado sólo para el despreciable enemigo, Israel. Era culpable de un optimismo inmoral, el tipo de perspectiva que caracteriza a los irreflexivos y arrogantes de todas las épocas. El suyo fue un sueño pomposo que se derrumbó bajo el peso de sus propias ilusiones.

Y esto es, en efecto, lo que nos recuerdan el shofar y Rosh Hashaná: hay un Día del Juicio y de rendición de cuentas. No vayas por la vida ignorando alegremente las consecuencias que temes. Quien se sienta en la cima del mundo no tiene la seguridad de que su mundo no se derrumbe bajo sus pies. La seguridad absoluta es un mito. La vida no es tan cierta, tan garantizada como la mentalidad altiva e irreflexiva que la madre de Sísara le hace creer. Cuidado con esas ilusiones vanas y peligrosas. ¿Acaso no conocemos en nuestras propias vidas el tipo de mentalidad que descubre su petulancia y su confianza en sí misma acribilladas, sólo cuando ya es demasiado tarde? Lo vemos a diario en los actos y dichos de los ministros de nuestros países, que desconocen la voz del pueblo que manifiesta su protesta ante sus despóticas acciones. Lo vivimos cuando la pareja que no busca consejo para sus graves problemas; cuando las personas ignoran los síntomas médicos; cuando la madre que se da cuenta de que sus hijos van por mal camino y no dice ni hace nada, todos ellos se adormecen con un falso bálsamo, asegurándose a sí mismos que todo está realmente bien y que nada irá mal. ¡Qué lamentables son las lágrimas que se derraman inútilmente cuando, más tarde, explota la ilusión en las narices…  en la infame tradición de la madre de Sísara!

Rosh Hashaná nos lo recuerda, nos dice que nada está garantizado en la vida, que ignorar el peligro es invitarlo, y que es mejor enfrentarse a la realidad ahora que llorar en vano después.

Una representación de Agar y su hijo Ismael en el desierto (1819) de François-Joseph Navez.

La otra mujer de nuestro Rosh Hashaná es Hagar:  «Y le faltó el agua del odre, y echó al muchacho debajo de un arbusto, y se fue y se sentó enfrente, a distancia de un tiro de arco; porque decía: No veré cuando el muchacho muera. Y cuando ella se sentó enfrente, el muchacho alzó su voz y lloró» (Bereshit 21:15-16).  Leemos sobre Hagar en la porción de la Torá del primer día de Rosh Hashaná. Fue la sierva de Sara a la que Abraham, a instancias de Sara, desterró de su casa. Llevó a su hijo Ishmael al desierto, y cuando el agua de su cántaro se agotó, arrojó al niño lejos, diciendo patéticamente que no quería verlo morir. Alzó la voz y lloró. No hizo ningún intento de salvar al niño, ninguna búsqueda de un oasis -que de hecho estaba allí, ante sus ojos-, ningún esfuerzo real por cambiar su peligrosa situación. Simplemente levanta la voz y llora: es el grito de la desesperación, de un pesimismo mórbido y fatalista. El suyo es un «realismo» que conduce a la resignación. A diferencia de la madre de Sísara, ella ve los «hechos» con demasiada claridad. Hagar contempla el gran desierto de la vida y se somete a él. Rosh Hashaná también nos recuerda este llanto. Del mismo modo que nos disuade de albergar las peligrosas ilusiones de la seguridad total, nos previene del fatalismo igualmente peligroso, la desesperanza que paraliza toda voluntad e iniciativa. Recordando esas lágrimas, aprendemos a evitar vivir de modo que también nosotros nos veamos obligados a derramarlas. ¡Y qué importante es ese consejo!

Los resultados, moralmente hablando, son desastrosos. Si no hay futuro, el presente pierde todo su valor. Si no hay nada por lo que construir, no hay nada por lo que vivir. Si, como decían los cínicos citados por Isaías, «mañana moriremos», entonces «comamos, bebamos y alegrémonos», y renunciemos a cualquier propósito serio en la vida. Este es, pues, el resultado de la mentalidad de Hagar en su fatalismo, su absoluta desesperanza ante la adversidad. Es el tipo de mente que, al ver ante sí el desierto, se siente tan abrumada por él que se ensancha y se prepara para morir con un gemido. Y en ese intervalo entre la desesperación y la muerte, ¿merece la pena ser templado o sobrio o casto o respetuoso de la ley? Las lágrimas de Hagar y todo su estado de ánimo sugieren una desesperación de la que nace la delincuencia. Ambos planteamientos son peligrosamente erróneos. Una sociedad, como un individuo, que alterna entre los estados de ánimo de euforia y depresión, entre la madre de Sísara y Hagar, muestra síntomas de manía moral y psicosis espiritual. Ni el llanto de una ni el de la otra es por nosotros.   

Las que nos inspiran hoy son las lágrimas de una madre judía.

Representación de Raquel lamentándose por sus hijos.

Rajel es la tercera mujer que lloró. Leemos sobre ella en la Haftará del segundo día de Rosh Hashaná, en el que es uno de los pasajes más conmovedores y las imágenes más enternecedoras de la literatura. Yirmiyahu describe a la madre Rajel llorando desde su tumba por sus hijos, que son desterrados de sus hogares al exilio. «Así dice Dios: Se oye una voz en Ramá, lamento y llanto amargo; Rajel que llora por sus hijos, y rehúsa ser consolada por sus hijos, porque perecieron (Yirmiyahu 31:14).  He aquí una mujer cuyas lágrimas han conmovido la historia. A diferencia de la madre de Sísara, no provienen de vivir una vida fácil y de engañarse a sí misma imaginando que nunca llegará un día de ajuste de cuentas. Rajel vivió una vida dura y breve; conoció los problemas y la angustia. Ve a sus hijos partir al exilio y reconoce la amargura de la realidad. Pero, a diferencia de Hagar, se niega a doblegarse ante estas realidades. Se niega a someterse, se niega a adaptarse, se niega a aceptar el exilio y la destrucción como última palabra. Su grito, sus lágrimas, su protesta a Dios, son la característica del judío de todos los tiempos. El alma judía contempla la realidad en toda su fealdad, pero se propone transformarla. Las lágrimas de Rajel son las lágrimas de un alma valiente que no cederá ante el mundo, sino que hará que el mundo ceda ante ella, aunque le cueste.

Las lágrimas de la madre de Sísara y las de Hagar son el final de su historia; para Rajel son el principio, dice Lamm.

El llanto de Rajel tiene una respuesta: «Así dice Dios: Reprime tu voz del llanto, y tus ojos de las lágrimas; porque tu trabajo será recompensado —declara el Señor—, pues volverán de la tierra del enemigo y hay esperanza para tu futuro, dice el Señor, y tus hijos volverán a casa».

La actitud judía, simbolizada por el llanto de Raquel, se aleja del extremo de ignorar los hechos y del de rendirse ante ellos.

Debemos jurar que nunca perderemos la esperanza.

Si adoptamos el enfoque genuinamente judío de una Rajel, entonces hay esperanza para nosotros. No nos atrevamos a considerar las ideas complacientes de aquellos que tontamente nos dicen que todo va bien y que no hay motivo para preocuparse; aquellos que, imbuidos del mismo opiáceo que embotó la mente de la madre de Sísara, están ciegos ante los rasgos negativos de la vida. Pero, al mismo tiempo, no osemos a adoptar una actitud como la de Hagar y suponer que las cosas están tan mal que nada servirá.

Conociendo la realidad, procedamos a transformarla en una realidad mejor.

Aprendamos más sobre el judaísmo, sobre el pueblo judío, sobre nosotros mismos. No nos conformemos viendo los grandes congresos que algunos burócratas israelíes organizan para repartir pasajes a sus amigos del partido. Animémonos ir a la sinagoga y llorar las lágrimas de Rajel; que nos salvarán. Retomemos en nuestras manos los libros sobre judaísmo que hoy tanto abundan pero que reposan congelados en nuestras bibliotecas. Rechacemos las lágrimas que no son más que la destilación de ilusiones vanas o resignación mórbida. «Los que siembran con lágrimas, cosecharán con gritos de alegría» (Salmos 126).  No nos avergüencen las gotas de rocío del heroísmo moral creativo que sembrarán las semillas de la esperanza, así debamos esforzarnos para compartirlas con nuestros hermanos dormidos.

Que este año, nos libere de nuestras esclavitudes internas, de la indiferencia y nos brinde esperanzas de un tiempo mejor para nosotros y para los demás. 

Leshaná tová ticatevu vetejatemu.

Yerahmiel Barylka

Maale Adumim

Israel

Imagen de portada: Toca del shofar en la sinagoga en Rosh Hashaná. Grabado de Bernard Picart.