En la década del sesenta, en Israel había un reverdecer del folklore que se nutría de la inocencia de los paisajes kibutzianos, las baladas y la épica de las batallas pasadas. Cuando un incipiente movimiento de rock surgía del under de Tel Aviv, una guerra cambió todo. Se la conoció como la Guerra de los Seis Días, que nos legó la imagen de un Israel que emulaba la transformación del David pastor y poeta, al David guerrero y conquistador. El David fundador de la capital eterna, Jerusalem. Esa Guerra tuvo un himno musical en la pluma de Nomi Shemer, como fue Jerusalem de Oro. Todos los miedos se habían disipado en seis días. Y al séptimo Israel descansó en una supremacía militar, que ya no permitiría que otros pueblos pusieran en tela de juicio su supervivencia.
Pero en tiempos de vinilos, todo disco tenía su lado B. Comenzaban a sonar las primeras voces que se preguntaban si acaso era el destino de Israel mandar a sus hijos a morir una y otra vez. Eso se preguntaba Meir Ariel en la olvidada Jerusalem de Hierro de 1967. Él, integrante de la brigada de paracaidistas que fue responsable del operativo de reconquista de Jerusalem, se preguntaba si alguien había reparado que esas murallas doradas tenían el plomo de las balas incrustado.
Y también se oían las primeras preguntas sobre el impacto a futuro que tendrían las conquistas militares y las tierras ocupadas si lo que se buscaba era un futuro de paz, como pregonaba Iankele Rotblit en su Canción para la Paz (Shir la Shalom), según bien se narra en el podcast “Shir Ejad”, que se puede escuchar en hebreo en las diferentes plataformas.

En 1970, el escritor y dramaturgo Hanoch Levin estrenaba en el Teatro Hacameri de Tel Aviv la sátira “La reina de la bañadera” que incluía temas como “Vos, yo y la próxima guerra” o “Padre mío, cuando te pares frente a mi tumba” («entonces pedime perdón», cerraba el poema) que ponía en escena la crudeza de los cuestionamientos que ciertos sectores de la sociedad israelí hacían sobre el futuro que se estaba construyendo.
Pero el consenso aún no estaba quebrado y las autoridades de Hacameri se vieron obligadas a bajar la puesta luego de reiteradas protestas y el boicot a la obra de Levin.
Por entonces, también las “panteras negras” israelíes expresaban con intensidad y violencia su hartazgo por el lugar que la narrativa sionista oficial, que dio forma al Estado de Israel, había destinado a los judíos de origen sefaradí. Un desplazamiento que se sentía en lo social, lo económico, lo político y también lo cultural.
El invierno muy crudo se avecinó
En un clima de tensión internacional por la crisis del petróleo y de tensión interna, que recrea en parte la miniserie “Shaat Neila” -que se puede ver en HBO Max- Israel recibió un sorpresivo ataque en octubre de 1973, en Yom Kipur. La guerra, que finalmente resultó victoriosa para Israel, dejó el mayor saldo de bajas en las filas israelíes en la corta historia del país y las tensiones políticas llevaron a la dimisión en 1974 de la Primera Ministra Golda Meir y la sucesión a cargo de Itzjak Rabin, que tres años más tarde renunciaría poniendo fin a la hegemonía del laborismo israelí en la conducción del Estado desde su creación, abriendo las puertas para que en 1977 Menajem Beguin se convierta en el primer referente de la derecha israelí en asumir el gobierno.
Así como luego de la Guerra de los Seis Días fue un integrante del regimiento de paracaidistas el que llevó la voz crítica, en esta ocasión también sería un ex oficial del Tzahal quién elevaría su voz crítica.
Nacido apenas unos meses antes de la Declaración de la Independencia, y sobrino del ex Ministro de Defensa Moshe Dayan, la pluma y la voz de Yonathan Geffen emergieron como una luz en las tinieblas.
En 1974 había publicado en el periódico Maariv un poema basado en “El principito”, la popular alegoría de Saint Exupery. Solo que en este caso el principito era un integrante del Ejército de Defensa de Israel que ya no volvería a temer por la integridad de su rosa, porque ahora su pequeño corazón ya estaba helado.
En Estados Unidos, el movimiento antibélico contra la Guerra de Vietnam se hacía oír en los monólogos satíricos del stand up, las canciones de Bob Dylan y los poemas beatnik de Allen Ginsberg entre otros.
Geffen -que este año falleció- había sufrido en carne propia el impacto de los cuerpos tendidos en el frente de batalla y logró sintetizar todas esas expresiones en artículos, performances y canciones que iba presentando en giras por todo el país.
La crítica a los gobernantes y las elites militares, se sumó al cuestionamiento a los consensos que habían moldeado a la sociedad israelí: los privilegios para los sectores ortodoxos, el machismo, la familia tradicional, los valores sionistas y el orgullo ganado en los campos de batalla. Ya nada era sagrado en la tierra prometida.

Desde una perspectiva más inocente, pero en la misma sintonía, emergía en paralelo la banda Kaveret. Producto de la reunión de antiguos camaradas de las bandas musicales del ejército y con base en la radio, dieron vida a un absurdo antihéroe, de nombre Poogie, que protagonizaba las hilarantes historias que se tejían entre canciones y dramatizaciones y se metieron de lleno en el cancionero popular israelí hasta hoy. Una crítica blanda pero que sin dudas abonó a la conciencia de una nueva generación. Los hijos de los fundadores del Estado se decidían a escribir su propia narrativa tras tres décadas intensas que finalmente se coronaron con el primer acuerdo de paz con Egipto en 1978, hito que Geffen narrará con cierto desencanto en «Ihie Tov» (Estará bien), junto a David Broza.
Las voces se iban sumando desde el margen hacia el centro. Y en el centro estaba un ícono como Yehoram Gaon, un artista del consenso que con voz dulce le prometía a su pequeña hija que esa sería la última guerra.
Y ese fin de las guerras, que finalmente sabemos no fue tal, tuvo cierta perspicacia en comprender que difícilmente los países vecinos se volverían a levantar militarmente contra un Israel que demostraba superioridad una y otra vez. Pero que no supo o no quiso ver lo que se estaba gestando en los territorios en disputa, herencia directa de la Guerra de los Seis Días. Tensiones que dieron origen a la OLP, a la Guerra del Líbano y finalmente a la Intifada de 1987. Porque para entonces había «un país de piedras y bombas molotov, frente a una Tel Aviv festiva y efervescente», como supo describir la voz de Nurit Galron en “Detrás nuestro, el diluvio” (Ajareinu Hamabul).
Serán también los años del rock de Tamuz que preanunciaba «el fin de la temporada de naranjas«, uno de los símbolos de la producción agrícola kibutziana, mientras todos cantaban «tu y yo cambiaremos al mundo» junto a Arik Einstein.
Fusil en mano
Pero lo que de algún modo logró La última guerra, interpretada por Yehoram Gaon, escrita por Jaim Jefer, fue canalizar el hartazgo social hacia el destino de guerra que aparecía como inevitable para una sociedad que ya quería soñar otros sueños y otras pesadillas.
En 1997, fue nuevamente una de las bandas musicales del ejército la que recordó aquel invierno de 1973. Era la hora de la generación de los hijos de la Guerra, que envuelta en uniforme y fusil en mano traía al presente la promesa de que aquella, la del 73, habría de ser la última de las guerras.
Efectivamente, la guerra de Yom Kipur no significó el fin de la omnipresencia del conflicto árabe-israelí en la cultura israelí. Pero fue, sin dudas, el prolegómeno del movimiento pacifista Shalom Ajshav (Paz Ahora), y el motor en el inconsciente colectivo de una sociedad que había perdido la inocencia para siempre.