Opinión:

Morcillas para el diablo

“Años atrás, un curioso buceador de la estadística aérea advirtió una anomalía extraña sobre el gráfico. Los matrimonios que sobrevivían juntos a los accidentes, indicaba la curva, se divorciaban en una proporción notable. La indagación progresiva del enigma arribó a una conclusión sorprendente. El malestar conyugal derivaba de la misma experiencia penosa. En esos dramas viajeros estas parejas habrían expresado u observado dimensiones desconocidas de miedo cerval, impotencia o egoísmo”. Así comienza este artículo este reconocido psicoanalista venezolano.

Por Fernando Yurman

Obtenido con fugacidad, ese saber lacerante los humillaba sin cesar, y no era tolerable. Una revelación imprevista, que podía no haber acaecido, había dislocado el vínculo.
Lo interesante es que esa experiencia se puede extrapolar a los grupos y a las sociedades. Crisis, anomia, desastres, dictaduras, vivencias represivas, iluminan cavernas desconocidas del otro y del sí mismo. Sus revelaciones relampaguean posteriormente en las relaciones más íntimas.
La desidealización interpersonal, el miedo vivido o atisbado, la pérdida de creencias, el oportunismo inclemente, impiden, cuando las cosas mejoran, el reencuentro pleno. La experiencia difícil se convierte en una prueba colectiva que fija los vínculos bajo una luz despiadada. Sucede silenciosamente, pero no es inocuo.

El retorno de la ‘salud de hierro’

De mismo modo que un inadvertido producto químico puede desatar un desajuste ecológico, también las toxinas de un sofisma ideológico pueden dañar una sociedad. Un cuadro distorsionado del Medio Oriente se constituyó hace poco en un desastre de este tenor. Sobre un horizonte de críticas, ocasionalmente justas, se formaron las espesas nubes del prejuicio.
El viejo antisemitismo retomaba su mala salud de hierro. Subía sin muecas detrás de razonamientos que aparentaban ética pública. Hubo falsas indignaciones, iracundas interpretaciones geopolíticas que apenas conocían el mapa.
La ignorancia enciclopédica que se desplegaba sin timidez, no explicaba sus goces destructivos. Con igual plenitud se ignoran las fronteras y las historias del Cáucaso, de Shamil, y no por ello suceden declaraciones apasionadas sobre Chechenia, que libra una guerra nacional desde el siglo XIX, o sobre el pueblo subsahariano; tampoco se hicieron en su momento sobre la atroz limpieza étnica realizada en Bosnia o sobre el exterminio de los kurdos. Israel no hizo limpieza étnica ni exterminio. Pero el bombardeo, en cuyas 700 bajas se contaban muchos civiles, mereció la infame conceptualización de genocidio. Ni siquiera se forzó la censura a bombardeos de ciudad abierta, como la que hicieron a los alemanes en Coventry y Guernica, a los aliados en Dresden, o a los españoles en Marruecos.
Tampoco alguna figura de bajas mezcladas, como la de Rusia cuando los terroristas tomaron un teatro y una escuela. Los 700 muertos fueron canjeados sin más como genocidio para emparejar con los seis millones de judíos. No hubo protestas similares en los genocidios reales de África o Indonesia (porque genocidio es el intento deliberado de eliminar una etnia, y no una lucha por tierra o petróleo).

“Nunca nos perdonarán Auschwitz”

Lo central de estas proclamas recientes era la fantasía de un genocidio cometido por judíos. Hay en eso una gran felicidad antisemita: odiar a cara descubierta lo que antes resultaba vergonzante. Antiguos escenarios religiosos pudieron empalmarse sin solución de continuidad con una artificiosa ideología tercermundista. Se gesta así, sobre una vieja pasión malsana, una nueva virtud ideológica. Como sucede con los amores a primera vista (largamente preparados por fantasmas inconscientes), los odios a «primera vista» tampoco son enteramente nuevos. ¿Cuánto hace que en las conmemoraciones europeas se trataba de considerar el Holocausto -incluso- con esta palabra religiosa, en vez de genocidio-como tragedia esencialmente europea, y en algunos casos polaca o alemana?
Era claro que a pesar de los seis millones, el Holocausto resultaba demasiado importante para dejárselo a los judíos. Como había observado G. Meier «a los judíos nunca nos perdonarán Auschwitz». Y esta fue una breve oportunidad para ese trueque. Desde el lado del Oriente, el Presidente de Irán lo había manifestado con toda la franqueza agresiva que Europa calla.
Extremaba su furia contra esa «incomodidad» geográfica. A los otros países vecinos a Israel, parece suponer, las fronteras no les fueron derivadas por el azar colonial y la vaguedad de los califatos. Procedían de algún espíritu absoluto de tipo islámico que se abría paso en la arena y desembocaba en la duna precisa. El mito pueril de una legitimidad que traza la forma «verdadera y eterna» de las naciones hereda, en este caso, una infamia europea.

La falsa inocencia

Lo que en tiempo de los zares, de Dreyfus y los pogroms, se llamaba con un eufemismo «la cuestión judía», devino geopolíticamente en cuestión israelí». Morcillas del diablo para una cultura occidental que había logrado en medio siglo disminuir su prejuicio (extirparlo habría sido imposible). Tres semanas y setecientas bajas dejaron retornar los goces del querido odio. Además, en un escenario con vides, palomas y cielos redentores, las mejores metáforas para ejercer una falsa inocencia. Reseca de abstracciones, agotada de vacuidad, alguna izquierda no desperdiciaría la sentimental oportunidad.
Igual que a los matrimonios de aviones accidentados, algunos incidentes ideológicos enferman más que la anécdota. Dejan secuelas hondas en el alma colectiva. Revelaciones de la degradación y la pasión malévola mayores que lo visible. No para los judíos, que perduraron y prevalecieron en siglos de prejuicio, sino para la ética pública. La salud social está articulada de valores, creencias, índices y referencias más hondas que el oportunismo ideológico, pero igual es afectada. «El socialismo de los estúpidos» llamó un alarmado Lenín al antisemitismo y Sartre lo redefinió como «la pasión de los mediocres».
No hay razones para renovar ese dictamen. Solo agregar que la estupidez es un recurso natural renovable, tiende a hacer plaga, y propicia consecuencias nefastas. Un avezado psicoanalista inglés, W. Bíon, consideraba la estupidez un rasgo patológico, una categoría clínica; promoverla intencionalmente debería considerarse un delito.