Publicado en el New York Times, 03/08/2023

El Movimiento por la Democracia en Israel se construye sobre una contradicción. Eso es un logro.

El movimiento de protesta anti reforma cumple siete meses; su continuidad y su tamaño se debe a que el estandarte principal es el de la defensa de la democracia dentro de Israel, pero también lo es porque aquellos que se oponen a la ocupación están intensamente involucrados. Si se continúa transformando el sistema de gobierno israelí, probablemente utilice sus nuevas herramientas para aplastar la disidencia. A la larga, la democracia y la ocupación no pueden coexistir.
Por Gershom Gorenberg. Traducción Kevin Ary Levin

Era sábado a la noche, jornada de protesta en Israel, como viene siendo cada semana desde enero, desde que el gobierno del Primer Ministro Beniamín Netanyahu reveló su plan de “reforma judicial”, un nombre engañoso para describir un proyecto de cambio de régimen. Pero durante esta noche de mediados de julio había una creciente sensación de crisis: el Parlamento israelí se preparaba para aprobar la primera ley del paquete propuesto, restringiendo la capacidad de la Corte Suprema de evitar abusos de poder por parte del gobierno. En el centro de Jerusalén, miles de personas marchaban en un trayecto corto de la residencia presidencial a la casa del primer ministro. Tantas banderas israelíes con su azul y blanco ondeaban en la cálida brisa que parecía que una raya de luz diurna se había pintado en el cielo oscuro.

Dentro de la multitud, el ambiente era una combinación de enojo y de alegría del enojo compartido, mientras el ruido era un ensordecedor grito de “De-mo-kra-tia”. Cerca mío, adolescentes con remeras con la frase “I love Bagatz”, usando el nombre de la Corte Suprema cuando recibe casos de los ciudadanos contra el gobierno. En contraste, había visto antes a un manifestante con un cartel que rezaba: “La Corte Suprema legitima la ocupación”. Dos mujeres llevaban un cartel con un dibujo de un elefante y las palabras “La ocupación en la sala”, en protesta contra el silencio de los otros manifestantes sobre este tema. Al lado mío, un joven delgado usaba la bandera israelí como capa mientras sostenía un cartel con la inscripción: “La democracia y la ocupación no pueden coexistir”.

En estos carteles y lemas hay una fotografía del enorme movimiento por la democracia que surgió en Israel este año, y de la fisura que lo recorre. El tamaño de las protestas ha sido posible porque el estandarte principal es el de la defensa de la democracia dentro de Israel, pero también lo es porque aquellos que se oponen a la ocupación están intensamente involucrados.

Para el liderazgo más visible del movimiento de siete meses de edad, los temas clave que durante mucho tiempo han definido a la izquierda y la derecha en Israel -la ocupación, mantener o renunciar a territorios, los asentamientos en Cisjordania- apenas se encuentran en la agenda. Esta decisión ha permitido que israelíes de la centroderecha y la derecha se sumen y hasta asuman roles de liderazgo. Pero para muchos otros manifestantes no tiene sentido hablar de democracia mientras se ignora la ocupación israelí de Cisjordania. En principio, tienen razón: hay una contradicción esencial entre la democracia liberal y la negación de derechos a los palestinos.

El hecho de que la coalición de protesta en Israel se ha mantenido unida tanto tiempo, a pesar de sus tensiones muy públicas, es un logro notable. La tendencia muy común dentro de los movimientos, de exigir coherencia interna y luego dividirse entre facciones en pugna, ha sido en su mayoría evitada. Esa alianza continua es esencial para lo que se está convirtiendo en una larga lucha. Sólo manteniendo un enfoque de “carpa grande” puede el movimiento democrático mantener y aumentar sus números y vencer los planes dictatoriales del gobierno.

Esta coalición improbable tiene también sentido cuando observamos cómo emergió la actual crisis política. En los términos más sencillos, la ocupación es la condición preexistente que ha debilitado la democracia israelí durante décadas. Pero el drama político de Israel es una trama que ocurre en un contexto de una pandemia de gobiernos electos en todo el mundo que están encontrando caminos legales para establecer regímenes autocráticos. La crisis de Israel ha surgido como resultado de ambos factores. Una gran cantidad de israelíes que ignoraban la crisis crónica de la ocupación, o que hace tiempo renunciaron a la búsqueda de una cura, reconocen de todas formas la amenaza nueva y acuciante a la frágil democracia israelí.

La división dentro del movimiento, lo admito, es un reflejo de la disonancia que he experimentado hace tiempo dentro de las dos facetas de mi vida como israelí. Pasé muchos de mis 40 años como periodista cubriendo la ocupación. Estuve sentado en el living de la casa de una amable pareja dentro de un asentamiento mientras me describían cómo ellos y sus vecinos participaron de un raid en una aldea palestina. Hurgué por los decretos que permiten a los colonos de Cisjordania vivir de forma efectiva bajo la ley israelí mientras que los palestinos viven bajo control militar. Manejé por la ruta de la barrera de separación israelí a través de Cisjordania con el coronel que la diseñó y me ahogué con gas lacrimógeno israelí en manifestaciones palestinas en contra de la construcción de la misma barrera.

Luego regresé a mi casa dentro de Israel e informé todo esto sin temer una represalia por parte del gobierno. Voté en elecciones libres. Viví dentro de una democracia fallida, pero real. Sí, la democracia liberal y la ocupación sin término son una contradicción. Lamentablemente, a los países se los entiende mejor por sus contradicciones.

Aquí va una historia personal sobre contradicción: en 2003, cuando investigaba para escribir mi libro El imperio accidental, pedí acceso a los registros históricos sobre el proyecto de asentamientos en el archivo militar israelí y me lo denegaron. Presenté entonces una demanda judicial contra el archivo ante la Corte Suprema de Justicia. Eventualmente, me dieron acceso a unos 40 expedientes. Uno de ellos demostró que en un fallo inédito de 1973, la Corte Suprema había aceptado un argumento engañoso del gobierno para expulsar a miles de beduinos residentes del Sinaí (entonces bajo ocupación israelí) de su tierra. En mi caso, la intervención de la Corte había sido en defensa de la libertad de información en Israel. Como demostró mi investigación, la Corte había también legitimado la ocupación.

La Corte también ha impedido ocasionalmente movidas que violaban de forma flagrante los derechos palestinos. Hace sólo tres años, anuló una ley que habría legalizado asentamientos judíos en Cisjordania construidos sobre tierras palestinas de propiedad privada. Decisiones como esta son parte del motivo por el cual buena parte de la derecha busca sacarle el poder a la Corte.

En Israel, las restricciones principales del Poder Ejecutivo son la Corte Suprema y el Procurador General, un funcionario civil independiente cuyas opiniones legales son vinculantes y que encabeza las querellas estatales. Como ha señalado la socióloga Kim L. Scheppele, a nivel global, la estrategia común entre los nuevos autócratas es lanzar “reformas legales que remuevan los impedimentos al Poder Ejecutivo”. La ley que la coalición de Netanyahu consiguió aprobar en la Knesset el 24 de julio entra cómodamente dentro del manual: elimina el poder de la Corte de anular actos “extremadamente irracionales” por parte del gobierno. Entre otras cosas, esto pavimenta el camino para que el gabinete despida de forma sumaria a la Procuradora General, Gali Baharav-Miara, quien ha resguardado celosamente su independencia. La designación de un Procurador adicto para reemplazarla podría teóricamente generar la caída de las acusaciones de corrupción contra Netanyahu, propiciando así un cierre rápido para su largo juicio (Netanyahu niega que piensa reemplazarla, pero los manifestantes tienen pocos motivos para creerle).

Yendo más lejos, la ley israelí permite la presentación de denuncias por difamación contra alguien que hable negativamente sobre todo un colectivo humano. Este tipo de denuncias son infrecuentes y deben ser aprobadas por el Procurador General. Pero un procurador designado para hacer lo que le pide el gobierno podría, por ejemplo, iniciar acciones legales contra un periodista que escriba un artículo mordaz sobre los colonos o sobre los miembros del partido Likud. El impacto que esto tendría en los medios es contundente.

El siguiente paso en las llamadas reformas sería darle a la coalición gubernamental control pleno sobre la designación de los jueces de la Corte Suprema. Dado que la Corte Suprema elige a uno de sus miembros para encabezar el comité que supervisa las elecciones, una corte adicta a los partidos de gobierno pondría en peligro la realización de elecciones democráticas. En otras palabras, una dictadura tendrá lugar bajo la fachada de una democracia.

Las protestas que se iniciaron en respuesta son intensamente patrióticas. Resulta que, en Israel, la defensa del país hace salir a más personas a la calle que la invitación a criticar a su país. Una encuesta reciente realizada por el Centro Viterbi de Investigación sobre Opinión Pública y Políticas del Instituto por la Democracia Israelí, encontró que 23% de las personas dentro de una muestra de alcance nacional había participado en las protestas. Esto incluía un 10% de personas autoidentificadas como de derecha.

Los críticos dentro del movimiento de protesta, y los de afuera, pueden argumentar justificadamente que la igualdad plena para los ciudadanos árabes nunca ha sido lograda dentro de Israel, y que esta igualdad ha sido íntegramente denegada en los territorios ocupados. “¿Cómo podemos hablar de democracia mientras los palestinos viven bajo control militar?”, me dijo un activista del Bloque Anti-Ocupación en la protesta. Los miembros del bloque marchan regularmente en las manifestaciones masivas de Tel Aviv los sábados a la noche.

En lo que respecta a los otros manifestantes, su postura a veces es poco clara: ¿defienden a Israel tal y como piensan que es, o como piensan que debería ser? Puedo vivir con esa ambigüedad, dado que el Israel problemático que tenemos hasta ahora es mucho mejor que el Israel que Netanyahu intenta crear. La fortaleza de la coalición de protesta y su potencial de transformar la trayectoria del país se encuentra justamente en su base amplia.

Si el gobierno continúa transformando el sistema de gobierno israelí, probablemente utilice sus nuevas herramientas para aplastar la disidencia. Informar honestamente sore la ocupación y expresarse en su contra podrían convertirse en tarea peligrosa. Las elecciones se realizarán, pero elegir un gobierno que busque la paz y no la anexión será mucho más peligroso.

A la larga, la democracia y la ocupación no pueden coexistir. La única esperanza de curar algún día la condición crónica y potencialmente terminal de Israel -la ocupación- yace en superar la afección grave de hoy. Por ahora, todos los que intentemos salvar la democracia israelí nos encontramos del mismo lado.