La asunción del gobierno de extrema derecha de Benjamín Netanyahu hace pocos meses, ha instalado una dinámica socio-política difícil de prever incluso para los más pesimistas.
Según investigadores especializados en la historia del Estado de Israel, muchos de los fenómenos negativos que hoy afloran en la realidad israelí tienen raíces muy lejanas. Pero la acumulación de pequeños deslizamientos y concesiones al pensamiento retrógrado, al irredentismo y a la colonización de los territorios ocupados a lo largo de décadas, parece haber cristalizado en nuevos fenómenos que la propia sociedad hoy parece no tolerar.
Se trata de discursos de odio, medidas institucionales antidemocráticas y comportamientos sociales violentos que cuestionan la imagen que el Estado de Israel supo proyectar, tanto hacia afuera como hacia adentro del país, vinculada a la idea de ser “la única democracia de Medio Oriente”.
Nunca como en este momento la parte más consciente de la sociedad israelí parece sentir la preocupación por un proceso social-político-cultural que se ha salido de cauce, poniendo por primera vez sobre la mesa el peligro del resquebrajamiento de la identificación con el Estado nacional y del ocaso del régimen pluralista que rigió en la escena política israelí hasta el momento.
La ultraderecha
El proceso de ocupación de los territorios ocupados, una política asumida a medias por las diversas administraciones -que han mantenido una dualidad sobre el status legal de esa empresa-, ha generado un conjunto de actores y mentalidades que están envenenando la vida política israelí, a través de la influencia que una derecha mesiánica, autoritaria y violenta ejerce sobre el espacio diverso de la derecha israelí.
Es una generación de jóvenes educados en la idea de la superioridad de los judíos sobre los árabes, del derecho divino a la ocupación de Cisjordania, y por lo tanto de la legitimidad de cualquier acción que permita cumplir con lo que estaría escrito en la Torá.
La Israel laica, moderna, progresista, orgullosa de sus logros científicos, culturales y económicos ha tolerado -y en algunos casos aceptado- los comportamientos agresivos y fascistas de los colonos, no sólo contra la indefensa población árabe, sino contra las propias fuerzas del Ejército de Defensa, cuando intentaron poner límites al expansionismo “privado” de los colonos.

En Cisjordania se dejó que creciera una situación de doble poder, entre la administración militar israelí y las decisiones de los colonos más fanáticos de crear más y más asentamientos, sin importar la aceptación o no de las autoridades. Las presiones norteamericanas, a lo largo de las décadas, sólo han logrado frenar transitoriamente la tarea de colonización, que nunca sufrió ningún retroceso significativo.
Se dejó crecer el fenómeno colono, que también empezó a intoxicar a los partidos religiosos ortodoxos, que tradicionalmente no tenían posición tomada sobre el tema de la ocupación -no creen que por esa vía llegue la redención del Pueblo Judío-, y se afectó a la propia derecha tradicional, es decir el Likud, que formaba parte de la familia de partidos considerados conservadores liberales. Esa derecha tradicional siempre tomó en cuenta la situación internacional, el contexto político de Medio Oriente, y midió cautelosamente los pasos políticos y diplomáticos. Beguin, para lograr la paz con Egipto, dispuso la evacuación de población israelí del norte del Sinaí, y el halcón de Ariel Sharon, cuando fue primer ministro, también tomó la decisión de abandonar unilateralmente la Franja de Gaza.
El propio Netanyahu se abstuvo de anexar una franja de territorio adyacente al río Jordán, por presión del Presidente Trump. Y en su mandato anterior admitió, de palabra, la posibilidad de la creación de un Estado para el pueblo palestino. Por supuesto que los partidos favorables a la “Eretz Israel Íntegra” apostaron a que con el paso del tiempo la ocupación se naturalizara y el mundo estuviera dispuesto a admitir o ver con indiferencia la anexión. Nunca pudieron explicar qué pasaría en el futuro con los millones de pobladores palestinos que habitan hoy la zona que Israel controla, si se consolidaba la anexión.
Otros políticos, más lúcidos, comprendieron la bifurcación de caminos en la que se encontraba el Estado: la anexión llevaba indefectiblemente a un régimen de apartheid de la población árabe que no contaría con derechos políticos, o a la posible transformación de los judíos israelíes en una minoría nacional en el territorio comprendido entre el Jordán y el Mediterráneo, si se mantenía la democracia.
El crecimiento de la ultra derecha no es novedad ni en Israel ni en el mundo. En el caso israelí se pudo ver crecer el fenómeno en el terreno discursivo, no sólo por las barbaridades racistas, homofóbicas y macartistas que se escribían en las redes, así como el tradicional epíteto de “izquierdistas traidores” lanzado contra toda persona mínimamente democrática, sino en declaraciones de políticos de derecha, que llegaron a relativizar el tema del fascismo como problema. También se percibe ese crecimiento cuando se permiten expresiones abiertamente discriminatorias, acusando a los árabes -sean ciudadanos israelíes o habitantes de los territorios ocupados- de “terroristas”.
Si todo demócrata es un “izquierdista traidor” y todo árabe un “terrorista”, está allanado y legitimado el camino para la persecución legal o peor aún, la agresión abierta.
Hay que decir que parte del Likud participó en la construcción durante décadas de esa cultura de la intolerancia, y ahora los retoños fascistas que llegan de los territorios ocupados plantean que hay que ser consecuentes con esa intolerancia que se viene instalando hace ya muchos años.
El asesinato del activista por la paz Emil Grinzweig en 1993, o del Primer Ministro Itzjak Rabin en 1995, son suficiente testimonio del derrotero violento y antidemocrático de una derecha que ahora está avanzando sobre las principales instituciones del Estado.
Si aplicamos para Israel las mismas categorías políticas que se usan internacionalmente para juzgar a grupos “identitarios” que ejercen prédicas y prácticas violentas para atacar a los extranjeros e imponer por la fuerza un régimen de los “étnicamente puros”, la irrupción de las prácticas fascistas en Israel es una realidad que se viene construyendo hace ya bastante tiempo.
Como todos los fascistas del mundo en el siglo XXI, usan las redes sociales para desplegar su odio, ejercen violencia en la calle contra los débiles, desde árabes hasta gays, y están dispuestos a acabar con las reglas de juego que imperan en las sociedades civilizadas.
El sistema político israelí, y sobre todo la opinión pública que se considera liberal, no quiso tomar nota del fenómeno monstruoso que se estaba desarrollando en su propio seno.
A fines del año pasado Benjamín Netanyahu, acorralado por graves acusaciones legales, pero con su ambición política intacta, necesitó convocar a los extremistas y darles plena participación en el juego político local, para lograr construir una mayoría parlamentaria propia. Los racistas mesiánicos lo ayudaron a fortalecer su perspectiva electoral. Así llegó el fascismo al Parlamento israelí, que en otro momento (1988) fue capaz de desembarazarse del racista Meir Kahane y prohibir la presentación de su partido político. Ahora todo parece corrido hacia lo inaceptable.
En los territorios ocupados, las prácticas fascistas están naturalizadas, como por ejemplo la construcción de nuevos asentamientos sin autorización de nadie sobre tierras palestinas o de dominio público, la agresión a campesinos palestinos y la destrucción de sus cultivos, los ataques físicos a grupos pacifistas israelíes que van a denunciar los nuevos asentamientos y a solidarizarse con los palestinos.
La más reciente acción, que para la memoria judía es imposible de tolerar, es el pogrom que protagonizaron colonos armados en la aldea palestina de Huwara a fines de febrero de este año, cerca de la ciudad de Nablus.
Desde sus nuevos cargos en el gabinete, la ultra derecha no cesa de multiplicar sus provocaciones sobre la población árabe y de amedrentar a la ciudadanía democrática creando el contexto para nuevas violencias y escaladas. Los comportamientos de la propia policía israelí en relación a las manifestaciones pacíficas y democráticas son cada vez más violentos.
El campo democrático
Pero el detonante de la toma de consciencia de que se estaba entrando en un estado de cosas inadmisible fue la Reforma Judicial impulsada por el gobierno de Netanyahu.
No tenemos espacio para explayarnos sobre la Reforma -que ya ha sido tratada en Nueva Sion- pero sí decir que la derecha avanza aprovechando un problema estructural que arrastra el Estado de Israel: no tiene Constitución, como tampoco tiene límites territoriales definidos.

Al no contar con una Constitución, se vuelve muy importante lo que dictamina en cada caso el Poder Judicial. Este ha tenido un considerable grado de autonomía del sistema político, y ha logrado un prestigio que, merecido o no, le daba autoridad para poner límites a la discrecionalidad de los gobiernos. Era un contrapeso relativo, y no puede decirse que fueran custodios fieles de la democracia en todos los casos, pero la derecha gobernante percibe a los jueces del Tribunal Superior como un obstáculo insoportable.
El actual gobierno de ultra derecha pretende realizar una reforma que le permita al Parlamento nombrar jueces y de esa forma lograr el control sobre sistema judicial. Como no hay Constitución, un gobierno extremista como el actual, con simple mayoría parlamentaria puede manejar los tres poderes del Estado, y utilizar el sistema institucional para tomar decisiones estratégicas para el país, que requerirían consensos mucho más extendidos.
Esto ha provocado un fenómeno político extraordinario, que es la salida de la pasividad de vastos sectores sociales liberales, moderados, que veían hasta ahora con indiferencia la evolución amenazante de los grupos políticos extremistas. La irrupción política del campo “democrático” merece ser estudiado a nivel internacional: constituye una increíble, ejemplar y masiva lucha, que consiste en infinitas actividades pacíficas en todo el país para resistir a la reforma judicial derechista por parte de gente de todas las edades y actividades.
Con todo lo meritoria que es esta rebelión contra las aspiraciones autoritarias del gobierno de derecha, la movilización democrática de una parte del país arrastra a su vez contradicciones importantes. Hay muchos problemas en las concepciones políticas que surcan este campo.
Por ejemplo, sienten que tienen que demostrar constantemente un “super-patriotismo”, lo que algunos observadores agudos consideran en sí como una victoria de la derecha.
Otro ejemplo: no incluyen el tema de los derechos democráticos de los palestinos, en parte para no ser acusados de traidores al país por parte del Gobierno, frente al electorado de derecha.
Y otra cuestión, no menor: no está clara la delimitación del significado de la palabra “democracia”. ¿Se está defendiendo la democracia restringida con la que se llegó al actual gobierno? ¿Se trata de una democracia para la parte judía de la población israelí o la democracia para todos los ciudadanos del país, independientemente de su adscripción nacional o comunitaria? ¿Democracia implica también poner en cuestión el régimen autoritario que impera en los territorios ocupados, lugar de máxima expresión del fascismo de los colonos? ¿La lucha por la democracia se limita a lograr el aislamiento político de los personajes extremistas más irritantes, o a erradicar una forma reaccionaria y extendida de pensar la relación con el mundo palestino?
La composición de la población que protesta es notable, ya que abarca a la mayoría de la intelectualidad, las profesiones liberales, los trabajadores de la potente industria tecnológica israelí, y buena parte del personal altamente calificado que se ocupa de la seguridad del país. Todos se alinean sin dudarlo en el bando que busca bloquear la reforma derechista. Es decir, cualitativamente se trata de sectores sociales fundamentales para sostener un país moderno, económicamente avanzado, y sometido a terribles desafíos en materia de seguridad. Son esos sectores estratégicos los que están enfrentados con un gobierno en el que están incluidos sectores sociales más débiles, como los religiosos o habitantes de las regiones periféricas, e incluso discriminados históricamente, como los llamados sefaradíes.
También aquí aparecen en el campo democrático otros problemas discursivos vinculados a las crecientes desigualdades sociales provocadas por el modelo neoliberal israelí -que no se cuestionan-, los añejos quiebres internos de la sociedad judía por diferencias culturales y religiosas. Se observa también -para un pueblo de medio oriente, que controla la vida de otro pueblo- el problemático alineamiento ideológico-cultural de los que protestan con un occidente idealizado presentado como “los buenos del mundo” o como los parámetros más elevados de la excelencia democrática.
Es muy temprano aún para saber qué debates profundos están ocurriendo en una sociedad altamente movilizada, que viene sosteniendo hace meses constantes protestas y denuncias. Lo que es seguro es que episodios históricos de esta potencia no dejan a las sociedades iguales.
La que ha despertado a la realidad es quizás la parte más acomodada del país, que hasta ahora no había cuestionado el rumbo de las cosas ya que sus proyectos personales seguían prosperando más allá de la ocupación y los peligros cotidianos de violencia. La amenaza sobre su estilo de vida es tan grande que es difícil que en el corto plazo vuelvan al sopor y la indolencia de las últimas décadas.
Desafíos
Es evidente que en nombre de la unidad nacional israelí no se puede seguir aceptando una deriva del país hacia el fascismo, ya que no se trata de “un gobierno más”. La ultra derecha aspira a la consolidación legal de un sistema de apartheid, de represión política interna, de creciente aislamiento internacional del país, y por consiguiente lleva directo al agravamiento de todas las amenazas de seguridad que ya afronta en la región.
También es cierto que la actual configuración de fuerzas políticas que tienen representación en la Knesset no refleja con exactitud a la sociedad israelí, que es más plural y más democrática que lo que se expresa en su Parlamento. Por errores políticos del propio campo progresista en las últimas elecciones, la derecha extrema está sobrerrepresentada, sesgando aún más a la derecha a un sistema político de por sí bastante conservador, que aceptó lugares comunes que no deberían ser tolerados en una sociedad democrática.
En nombre de preservar el futuro del país, se debe romper con un espectro discursivo que parecía ir -sin cortes- desde la izquierda pacifista hasta la derecha reaccionaria. Hoy, la derecha “revolucionaria” quiere tomar el poder para completar el proceso de conquista de los territorios ocupados y reformar todo el sistema legal para adaptarlo a una suerte de superioridad judía inadmisible en cualquier término que se exprese.
Para que la lucha democrática sea fructífera y pueda reencausar el rumbo del país, es necesario introducir un corte radical entre el campo democrático y civilizado, y una derecha racista y mesiánica peligrosa para todo el mundo.
Para ello, se debe abandonar el mito de la unidad nacional, y delimitar una identidad que no puede estar basada exclusivamente en la Torá. El coqueteo con los contenidos petrificados de la Halajá y sus “administradores en la tierra” ha durado demasiado tiempo, desde las concesiones que en su momento hizo David Ben Gurión hasta las que hoy- sucesivamente- se les dan a los colonos mesiánicos. La deriva a la que lleva mezclar el mundo moderno con el tribalismo arcaico sólo puede conducir al fundamentalismo, que no es otra cosa que la interpretación literal de los textos bíblicos, por cualquier religión que sea.
Israel debe salir de la no juridicidad en que está desde 1948, y adoptar una Constitución formal, basada en los buenos principios igualitarios enunciados en la Declaración de Independencia, pero incorporando nuevos derechos y realidades del siglo XXI. Recordemos que el Estado de Israel nace aceptando explícitamente la partición del territorio del mandato británico en Palestina.
Israel tiene que ser explícitamente, y en todos los campos, un Estado democrático. No puede ser ni un estado étnico, estilo Sudáfrica antes de Mandela, ni un estado confesional, como el Irán de los ayatollas.
Ese crecimiento hacia una democracia real, y el progreso hacia una desfascistización de la sociedad israelí, no podrá concretarse si no se termina con la ocupación, esa verdadera gangrena política y moral que aqueja al Estado desde hace ya más de 55 años.