Un alegato antisemita o judeófobo es una tergiversación sensacionalista que difama al judaísmo como religión, a los judíos como grupo o como pueblo, o a la cuestión de un hogar judío como válido. Grandes teorías conspiracionistas se han desplegado en la historia de la humanidad; desde lo sucedido con Jesús, hasta el asesinato de niños cristianos para hornear matzá de Pesaj, muchas de ellas como incentivo para desatar acciones violentas.
Durante gran parte de la historia, los judíos fueron señalados como los responsables de los males que aquejaban a las sociedades, sin importar religión, origen o localización; generalmente fueron perseguidos y expulsados, o usados por los poderosos hasta que no les servían más y eran utilizados nuevamente como chivo expiatorio.
Hacia fines del siglo XIX y durante el siglo XX, los miembros de la comunidad judía no formaban parte de un todo homogéneo, sino que, desde su posicionamiento social, fueran burgueses o proletarios, integraban las masas de las clases sociales más allá de su identificación como pueblo. Así como existían los Rothschild, familia de banqueros judíos ingleses, o el Barón Hirsch, burgueses judíos vinculados a las altas clases vernáculas, también encontramos en el movimiento obrero figuras de peso vinculadas al judaísmo como Eduard Bernstein, León Trotsky o Rosa Luxemburgo, quienes lideraron parte de los procesos socialistas y socialdemócratas que se consolidarían años más tarde.
Los movimientos de izquierda tenían sus reparos sobre el ideario sionista, al cual consideraban una suerte de escapatoria en caso de que no triunfara el obrerismo. Sin embargo, esa barrera se rebatió en reiteradas oportunidades con la integración del Bund Judío al Bund Comunista o la adscripción a la Internacional Socialista de varios movimientos judíos obreros. Durante la Revolución Rusa la presencia judía bolchevique fue interesante en tamaño, aunque aquellos que no eran revolucionarios debieron huir.
Por su parte, quienes eran comerciantes o pequeños y medianos burgueses antes de la Primera Guerra Mundial, políticamente se vinculaban con partidos demócratas liberales o republicanos laicos, ya que tanto en los democristianos como en los conservadores, no tenían cabida. Es más, a pesar de que la asimilación o la escasa cercanía con sinagogas era notoria, la derecha tenía un perfil antijudío clásico, con libelos clásicos repetitivos.
En la década del 20 todo cambiaría. El nacionalismo popular creció fervorosamente y los discursos antisemitas volvieron a aparecer. Los judíos pasaron a ser responsables del comunismo, de la Primera Guerra, de la inflación, de la crisis económica, del Crash del 29, de la socialdemocracia, del liberalismo y además eran traidores a la patria. En 15 años la virulencia antijudía creció y se transformó en lo que todos conocemos en Europa, pero los ataques se repitieron también en América, Asia y África.
Tras el Holocausto, la aceptación fue mutando a pesar de que el antisemitismo no había cesado. Los partidos nacionalistas no estaban en el poder -mayoritariamente- y la división política -donde la inserción judía retornaba paulatinamente- en Occidente se daba entre Socialdemócratas y Conservadores/Democristianos. Margaret Thatcher, siendo parlamentaria, buscó atraer a practicantes a los Tories, al punto tal que varios de sus ministros y voceros parlamentarios profesaban la fe judía; de hecho, Michael Howard asistía a una sinagoga reformista y pudo haber sido el líder de los Conservadores.
Hacia fines de los setenta la derecha conservadora se alejaba del nacionalismo y de los panfletos antisemitas, dejando esto a las corrientes conspiranoicas. La situación en Israel y Palestina, sobre todo tras la Guerra de los Seis Días, junto a la alianza estratégica entre las naciones árabes de medio oriente y la Unión Soviética, motivó a la izquierda política a dejar a los judíos temporalmente fuera de su espectro político, quienes como reacción fueron migrando hacia posiciones más centroderechistas.
De esta manera, parte de los judíos reorientaron sus posiciones políticas hacia la derecha, y esto se fue acentuando con el tiempo, por lo que la participación en diversos espacios de la extrema derecha intolerante y recalcitrante observada en los últimos 20 años es vista más como una continuidad (una normalidad) que como una novedad.
Siglo XXI, judíos y la extrema derecha
Familia, patria y tradición judeocristiana. Esa fórmula abraza la extrema derecha a nivel global, acorralada por el avance de derechos de las minorías, el progreso en cuestiones socioeconómicas basadas en el individualismo y, por otro lado, en muchas ciudades del mundo, el aluvión islámico que amenaza con romper los valores occidentales.

Los años de gobierno de Netanyahu mostrando su intolerancia y promoción del conflicto bélico, el resurgir del nacionalismo intenso justificacionista, de campañas expansionistas en territorios ocupados atacando todo régimen legal y legítimo basándose en “la torá” y en “2000 años de exilio”, sumado a que la población ocupante de esas tierras son mayoritariamente ortodoxos y/o ultranacionalistas y que representan un límite al islamismo más extremo, resultaron una hipérbole atractiva para los Viktor Orban, las Marine Le Pen, los movimientos como Vox, el UKIP británico o el Partido de la Libertad neerlandés.
En este camino suceden dos situaciones modernas que tienen una ligazón necesaria: el sionismo de derecha tiene su prime a nivel global y la cuestión religiosa se divide mayoritariamente entre reformistas y aquellos que se apoyan de alguna forma en la ortodoxia, aunque estas no están técnicamente separadas. Los reformistas suelen situarse en posiciones de centro a izquierda y aceptan, por ejemplo, matrimonios del mismo sexo, mixtos, línea paterna, flexibilización de las normas halájicas varias, con una fuerte presencia femenina; mientras que las posiciones más conservadoras y ortodoxas profundizan la procreación temprana con parejas heteronormativas, sin presencia LGBT visible y limitaciones a los avances de las mujeres.
No es casualidad, por ejemplo, que las derechas extremas y Netanyahu hayan elegido a George Soros como un enemigo común, con fake news como caballito de batalla junto a la instalación de una agenda censora. La alianza de estos grupos con sectores supremacistas es frecuente e inclusive tolerable, visto como un socio menor necesario para el asentamiento de una nueva derecha. Es así como neonazis y judíos se apoyan en propuestas de ultraderecha sin temor a la cancelación mutua, porque prevalece una idea madre, la idea de la “libertad” nacionalista, neoconservadora.
Donald Trump tiene entre sus supporters a la Alt Right, un movimiento de extrema derecha supremacista blanca fundado por el neonazi Richard Spencer, que ondea banderas nazis y aboga por el genocidio judío y la negación del Holocausto. También tiene organizaciones como Jewsfor Trump, a Republican Jewish Coalition (RJC) y hasta su propio cuñado Jared Kushner, judío, es uno de los miembros más poderosos de su gabinete. Nada es casualidad: el judío cuando forma parte y deja de ser objeto de persecución, siente una pertenencia hasta con contradicciones insalvables. Primo Levi sostenía que “es mejor abstenerse de dirigir el destino de los demás, puesto que ya es bastante difícil conducir el de uno mismo”. Los judíos y sus detractores históricos, una paradoja del siglo XXI.