La verdadera lucha por la democracia es la lucha contra la ocupación

Cada sábado por la noche, en Tel Aviv y otras ciudades de Israel, cientos de miles de personas se congregan para encontrar un sentido de pertenencia, para alimentar un fuego democrático que arde en sus corazones, y que lucha contra el riesgo de perder lo que resta de las instituciones democráticas del país. Cada sábado a la noche se lleva a cabo una peregrinación que culmina con la celebración del ritual central, las plazas se llenan de color y de banderas ondeando al viento. El problema es que mientras cientos de miles de israelíes (en su gran mayoría, judíos) protestamos semana a semana contra el golpe judicial, el gobierno israelí está logrando avanzar en la anexión de Cisjordania. Este proceso culminará con la destrucción de nuestro país como un Estado judío y democrático.
Por Mauricio Lapchik

“¿Hacia qué estamos marchando?

Hacia la ruina del Estado de Israel.”[1]

Y. Leibowitz

Hace ya más de medio año que mi rutina de fin de semana ha dado un giro inesperado. Pero no solo la mía, sino la de muchos judíos israelíes que han abrazado una nueva tradición, una tradición que se despliega con una intensidad que roza lo religioso. Luego de las últimas elecciones israelíes en noviembre de 2022 y de la formación del gobierno, un peligroso asalto político tiene como objetivo destruir la democracia israelí.

El nuevo gobierno de extrema derecha, liderado por Binyamin Netanyahu, ha desatado una avalancha de iniciativas legislativas, poniendo en mayor peligro las ya frágiles instituciones democráticas israelíes. Pero luego de la formación del actual gobierno y de la presentación del plan del golpe judicial a principios de este año, algo especial comenzó a florecer en el corazón de la sociedad israelí. Hombres y mujeres, ancianos y jóvenes, médicos, abogados y profesores; artistas y activistas, militares y pensionistas; gente de izquierda y de derecha, liberales y conservadores, religiosos, laicos y tradicionalistas: (casi) todos son parte de esta nueva religión.

Esta nueva religión no se aferra a dogmas, ni a normas orales o escritas. Sus cimientos se encuentran en la Declaración de la Independencia, y sus valores residen en el ideal de una sociedad abierta y progresista, en una democracia que quiere continuar latiendo. Y cada sábado por la noche, en Tel Aviv y otras ciudades de este país, cientos de miles se congregan para encontrar un sentido de pertenencia, para alimentar ese fuego democrático que arde en sus corazones, y que lucha contra el riesgo de perder lo que resta de las instituciones democráticas de este país.

Cada sábado a la noche se lleva a cabo una peregrinación que culmina con la celebración del ritual central. Los bares y cafés se vacían, dejando espacio para que las plazas se llenen de color y de banderas ondeando al viento. La avenida Kaplan, en el centro de Tel Aviv, y otras plazas, avenidas y cruces en distintas ciudades, se convierten en escenarios donde ciudadanos de todas las edades se reúnen semana tras semana, buscando ser parte de este ritual trascendental. Esta protesta ya es considerada por muchos como la más importante en la historia de este país. Y no tengo dudas de que así será recordada.

No puedo evitar reconocer, después de veinticinco semanas de protestas, cómo mis ojos continúan llenándose de lágrimas cada vez que llego al cruce de Ibn Gbirol y Kaplan, en Tel Aviv. Cada semana siento involuntariamente esa misma sensación inefable que envuelve a un creyente al adentrarse en un sitio sagrado, buscando establecer una conexión con lo divino.[2] Una experiencia casi mística, pero totalmente vacía de cualquier carga religiosa. Es asombroso también cómo, en cada semana que pasa, la protesta parece adquirir una dimensión más profunda, una resonancia más penetrante en el tejido social y político. Pero hay un elefante en la habitación que, a pesar de su tamaño, sigue siendo ignorado por la mayoría de las personas. Este elefante tiene nombre, y se llama “Ocupación”.

Me ha tomado un tiempo aceptarlo y reconocer la triste realidad: la ocupación es la raíz de la mayoría de los males contra los cuales los israelíes ahora protestamos, aunque no estemos dispuestos a admitirlo, sea por vergüenza o por querer ignorar la triste realidad. La ocupación es la raíz de todo el mal.

Si no fuera por la ocupación, Israel sería un lugar mejor; si no fuera por ella, muchas de las fuerzas destructivas y antidemocráticas que ahora amenazan al país, no serían tan poderosas. Sin la ocupación, no tendríamos a Smotrich como Ministro de Finanzas y Asuntos Colonos, ni tampoco tendríamos a Itamar Ben Gvir, el Ministro de Seguridad Nacional(lista), como el responsable de nuestra seguridad. Sin la ocupación, no sentiríamos la vergüenza y la tristeza que estoy seguro que cualquier judío siente por dentro, al ver a cientos de colonos judíos atacando aldeas palestinas inocentes, y ejecutando verdaderos pogromos, como en Huwara o en Turmus Ayya. Si no fuera por la ocupación, no tendría problemas en imaginarme a mis hijos y a los hijos de sus hijos viviendo en este país.

Por eso creo que ha llegado la hora de admitir que la ocupación y los asentamientos en Cisjordania están derrotando a Israel. El Reino de Judea está conquistando al país. Lo que alertaba nuestro profeta contemporáneo, Yeshayahu Leibowitz, hace exactamente 30 años, hoy en día es una realidad. Israel va rumbo a su autodestrucción y se derrumba por el gran peso de la ocupación. La principal amenaza a la existencia de este nuevo y viejo Estado no es exterior: la principal amenaza es interna. Este gobierno ultraderechista, radical, fundamentalista y mesiánico, quiere transformar a nuestro país en una teocracia judía, que nada tendrá que envidiarle a Irán. Si no me creen, callen y esperen unos años, y ya lo verán.

Lo que comenzó en junio del 1967, hace ya 56 años, ha llegado al corazón mismo del país, se instaló en él, lo ha devorado desde adentro y ha causado su ruina. Este monstruo ha manchado casi todos los aspectos sociales y políticos de este país. Las fuerzas antidemocráticas, mesiánicas y fanáticas, que surgen como producto de la ocupación de los territorios palestinos en Cisjordania, nos han condenado a un futuro en el cual Israel no será más el hogar del pueblo judío, sino el del pueblo judío religioso y nacionalista, de manera exclusiva. El resto, nos tendremos que buscar otro hogar.

El problema es que mientras cientos de miles de israelíes (en su gran mayoría, judíos) protestamos semana a semana contra el golpe judicial, el gobierno israelí está logrando avanzar en la anexión de Cisjordania. Este proceso culminará con la destrucción de nuestro país como un Estado judío y democrático. Luego de la anexión, que avanza minuto a minuto -también avanza mientras yo escribo este artículo, mientras es editado y mientras ustedes lo leen- Israel dejará de ser lo que alguna vez imaginamos que fue, para pasar a ser un Estado de apartheid, desde el Mar Mediterráneo hasta el Río Jordán.

Y si creen que exagero, aquí tienen una lista de maniobras estratégicas que nuestro gobierno ha implementado, o que planea implementar en el futuro inmediato:

El gobierno ha derogado recientemente la Ley de Desconexión del 2005, permitiendo la restitución del asentamiento ilegal en Homesh, construido ilegalmente en tierras privadas palestinas. Además, ha anunciado la construcción de miles de viviendas en numerosos asentamientos y la legalización de otros puestos de avanzada. Mientras escribía este artículo, Peace Now (Paz Ahora), la ONG en la que trabajo, informó sobre los proyectos del Gobierno de avanzar en los planes de construcción de casi 4.800 unidades de viviendas adicionales. Y por si esto no fuese suficiente, el Gobierno ha decidido que, de ahora en más, Bezalel Smotrich, el “Ministro de Asuntos Colonos,” será el responsable de aprobar estos proyectos. Estas decisiones amenazan la posibilidad de una solución de dos Estados y perpetúan la ocupación militar israelí.

El proceso ha tomado más tiempo de lo esperado, pero ahora está sucediendo ante nuestros ojos, y todo esto, mientras nuestras gargantas ya quedaron afónicas de tanto repetir el cántico “¡Democracia! democracia!”. Lamento profundamente ser yo el que tiene que escribir estas palabras, pero el destino está sellado: la Israel que recordamos (y en algunos casos, imaginamos que recordamos) no existe, ni existirá más. Es una verdadera pena que los cientos de miles de manifestantes, patriotas que aman con un amor sincero a este país, no reconozcan el origen de todos los males. Es una pena que no nos hemos dado cuenta todavía de que las mismas herramientas antidemocráticas y autoritarias que fueron y son utilizadas sistemáticamente contra los palestinos, ahora son utilizadas contra aquellos que se oponen al Gobierno. Y es una verdadera pena que los que ven a Israel como su hogar desde la diáspora, decidan callar e ignorar este asunto.

Y a veces me pregunto quién soy yo para alzar la voz y cuestionar a aquellos que han nacido aquí, que han crecido inmersos en esta realidad. Sin embargo, en ocasiones me pregunto también quién soy yo para callar e ignorar lo que sucede ante mis propios ojos. ¿Quién soy yo para elegir el silencio y tratar de justificar lo que todos sabemos que está mal? En ocasiones me pregunto qué hago aquí.

Pero casi siempre agradezco profundamente estar presente en este momento, y agradezco estar acompañado: somos muchos los israelíes conscientes de esta realidad, que optamos por no callar, que no tememos ser perseguidos, insultados o incluso atacados físicamente. No nos asusta enfrentar reacciones violentas ni persecuciones políticas, no nos aterroriza que nos llamen “traidores”, “antisemitas”, “colaboradores” o que nos demonicen.

Lo único que nos aterroriza es un futuro en el que Israel no sea una democracia, y que no sea un hogar para el pueblo judío. Nos aterra un futuro en el que Israel se convierta en un país fundamentalista, ultraconservador y supremacista. Nos aterra un futuro en el que Israel deje de ser Israel y se transforme en el Reino de Judea. En nuestras voces se encuentra la esperanza de preservar los valores fundamentales que nos definen como nación. Somos aquellos que se niegan a renunciar a la justicia, a la igualdad y a los principios democráticos y judíos que sustentan nuestra propia existencia. Me siento privilegiado de formar parte de esta comunidad de voces disidentes, unidos en la convicción de que el cambio es posible y necesario.

Estoy convencido de que una verdadera democracia no puede coexistir con una ocupación militar permanente que oprime y deshumaniza a otro pueblo. La naturaleza opresiva de tal situación compromete los principios básicos de justicia, socava la sociedad civil y erosiona los mismos fundamentos de nuestros valores democráticos. Es por eso que, después de 56 años de ocupación, debemos enfatizar la necesidad de ponerle fin, por el bien de la democracia israelí y por el bien de todos aquellos palestinos afectados por ella. Solo así podremos crear un camino hacia un futuro en el que israelíes y palestinos puedan coexistir en paz y seguridad. Seamos luz para las naciones y no oscuridad.

Un día, cuando menos lo esperemos, la ocupación llegará a su fin, y es nuestra obligación estar preparados para ese día.


[1] Este fragmento, tomado de una entrevista a Yeshayahu Leibowitz de la que he traducido solamente un fragmento, apareció en la 37ª edición de la «Revue d’Etudes Palestiniennes» publicado por el Instituto de Estudios Palestinos, en 1990. La entrevista fue realizada por Eyal Sivan, el cineasta documentalista israelí con sede en París, para su película «Itgaber: El triunfo sobre uno mismo» (1993).

[2] Cabe destacar que el autor de este artículo no es una persona religiosa y se define como ateo, pero cree vehementemente en el poder de la fe, y admira profundamente el poder de aquellos que creen. Una admiración que a veces roza la envidia.