Victoriosa, Editorial Sigilo, 2023

La forma de la muerte

La Editorial Sigilo tradujo al castellano Victoriosa, la sexta novela del consagrado autor israelí Yishai Sarid, una obra que muestra las contradicciones y las tensiones esenciales de la sociedad israelí a través de la relación de un padre, una hija, y uno de sus nietos. ¿Cómo narrar una herencia? ¿Qué hacer con un legado? ¿Cómo aumentar la eficacia de los soldados de Israel en un territorio hostil? La protagonista es una psicóloga que, por sobre todas las cosas, se interroga. La pregunta, pregunta judía y extranjera, es lo que nos acosa
Por Facundo Milman

“La muerte es un encuentro con uno mismo”

Clarice Lispector, La hora de la estrella (1977)

Un Padre siempre vuelve, aunque esté muerto. Pero este Padre tiene muchos nombres, como el dios henoteísta de la tradición judía, puede ser la obligación o la herencia; la guerra o la profesión; la vida o el espectro de la muerte. La historia de los judaísmos, en su amplia pluralidad, se escribe entre voces: la voz del Padre y la de la Madre. Sin embargo, entre uno y otro, la interpretación o, como diríamos en forma lacaniana, la función paterna. La cuestión es que hablamos sobre la historia, y parte de la errancia se origina en Alemania, y más específicamente con Moses Mendelssohn y la Haskalá -la Ilustración judía-. El dictum mendelssohniano dice: “Adaptaos a las costumbres y a la constitución del país, a que os hayáis trasladado, pero manteneos también con perseverancia en la religión de vuestros padres. ¡Soportad las dos cargas tan bien como podáis!”.

Retomemos las palabras de Mendelssohn: sin importar el país en el que estemos, en nuestra errancia, nosotros nos tenemos que adaptar a su Constitución y a sus leyes, pero aferrados a la religión de nuestros padres. El judaísmo, en este caso, es religión y continuación de la ligazón con nuestros padres. El filósofo judío, por último, dice que soportemos ambas cargas como podamos. ¡Cargas! La ley del país y la religión como carga y, por lo que sabemos, eso compone a la herencia. Herencia que se reclama y se carga porque ella hace a la responsabilidad, ella es la responsabilidad que no puede ser delegada en nadie. En este sentido, Editorial Sigilo tradujo Victoriosa (2023) escrita en el año 2020 por el novelista Yishai Sarid, que versa sobre los pesares de un padre, una hija y su relación con un nieto. ¿Cómo narrar una herencia? ¿Qué hacer con un legado? ¿Cómo aumentar la eficacia de los soldados de Israel en un territorio hostil? Sarid indaga la vida (y la muerte) de una psicóloga que, por sobre todas las cosas, se interroga. La pregunta, pregunta judía y extranjera, es lo que nos acosa. Y nuestra protagonista no es la excepción. La pregunta es el deseo del conocimiento, y el deseo es lo que postergamos para nunca realizar.

Abigail, la protagonista y narradora de la novela, es llamada al ejército. Llamada de nuevo. Porque ella ya sirvió durante treinta años, aunque no como miembro en el campo de batalla, sino como psicóloga militar. Su currículum es grandioso y extraordinario. Pero hay algo que nosotros -judíos (y) argentinos- nunca deberíamos de olvidar, la lectura situada y comprometida de la literatura que nos resulta peculiar: una mujer que se dedica a aumentar la eficacia de los soldados. Abigail se dedica a que los soldados maten más, sean más precisos y destruyan el peligro. Porque, al fin y al cabo, se trata de eso: de asesinar. Este es el primer panorama que nos da la narradora, pero no constituye ningún problema en particular. La cuestión estriba en que Abigail tuvo un hijo como madre soltera y su hijo va a ingresar en los paracaidistas y, en específico, el padre de su hijo está a la cabeza de ellos. Claro, su hijo, Shaúli, no conoce a su padre porque ella y Rosolio hicieron un pacto, ella iba a tener un hijo de él, pero él nunca se iba a acercar al niño. Los azares del destino son muchos y las coordenadas de la historia modifican los pactos. La historia se inicia en este pesar, ¿decirle a su hijo? No, no es posible. ¿Hablar con su padre? Por lo pronto, eso es lo que determina. Por eso mismo, un Padre siempre es el que vuelve.

Yishai Sarid

La herencia de Abigail no sólo es por su judaísmo -errático, desértico, interrogativo-, sino también por su profesionalidad. El padre de Abigailf, el abuelo de Shaúli, es un psicoanalista freudiano y ella una psicóloga especialista en, como mencionamos anteriormente, aumentar la capacidad de los soldados en asesinar y tratar el estrés postraumático. Se trata, en resumidas cuentas, de una vieja disputa del psicoanálisis frente a la psicología clásica y especializada. Un cuerpo a cuerpo, un dar la cara, el prontuario de la historia de la psicología. Porque, como sostiene el padre a través del abuelo de Shaúli, “mientras no llegues a la herida profunda, la dejes al descubierto y la cures, no has hecho nada”. Si este psicoanálisis exige dejar la herida al descubierto para luego curarla, la psicología practicada por Abigail trata de operar en forma rápida para continuar con el próximo caso. El Padre, por lo tanto, siempre va a volver para “combatir” no sólo el modelo de psicología al que se dedicó la hija, sino también al modo de vida al que se brindó. Si uno tuvo su consultorio, el otro hizo de sus conocimientos un móvil para su andar. En otras palabras, la psicología practicada por Abigail hizo a su errancia y el psicoanálisis del padre requirió cierta quietud para la escucha y la interpretación. Es interesante advertir que los modelos de vida, de profesionalidad, de familiaridad, se contraponían en forma constante. Pero, de igual manera, ellos supieron convivir entre las afecciones de lo viviente. De todas formas, cuando ella ingresa al ejército, dice ser especialista en Freud; es decir, se encuentra inserta en la tradición psicoanalítica. Esa, específicamente, es una buena forma de salida de la tradición que permite superar al Padre: conociéndola para luego contradecirla y postularse como enemigo a la misma. Forma típica del judaísmo: la de entrar en crisis con el propio judaísmo y, en este caso, con el propio psicoanálisis.

La novela, más allá de la paternidad, propone una dialéctica histórica: si el zeide se dedicó al psicoanálisis, la madre concentró sus fuerzas en una psicología específica para declinar a su padre, el hijo y nieto renunció a ambas tesituras. Ni psicoanálisis ni psicología, ninguna de las dos. La negación por la negación misma, esa es la dialéctica y la respuesta como retorno de lo negado. Porque, en estas circunstancias, somos nosotros los que vamos a ejercer la crítica: la función de la crítica es leer lo negado por la literatura o, en este caso, por la narración. Si Shaúli no quiere dedicarse a la salud mental, nosotros -como lectores- señalamos desde la actividad lectora este entramado ideológico. Incluso así, el zeide hizo una crítica; realizó y posicionó a su hija en el exilio. Él le dijo: “Mucha gente ha hecho carrera de ello, incluso brillante. Pero tú estás en los márgenes”. Antes hablábamos de la movilidad y la errancia de Abigail debido a su práctica psicológica, ahora esa errancia se transmuta en “márgenes”. ¿Qué más judío que deambular entre márgenes? ¿Qué más judío que estar en ese intersticio entre el texto y el margen? ¿Entre la palabra y la errancia? ¿Entre la práctica y su refutación? Si la tradición judía se produce en algún lugar, es en los márgenes. De hecho, podríamos pensar en los shiur qomah -la medida del cuerpo-. Porque es un texto midráshico de la Merkabá, las carrozas o lo que transporta, que se efectúa en un intersticio: entre la tradición rabínica y la tradición gnóstica. Así, y sólo así puede ser entendido el judaísmo; el judaísmo se ubica siempre en un entre: entre lo universal y lo particular, entre el amor y la muerte, entre la palabra -del analista- y la errancia -de la persona-.

Sin embargo, hay un tema que aparece en la narración que resulta no estar advertido: uno de los pacientes del abuelo de Shaúli le dejó un “regalo”. Este regalo es una donación mortal, una pastilla de cianuro; para que él sea libre, para no depender de nadie a la hora de morir. Jean Améry, sobreviviente del evento Auschwitz, planteó en un ensayo polémico pero fascinante este estado de cuestión de cosas. Hablamos de Levantar la mano sobre uno mismo. Discurso sobre la muerte voluntaria (1999). Améry esgrime, entre tantas cosas, la sustitución de la palabra “suicidio” por la “muerte voluntaria”. Podemos decir que el suicidio está, efectivamente, moralizado y demasiado negativizado. Entonces se reemplaza el futuro por el no-futuro; se desplaza la muerte como absolución de la vida contra la naturaleza por la vida contra la vida. Porque, como dice, “mi existencia se reduce a humillaciones y sufrimientos”. Entendámonos: el texto establece tres tipos de muertes; la muerte natural, el suicidio y el asesinato. La posibilidad de morir no sólo por la propia naturaleza y por otro ser humano, sino también por la muerte practicada por uno mismo.

Para finalizar, la propuesta de la novela escrita por Sarid es riesgosa porque la escritura es un riesgo en sí mismo. Aborda no sólo el enfrentamiento de un padre contra una hija, sino de un nieto contra su pasado y sus traumas. La muerte es el modo donde se establecen una serie de problemáticas alrededor de su forma. Aquí sucede como al escribir, la forma determina a su contenido. La forma hace al contenido. ¿Cómo morir? ¿Qué entregar? ¿Cuál es la forma de arriesgar nuestra vida? Hemos planteado algunos de las disyuntivas que emergen en la escritura de Sarid. La pregunta que nos queda es, ¿qué queda de lo grabado, de los inscrito, de lo escrito como forma de la muerte? Franz Kafka, en sus cartas a Felice, nos da el punto clave: “Para escribir necesito apartarme, no como un ermitaño, eso no sería suficiente, sino como un muerto. En este sentido, escribir es un sueño más profundo, es decir, morir”. Escribir la muerte, la muerte es la escritura. ¿Y qué nos queda a nosotros como vivos? ¿Qué nos queda en nuestra singularidad judía que se obsesiona por la Letra que se transmite de generación en generación? Leer lo universal, leer como forma de aferrarse a este mundo. La tradición judía nos lo enseña y, ya que se acerca Shabuot, podemos recordarlo: en la escritura divina grabada sobre las Tablas de la Ley no se leía harut, es decir, grabado o inscripción; se leía herut, se leía la libertad.