Haaretz, 17/5/2023

Nuestra solidaridad se desmembró. Nos hemos quedado con el aborrecimiento y la aversión

Desde Israel, Yosi Klein nos acerca su análisis sobre las últimas jornadas de violencia en la Franja de Gaza, intentando responder a las preguntas que nunca se hacen: "¿Cómo es que los ciudadanos de un Estado moderno bajan sumisamente una vez al año a los refugios, sin quejarse, como si no cupiera duda de que la vida es una larga guerra con algunas pausas de tanto en tanto? ¿Y cómo se los convenció de aceptar como explicación que 'no hay solución'? ¿Y cómo es que el ejército más ético del mundo logra matar mujeres y niños? No es que las preguntas más triviales no se responden, sino que ni siquiera se preguntan"
Por Yosi Klein. Traducción: Margalit Mendelson

Si la mentira no se hubiera arraigado tan hondamente en las relaciones entre la población y el gobierno, si en la televisión –nuestra principal fuente de información– hubiera periodistas y no «talentos», la semana pasada habríamos obtenido respuestas a las preguntas que no formulamos a pesar de que debieron ser formuladas, y no ese kitch nacionalista y ese palabrerío pseudo-militar.

Los «talentos» no son periodistas. Ellos saben armar un drama de la nada porque el drama aumenta el rating, mientras que los interrogantes serios, lo disminuyen. Presentaron el bombardeo a Gaza como una lucha entre titanes, una guerra de película. Hércules contra Godzilla. Faltó nada para que proclamen que era la guerra de un puñado de combatientes contra poderosas huestes (adivinen quiénes somos nosotros). Reportaron el bombardeo a Gaza como si se tratara de la batalla de Stalingrado.

De haber habido periodistas en los estudios de televisión habrían preguntado cómo es que 176.000 efectivos de un ejército y alrededor de 500.000 reservistas con cohetes, que cuestan 70.000 dólares cada uno, no logran superar a 6.000 terroristas con misiles de 600 dólares. Y no sólo la semana pasada, sino durante los veinte años en que destruimos, liquidamos y modificamos la ecuación.

Y debían preguntar: ¿Cómo es que los ciudadanos de un Estado moderno bajan sumisamente una vez al año a los refugios, sin quejarse, como si no cupiera duda de que la vida es una larga guerra con algunas pausas de tanto en tanto? ¿Y cómo se los convenció de aceptar como explicación el que «no hay solución»? ¿Y cómo es que el ejército más ético del mundo logra matar mujeres y niños? No es que las preguntas más triviales no se responden, sino que ni siquiera se preguntan.

Contra el silencio, surge la protesta: la «Reforma judicial» fue la gota que colmó el vaso. No sólo eso, ni sólo la guerra en Gaza, no sólo los millones de parásitos religiosos, no sólo la desmedida suba de precios, sino la acumulación de todo, y las mentiras de que vienen acompañados. Las mentiras son el colesterol malo que se acumula en las paredes de los conductos sanguíneos, las células de grasa que taponan las arterias. El tejido ortodoxo, el nacionalista y el delictivo están vinculados: la conquista a la corrupción y la corrupción al nacionalismo. ¿Te deshiciste de uno? Se desarrollan otros. Las células de la mentira no se borran, se acumulan.

Cuando las mentiras se acumulan, se tapan las arterias, aumenta el sudor, se agita la respiración. Son patrañas con que nos embaucaron y con las que nos autoengañamos. La mentira de que «El conflicto es manejable», la mentira de que «Los ortodoxos se van a integrar», la de que «El pueblo elegirá a sus jueces», la de «Jerusalén unificada» y la de que «Si dialogamos entre nosotros llegaremos a acuerdos». No llegaremos.

Acuerdos hay sólo con solidaridad. Nuestra solidaridad se ha desmembrado hasta convertirse en aborrecimiento y aversión. Cada uno y su aversión: a la conquista, a los ortodoxos/laicos, a los orientales/ashkenazíes. Lo único que unifica a todos es que la situación es una mierda. También la conciencia de que lo que fue ya no volverá.

Aun si hubo aquí una sociedad solidaria, ya no volverá a serlo. Sin ella no hay igualdad, ni en el ejército, ni en la economía ni en la educación. Ni «justicia distributiva» ni «equilibrio judicial». Al demonio disgregador que arrasó con la solidaridad no se lo puede volver a meter en la botella. Al gobernante codicioso y mentiroso que lo sacó de la botella, no se lo puede volver a meter en Cesárea (domicilio particular del Primer Ministro en ejercicio). La división en sectores y tribus es un hecho. El fondo común cabe a una sociedad que ya no existe. Una sociedad fragmentada debe hallar un modus vivendi sobre la base del reconocimiento de los distintos elementos que la componen. No podremos divorciarnos, pero podremos vivir uno al lado del otro. El Estado requiere servicios básicos para todos, no más que eso. Los laicos no financiarán a los ortodoxos y la izquierda no protegerá a los asentados. ¿Los ortodoxos pretenden electricidad kasher? Que se la paguen. (…) ¿El intendente de Sderot añora el operativo Tzuk Eitan? Que demuestre que puede reclutar 74 jóvenes dispuestos a pagar con su vida la defensa de su ciudad.

La protesta sobrevino porque la repugnancia y la aversión nos sobrepasaron. Nos hartamos de la situación, nos hartamos del gobierno corrupto, nos hartamos de la oposición desconectada. Nos hartamos también de la protesta componedora que asume, en vez del gobierno, la responsabilidad por la protección de los manifestantes. Nos hartamos de una protesta que de tan pluralista e inclusiva ya no se sabe qué es lo que quiere, o sabe, pero no se anima a decirlo: la protesta quiere quitar a Bibi del medio, y para que no quepan dudas, cuanto antes mejor, de la manera más democrática, legal y judía que haya, pero quitarlo.

Ilustración: Eran Volkovsky