“La Bobe”, una obra donde el tiempo es una ilusión (*)

Escrita y protagonizada por Diego Licht, acompañado de Irene Almus, y con la participación de Esteban Rozenszain en al piano, "La Bobe" nos acerca el relato de la relación entre Ariel, el nieto, y su abuela, a través de recuerdos, historias y canciones, que emocionan al espectador. Los sábados de mayo en el teatro "El Método Kairós".
Por Betina Pascar

Los abuelos tienen un rol importantísimo en la vida de sus nietos, pero cuando la responsabilidad de la crianza les toca a ellos la cosa puede volverse más complicada.

Tal es el caso de “La Bobe”, de esta obra escrita por Diego Licht, que también compone a Ariel, el nieto que, a su vez, deberá enfrentar solo la muerte de su abuela; ser el encargado de descubrir un secreto que ella guardó durante muchos años y llevar adelante su último deseo.

 ¡Pavada de presión para el pobre Ariel que ya viene cargado con sus propios problemas existenciales!  “La Bobe”, su bobe -sobreprotectora, mandona, pícara, entrometida, pero también muy amorosa y divertida- fue quien le transmitió valores y tradiciones. Pareciera que el sufrimiento la hubiera vuelto más fuerte y aún no está decidida a pasar a otro plano hasta saber que todo estará en orden en éste. Al menos, en el orden que ella desea. Son minutos cruciales para Ariel y los de mayor tensión dentro del hilo argumental.

Un acierto del texto es que logra conservar la coherencia a pesar de su corta duración. En menos de una hora, la muerte y la vida; el presente, el pasado y el incierto futuro fluyen en escena en forma de recuerdos, ironías, bailes, fotos, y mucha música de distintos géneros, donde los temas en idish prevalecen para deleite de los presentes que aplauden y cantan a la par de los protagonistas.

Otro elemento destacable del guion es el valor para hablar de la muerte delante de una platea compuesta principalmente por gente de edad avanzada, bobes y zeides en su mayoría. Y lo resalto ya que debemos naturalizar la muerte, no tenerle miedo, poder nombrarla, que deje de ser un tabú. Del mismo modo, Ariel/Licht menciona en su parlamento distintos cementerios de la colectividad con sus particularidades, y hasta se atreve a hacer una crítica al ¿negocio? que la muerte implica; un guiño por cierto audaz, ya que el espectáculo se presentaba en el auditorio de Amia, entidad responsable, entre otras cosas, de los sepelios de la comunidad.  Y este es otro momento donde la complicidad entre la platea se hace notar, ahora con murmullos, pero que también hacen ruido. ¿Quién no tuvo que hacer los trámites para enterrar a sus muertos debiendo optar por regatear o resignarse al decidir llevarlos a su última morada?  Incluso quienes no creemos que el cementerio sea la “última morada”, sabemos de qué se trata, y atravesar esa circunstancia no resulta menos dolorosa. Ariel lo pone en el tapete para que compartamos el sentimiento.

Pero volvamos a la vida. La actuación de Licht por momentos resulta un poco estridente. Vocifera cuando habla y se lo nota afectado al entonar con su hermosa voz los temas que se interpretan en la obra. Su personaje le exige, pero considero que se excede y aturde.  Produce un contraste muy desigual con su partenaire, la bobe, personificada impecablemente por una precisa Irene Almus, que sale airosa en todo momento. Tanto es así que hasta pudo resolver con humor y solvencia una dificultad técnica que se produjo en medio de la función sin dejar que decayera la tensión dramática de la escena. Almus se lleva todas las palmas, tanto en lo vocal como en lo expresivo. Ella actúa con todo el cuerpo. Sus gestos faciales y corporales son poderosos y conmovedores.

Otro gran acierto, además del final después del aplauso, es la presencia imponente de un piano, ejecutado por Esteban Rozenszain, quien se adapta a cualquier desafío. Un piano que da comienzo a la obra y no deja de sonar, acompañando a los actores cuando cantan o simplemente como cortina de fondo o eventual interlocutor mudo de la bobe, que se mueve por las tablas con soltura y seguridad.

«La Bobe» es un homenaje justo y sentido; pero la obra no se queda ahí, va más allá al desnudar con crudeza el paso del tiempo y con él las rupturas de algunos ideales, algunas relaciones familiares, y algunas miserias humanas. Sin embargo, el mensaje que deja es esperanzador: no todo está perdido, aunque pueda estar ausente.

Ariel (y la bobe omnipresente) irá recordando los momentos más importantes de su vida: su infancia, bar mitzva, casamiento, cumpleaños del zeide, etc, pero también buscará algo que, supone, le debe quedar de herencia.

«La Bobe» no es una comedia, ni un musical y tampoco un drama, aunque Licht echa mano de todas estas producciones para generar un combo explosivo que detona entre el público y le permite dar rienda suelta a la emoción y a la propia memoria, dejando de ser mero espectador pasivo para convertirse en un activo participante de este engranaje ideado por el autor.

Punto también para la escenografía y el vestuario. Despojados, sin grandes brillos, lo que nos demuestra de nuevo que, a veces, menos, es más.

Muy recomendable, «La Bobe» nos deja también una moraleja: abracemos mucho en vida a nuestros seres amados, cuidemos de ellos y atesoremos las vivencias compartidas pues será lo único genuino que nos va a quedar cuando ellos no estén, y lo más valioso que podemos dejarles a quienes nos sucedan en este breve, veloz y misterioso camino.

Por último, permítanme dedicarle esta reseña a mi mamá -dondequiera que esté, aunque me gusta pensarla cerca de alguna estrella- que fue la bobe más increíble del mundo, quien con su ejemplo dejó a sus nietos como enseñanza el valor de la palabra, miles de canciones en idish y que amar significa estar incondicionalmente. Cosas que la muerte no se puede llevar.

Próximas funciones de «La Bobe»: sábados de mayo, a las 17 hs., en el teatro «El Método Kairós», El Salvador 4530.
                                                                                                                                                                                                  

 (*) frase atribuida a Albert Einstein, quien consideraba que el tiempo no es exacto, sino relativo ya que varía según quien lo percibe.