Ya sé que estoy pianta’o…

Nuestro compañero Moshe Rozén recuerda sus vivencias en aquel febril regreso de la democracia argentina en 1973, hace 50 años, cargado de esperanzas de que finalmente había caído “La última de las dictaduras”. El Padre Mugica había venido a Tzavta a compartir ese fervor militante por la justicia social. Un año después, lo asesinaba la Triple A. Lo que devino unos años después, lo sabemos…
Por Moshé Rozén. Kibutz Nir Itzjak, Israel.

Aquella mañana, la del domingo 11 de marzo de 1973, el día de las elecciones presidenciales, llegó acompañada de muchas ilusiones: la fantasía inicial era creer que, si llegabas temprano a tu lugar de votación, no habría mucho tiempo de espera. Pero, todavía antes de la apertura de urnas, la calle ya estaba colmada de gente.

Es que aquella jornada representaba la quimera deseada por millones de ciudadanos. Para los más jóvenes, se trataba de la primera experiencia electoral. Para los mayores significaba el emocionado regreso al ejercicio democrático, clausurado en junio de 1966 por la dictadura de General Juan Carlos Onganía.

Era, también, el añorado fin de 18 años de proscripciones y censuras.

Alguién de la fila prendió una “Spika”. La “Balada para un Loco” de Piazzolla y Ferrer inundó la calle. El hombre que, termo y mate en mano, aguardaba atras mío comentó: estamos todos locos, lo que se dice bien piantados de alegría. Imaginate, aquí se termina la última de las dictaduras.

La última de las dictaduras: ese fue el clamor que, el 25 de mayo, inundó la Plaza de Mayo. “Se van, se van y nunca volverán” era el canto, como plegaria que se extendía a lo largo de la avenida, desde la Plaza de los Dos Congresos hasta la Casa Rosada.

Unos días antes, en Tzavta de la calle Junín, el Padre Carlos Mugica nos había leido su plegaria, su clamor personal: “Señor, yo puedo hacer huelga de hambre y ellos, mis hermanos de la villa, ellos no, porque nadie hace huelga con su hambre”.

Aviso en Nueva Sion de la visita de Mujica a Tzavta

Un año después, en mayo de 1974, Mugica, luego de oficiar misa, caía ametrallado por la Triple A. Y apenas transcurridos tres años de los comicios de marzo del setenta y tres, la democracia caía, pisoteada por las botas del Proceso.

 “A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires”, decía Borges, “la juzgo tan eterna como el agua y el aire”.

Idéntico ensueño tuvimos -tenemos- en relación a la eternidad de la democracia, de los derechos humanos, de las libertades civiles.

Imagino que, hace exactamente noventa años, en marzo de 1933, muchos alemanes no creyeron – o no quisieron creer- que el quiebre de la República del Weimar significaría la carta de fallecimiento del sistema democrático.

Pienso en mis compañeros de fila en aquella espera al momento del voto del 11 de marzo de 1973: “La mágica locura total de revivir” desde la Spika.

Pienso en los jóvenes que marcharon por Avenida de Mayo, el 25 de mayo de 1973, cantando a la naciente democracia.

Pasaron cincuenta años. Todo parecido con hechos actuales en otros lugares del planeta es mera coincidencia.