Una mañana de enero de 2011, me encontraba parado en la Avenida Habib-Bourguiba, en Tunis (la capital de Túnez), intentando escuchar a un grupo de hombres tunesinos que discutían con otro periodista el tipo de democracia que esperaban ver en su país. Era sólo dos días luego de que su presidente, Zine Ben Ali, huyera del país tras 24 años en el poder, ante masivas protestas por la democracia o, como lo llamaban algunos en esa época, la Revolución del Jazmín.
Estos hombres discutían los méritos relativos de algunos de los sistemas democráticos que conocían, como Francia, Italia y los Países Bajos, y uno de ellos acotó repentinamente: “Deberíamos tener una democracia como la de Israel”. Ni él ni sus amigos parecían muy familiarizados con el Sistema politico israelí, pero se los veía de acuerdo con la idea de que si Israel podia sostener una democracia en esta parte del mundo, podría llegar a funcionar para ellos también.
Doce años han pasado desde entonces y la posibilidad de una democracia para Túnez – que por un tiempo parecía el único resultado positive de lo que ya nadie se anima a llamar la “Primavera Árabe” – ahora se ve cada vez más lejana. El lunes pasado, arrestaron a Rashed Ghannouchi, uno de los principales jefes de la oposición, mientras el gobierno cerraba las oficinas de su partido, Ennahda. Esta es tan solo la etapa más reciente de un proceso cada vez más autoritario durante los últimos dos años, en los cuales el president Kais Saied primero suspendió y, luego, disolvió el parlamento electo y la corte suprema, despidiendo a docenas de jueces. A esto le siguió un referendum, del cual Saied salió con un poder mayoritariamente sin restricciones.
La democracia israelí viene teniendo también un período difícil pero, de alguna forma – al menos por ahora -, ha perseverado. Los intentos del gobierno de Biniamin Netanyahu de debilitar de forma drástica a la Corte Suprema y de controlar designaciones judiciales han sido hasta ahora impedidos por un formidable movimiento de protestas que viene ocupando las calles hace 16 semanas, obligando así a Netanyahu a dar un paso atrás.
Por ahora, parece que Netanyahu no va a arriesgarse con otro intento, especialmente después de que la agencia de calificaciones crediticias Moody’s advirtió el viernes pasado, cuando cambió su calificación de Israel de una mirada “positiva” a simplemente “estable”, que si se reanudaba el proyecto legislativo una rebaja en la calificación de Israel se encontraba en el horizonte. Sin embargo, los primeros meses del actual gobierno de Netanyahu han sido un duro recordatorio de cuán frágil puede ser la democracia israelí.
Israel celebrará su 75º aniversario en los próximos días. Son tres cuartas partes de un siglo en el que Israel, una sociedad de inmigrantes que en su gran mayoría llegaron de algunos de los países menos democráticos del mundo, consiguió mantener en funcionamiento su proceso democrático de forma constante. A pesar de las tendencias autocráticas de algunos de sus Primeros Ministros, especialmente del primero y del actual, y a pesar de la influencia masiva del ejército, nunca sucumbió a las dictaduras o a los golpes militares.
En este momento, debemos insertar la aclaración sobre la larga lista de fallas de la democracia israelí, tanto del pasado como las que siguen al día de hoy: la ley marcial que rigió sobre la mayoría de los ciudadanos árabes hasta 1966 y la ocupación de millones de palestinos en Cisjordania y Gaza después de 1967. El férreo control del partido Mapai de David Ben Gurión y de la Confederación del Trabajo Histadrut sobre la economía, la mayoría de los medios y los servicios gubernamentales durante los primeros años del Estado. La falta de separación entre Estado y religión, que le da al rabinato ortodoxo el control sobre la ley familiar y la erosión de las normas democráticas en años recientes bajo Netanyahu. Todas estas fallas han hecho y continúan haciendo de Israel una democracia fallada y limitada, pero también hacen que las instituciones democráticas del país y los aspectos de su cultura democrática que funcionan bien sean aún más destacables.
Los rankings internacionales de democracias dividen los sistemas de cada país en partes diferentes. En casi todos los países, hay una correlación clara entre los diferentes aspectos de la democracia o la ausencia de ella. En la cima del ranking están los países como Canadá, Nueva Zelanda y países escandinavos, que reciben notas uniformemente altas en todos los campos, y las notas van bajando a medida que descendemos en la tabla. Israel es único en el mundo en el sentido de incluirse en el top 10 mundial en algunos campos (la robustez de su proceso electoral, la confianza pública en los resultados electorales y la libertad de prensa) mientras que en asuntos como derechos civiles, igualdad y libertad de culto nos encontramos mucho más abajo. No del todo abajo con las dictaduras, sino en el rango de “democracia parcial”, entre Argentina e Indonesia.
Ningún otro país tiene este tipo de discrepancias: elecciones que frecuentemente cambian gobiernos, sin derramamiento de sangre; medios que revelan regularmente casos de corrupción en las esferas más altas y un sistema legal que ha enjuiciado a primeros ministros y a un presidente, incluso enviándolos a la cárcel, sin tener un golpe de Estado antes. Pero, también, el uso extendido de la detención administrativa por períodos indefinidos, sin dar a los detenidos el derecho de presentarse ante una corte, y la falta de matrimonio civil.
El único Estado judío del mundo ha creado una democrácia única e híbrida donde la experiencia de ser una minoría perseguida en casi cada país donde vivimos los judíos durante 2000 años nos hizo exigir un sistema politico que les otorgara representación parlamentaria y una voz en los medios incluso a los grupos más pequeños. También nos dio un Poder Judicial que ha impuesto controles a funcionarios electos a un grado que muchos argumentan es en sí mismo antidemocrático. Al mismo tiempo, nuestra falta de seguridad, tanto real como a menudo exagerada, ha creado desigualdad para no judíos, una ocupación interminable para los palestinos y la imposición de normas religiosas ortodoxas para los judíos laicos.
Estas circunstancias tan solo hacen que las partes de alto funcionamiento de la democracia israelí sean aun más valiosas.
Algunos en la izquierda, principalmente fuera de Israel, han buscado desestimar el movimiento de protestas como uno que no se trata realmente sobre la democracia, dado que Israel no es realmente democrático para empezar y las protestas no apuntan a los temas de igualdad para los ciudadanos árabes de Israel o a la ocupación. Esta es una actitud poco afable, especialmente cuando proviene de judíos en la Diáspora, dado que ignora la historia judía.
Israel es en muchos sentidos un “work in progress”, un trabajo sin terminar, y sus importantes fallas en términos de democacia no deben ser ignoradas. Pero, al mismo tiempo, Israel es un lugar mucho mejor que lo que cualquiera podría haber esperado de forma realista cuando fue fundado hace 75 años, solo tres años luego del exterminio de una tercera parte del pueblo judío en la Shoá, cuando se vio obligado a luchar la primera de una serie de guerras de sobrevivencia y cuando absorbió a cientos de miles de sobrevivientes y refugiados judíos con mínimos recursos económicos.
Los críticos que viven en sociedades occidentales, cuyas democracias evolucionaron a lo largo de siglos, deberían preguntarles a los tunecinos cuál difícil es construir una democracia desde cero en esta parte del mundo. Esto no es para excusar las injusticias cometidas en el nombre de Israel, sino un motivo para celebrar estos días, especialmente en Iom Haatzmaut (el Día de la Independencia de Israel), el éxito único e improbable de la democracia israelí. Como demostramos este año, no la tomamos por sentado.