En memoria de Meir Shalev

El 16 de enero de 1996, el entonces presidente Ezer Weizmann pronunció un discurso ante el Bundestag alemán. Se trató del primer discurso de un presidente israelí en el Parlamento germano. Weizmann, que entendió la magnitud de la ocasión, le pidió a Meir Shalev que escribiera las palabras que allí leería
Por Bemy Rychter (comentario y traducción)

Cuando lees esas palabras, entiendes por qué, para muchos (incluyéndome a mí), Meir Shalev es el escritor más grande de la nueva literatura hebrea:

«… El destino nos dio a luz a mí y a mis hermanos de mi generación en los grandes días cuando los judíos regresaron a su tierra y la restablecieron. Ya no soy el judío que vaga por los caminos del mundo, que emigra de país en país, que es expulsado de exilio a otro exilio. Pero cada judío, en cada generación, debe verse a sí mismo como si estuviera allí, en las generaciones, lugares y eventos que lo precedieron. Por lo tanto, todavía estoy vagando, pero no en los caminos remotos del mundo. Ahora estoy vagando por la inmensidad del tiempo, moviéndome de generación en generación, viajando por los caminos de los recuerdos.

La memoria reduce las distancias. Doscientas generaciones han pasado desde el comienzo de la historia de mi pueblo, y me suenan similares como unos pocos días. Sólo doscientas generaciones han pasado desde que un hombre llamado Abraham se levantó y dejó su tierra y su patria y se fue a la tierra que ahora es mi país. Sólo doscientas generaciones han pasado desde el día en que Abraham compró la Cueva de los Patriarcas en Hebrón hasta los conflictos asesinos que tuvieron lugar allí en mi generación. Sólo ciento cincuenta generaciones han pasado de la columna de fuego del Éxodo a las columnas de humo del Holocausto. Y yo, que nací de la simiente de Abraham y en la tierra de Abraham, estaba en todos ellos.

Yo fui esclavo en Egipto, y recibí la Torá en el Monte Sinaí, y junto con Josué y Elías crucé el río Jordán, entré en Jerusalén con David, y fui exiliado de ella con Tzidkiahu, y no la olvidé en los ríos de Babilonia, y  Be Shuv Adonai (al regreso de mi Señor) soñé con el regreso a Sion junto a los constructores de su muro.

Luché contra los romanos y fui expulsado de España, y fui quemado en la hoguera en Maganza, es Maguncia, y estudié Torá en Yemen, y perdí a mi familia en Kishinev y fui quemado en Treblinka y me rebelé en Varsovia y emigré a la Tierra de Israel, que es el país del que fui exiliado y donde nací y del que vengo y al que volveré.

Deambulando y vagando, siguiendo los pasos de mis antepasados.

Y así como yo los acompaño en aquellos días, así mis antepasados me acompañan y están conmigo aquí y en este tiempo. Aquellos de ustedes que cuentan con buena vista podrán discernirlos: un séquito de profetas y campesinos, reyes y rabinos, hombres de ciencia y soldados, artesanos y bebés. Los que murieron ancianos, los que fueron cremados y los que cayeron por la espada.

Y así como el poder de la memoria nos exige participar en cada día y en cada evento de nuestro pasado, así también se nos exige, por el poder de la esperanza, que miremos todos y cada uno de los días de nuestro futuro.

 Sólo en el siglo pasado hemos oscilado entre la muerte y la vida, entre la desesperación y la esperanza, entre el desarraigo y la siembra. Este es el terrible siglo de la muerte, en el que los nazis y sus colaboradores destruyeron una gran parte de nosotros en el Holocausto, pero también es el siglo vertiginoso del retorno a la vida, del renacimiento, de la independencia y, más recientemente, de la oportunidad de paz.

Pero, Señoras y Señores, esta no es una visita fácil. Sólo cincuenta años, un abrir y cerrar de ojos en la larga historia de mi pueblo, han pasado desde el final de esa terrible guerra hasta hoy. No fue fácil para mí visitar el campo de concentración de Sachsenhausen hoy. No es fácil para mí caminar en este país y escuchar los recuerdos y las voces que me gritan desde la tierra. No es fácil para mí estar aquí y hablar con ustedes, mis amigos en esta Cámara.

Deambulando y transitando.

 En mi hombro la mochila de los recuerdos y en mi mano un baston que me ayuda a recorrer, me encuentro en la gran encrucijada de finales del siglo XX. Sé de dónde vengo, y por esperanza y ansiedad quiero saber a dónde voy.

Nosotros y nuestro idioma vivimos. Nosotros, que hemos sacudido las cenizas, y el lenguaje, que esperó en el sudario de los rollos de la Torá y entre las páginas de los libros de oraciones, estamos vivos. El lenguaje susurrado solo en oración, leído solo en sinagogas, cantado solo en ceremonias religiosas, gritado en las cámaras de gas durante la oración de Shemá Israel, resucitó, es parte de nosotros.

Sé que la lengua alemana es más rica que la hebrea en muchas áreas, pero no me faltan palabras para expresar mis sentimientos aquí y ahora. Nunca nos han faltado palabras en el ámbito de la fe, el amor, los sueños, el anhelo y la esperanza.

Hemos desarrollado un buen vocabulario para nuestras necesidades especiales, esperamos, anhelamos, extrañamos, oramos, deseamos, ansiamos, aspiramos, pretendemos…

Estos dos muertos que resucitaron después de tantos años, El estado judío y el idioma hebreo, son la esencia de nuestra existencia en este siglo.

 Es precisamente en este siglo, que nos vio destruidos y aniquilados, que volvimos a la vida. En este idioma, que en la diáspora hablamos sólo con Dios, conversamos en nuestra tierra unos con otros.

Todavía oramos en ella, pero ahora también hablamos en ella y escribimos en ella y trabajamos en ella y estudiamos en ella, discutimos en ella, la cortejamos y cantamos en ella. Y el milagro es aún mayor, porque si Isaías el profeta, el rey Salomón y Jesucristo estuvieran vivos hoy, entenderían lo que estoy diciendo, así como mi hija, mis nietos y yo entendemos sus palabras, que fueron habladas, escritas y preservadas con las mismas palabras de hace años».