En medio de la guerra, que nos exhibe el uso y despliegue de lo más avanzado de la industria militar y sus nuevas mercancías, que producen una masacre a pocos kilómetros de Varsovia, y en medio de un Israel en que lo único que pareciera crecer es el número de los que quieren teocracia y los que se miran en el espejo del fascismo, cae este aniversario: los 80 años de la rebelión del gueto de Varsovia.
Es un aniversario en donde homenajeamos a los y las protagonistas de un combate épico sin armas modernas ni apoyo internacional, que logró que el gueto de Varsovia, sus últimos 70.000 residentes, resistieran muchas semanas a un ejército tremendo, potente, genocida, que tenía ocupada casi toda Europa.
Las identidades de los y las combatientes del gueto, que no buscaron esconderse y se fueron a los bosques para quedarse a organizar la resistencia de su pueblo hambriento y hacinado, son identidades hoy en retirada en el mundo judío y el mundo en general. Se trata de identidades estigmatizadas y también combatidas por estos nuevos fascismos que se visten con las ropas de la libertad individual y la libertad de mercado y el antifeminismo.
Nuestros combatientes eran, en su mayoría, comunistas, bundistas, sionistas socialistas; no hablaban ninguna de las lenguas de los homenajes centrales: no hablaban ni hebreo ni inglés sino ídish y percibían que el exterminio que se estaba llevando a cabo—al que no llamaban ni Holocausto ni Shoá sino “Jurbn”— era de una dimensión casi única, pero aun así, a diferencia de lo que dice la historiografía que se montó sobre ellos como hegemónica, buscaban conexiones con otras situaciones de la historia reciente. Por eso, lejos de creerse únicos, en los escombros del gueto se leía “Los 40 días del Musa Dagh” un libro sobre el genocidio y la resistencia del pueblo armenio a la masacre propinada por el estado moderno turco 30 años antes.
En esta escena es imposible que en este aniversario los usos y abusos de la memoria—que se han hecho a lo largo de los años con el exterminio judío y conla extraordinaria rebelión de los últimos 70.000 judíos del gueto de Varsovia— no estén a la orden del día.
A las habituales utilizaciones del exterminio y la rebelión para intereses geopolíticos que buscan sutilmente acotar toda la resistencia judía al fascismo a un solo hecho épico y aislado, se suma la reaparición menor, pero no marginal, de la cuestión “nazi” y la cuestión “judía” en la guerra que acontece a cientos de kilómetros de Varsovia.
En la Polonia actual hay todavía un millón y medio de refugiados ucranianos y está en su apogeo el sentimiento anti-ruso, que bastante antes de la guerra había provocado la exclusión de Rusia —la nación que liberó a Auschwitz— de los actos por el aniversario de la liberación del campo de exterminio.
En este aniversario, no hay manera de evitar que las historias de sus héroes, sus identidades políticas de izquierda —en la inmensa mayoría—, su laicismo y su lengua materna, el ídish, sufran las más fuertes operaciones de memoria que intenten diluirlas o hasta transformarlas como para que no molesten a la rusofobia dominante, acompañada con la valija resucitada del binarismo de la Guerra Fría, el cual reduce la complejidad de cada conflicto a una lucha del Occidente libre y civilizado contra el Este tiránico y oscuro. No hay manera de evitar que en este aniversario se intente que la historia no perturbe con ninguna crítica al gobierno israelí, donde fascistas y medievales tienen un poder que nunca antes tuvieron en las antípodas absolutas de quienes serán homenajeados estas semanas, pero que no podrán hablar y serán, una vez más, reinterpretados.
Qué épocas oscuras para la emancipación humana estamos viviendo y en qué enorme medida el tema judío y el exterminio judío aparecen por momentos en el centro de las utilizaciones de políticas de memoria para acomodar presentes.

Los jóvenes comunistas, bundistas y sionistas socialistas que organizaron y condujeron un levantamiento tan desigual con final predecible dejaron un tendal de nazis muertos y obligaron a que los ocupantes quemaran casa por casa para terminar con una de las grandes insurrecciones civiles en la lucha contra el fascismo. Fascismo que hoy reaparece solapado de múltiples maneras, sin grandes dirigentes carismáticos, sin programas corporativistas. Hoy la radicalidad fascista es radicalidad del libre mercado, del individualismo extremo, del odio de clase de sectores medios a sectores populares, en la reacción al feminismo y a las luchas por ampliación de derechos.
Hoy, después de estos 80 años, por primera vez en la historia, dirigentes políticos pueden ser antisemitas y pro-israelíes al mismo tiempo; hoy el fascismo vive en el “Alt Right” de EE.UU., con su pedagogía antiglobalista y antifeminista que penetra de manera global, justamente, no solo en los votantes de Trump sino en los de Bolsonaro, en los golpistas bolivianos, en los votantes y militantes de Vox, de Giorgia Meloni en Italia y en los seguidores de Smodrich y Ben Gvir en Israel. No todo aparece tan obvio: la estética del fascismo clásico, que pudimos enfrentar tras un arduo aprendizaje, ahora aparece con otros ropajes en la construcción de un espíritu de época, de una reacción de época que coloniza corazones y cerebros de amplias clases medias del mundo occidental y muchísimo dentro del mundo judío, gran parte del cual estos días homenajeará a ese puñado de jóvenes militantes antifascistas.
En ese contexto, hace poco más de un año, el gobierno ruso sorprendía con su argumento de decir que iba a “desnazificar” Ucrania. Esa interpretación tiene sus antípodas y su incomunicación en EE. UU. y Europa, que plantea luchar contra la tiranía de Putin para defender a la democracia ucraniana —encima gobernada por un presidente judío—. Para el relato occidental, la reencarnación de Hitler no está en Kiev sino en Moscú. Seguramente no está en ninguna de las dos ciudades, pero su utilización es útil en ambas.
Todo es muy confuso. Rusia tira un misil en una estación de televisión de Kiev muy cerca del memorial de Baby Yar, una de las mayores fosas comunes del mundo, donde reposan decenas de miles de judíos de Kiev asesinados a fines de septiembre de 1941; Zelensky dice que el misil fue contra la memoria del exterminio y rápidamente instituciones de todo el mundo vinculadas a la Shoá salen a repudiar. Los hechos demostraron que nada había sido así, que solo había sido una operación para volcar a la opinión judía claramente en contra de Rusia: fakenews con un tema de altísima sensibilidad mundial y altísimo valor geopolítico.
Los que venían a desnazificar son, para otros, la reencarnación de Hitler. Ucrania tiene su batallón Azov, neonazis confesos ya casi derrotados y a Rusia la acusan de que los mercenarios del grupo Wagner son también nazis, al igual que las alianzas de Putin con partidos de la derecha europea.
No se trata de edulcorar dirigentes o regímenes ni de demonizarlos. En Rusia claramente la democracia está limitadísima; en sus acciones militares en la época post soviética, Rusia no ha escatimado en muertes y en salidas militares para diferentes conflictos, quizás como forma de manifestarse por goteo una guerra civil que no se produjo en la caída de la URSS. Seguramente se han cometido innumerables crímenes horrendos en esta guerra, que tampoco deben haber sido cometidos solo por Rusia. No es el tema de esta nota.
Es llamativo ver como el uso de la acusación de “nazi” aparece como la descripción y descalificación más potente y más cruzada en esta guerra en medio del aniversario de la rebelión del gueto, justo cuando el fascismo renace con sus nuevas formas afuera y adentro del mundo judío para barrer, entre otras cosas, cualquier continuidad de las identidades de aquellos resistentes ante las cuales, por unas horas, todos se inclinarían y a las que todos celebrarán.
Ucrania tiene su presidente judío y esto pareciera inmunizar el hecho de que la memoria del exterminio judío en Ucrania esté apenas presente. La memoria del exterminio aparece diluida en memorias genéricas de las víctimas del nazismo y el estalinismo, con cruces en cementerios judíos para tapar la identidad judía y transformarla en recordaciones genéricas, haciendo desaparecer lo más posible la memoria de la presencia judía, del exterminio judío y de la colaboración ucraniana en el exterminio, tal como relata maravillosamente el historiador israelí Omer Bartov en su libro Borrados, con las crónicas de un viaje en busca de los rastros de la Galitzia judía en la Ucrania actual, muy pocos años antes de esta guerra.
El título del libro presenta muy bien el espíritu que lo recorre. En este aniversario, ¿alguien se atreverá a hablar del ocultamiento de la memoria del exterminio judío en Ucrania, de la vida judía de siglos y sus huellas borradas y de la colaboración ucraniana en su desaparición, que incluye a colaboradores nazis como héroes nacionales de la Ucrania moderna? Seguramente no, porque en esta coyuntura sería políticamente incorrecto.
Se vuelve necesario ensuciar a las víctimas judías, a su lengua materna, y a los héroes del gueto en esta tormenta de fake news para poner a la memoria al servicio de la nueva guerra fría, de la rusofobia dominante y del dominio absoluto de los EE. UU. en la política exterior europea.
¿Qué se dirá en Varsovia estos días de recuerdo, con un gobierno casi negacionista, con una guerra al lado y adentro, con una Rusia ahora “enemiga de la humanidad” que, en su etapa soviética, junto a la Ucrania soviética, ahora renegada y sepultada, fue la responsable de que el nazismo no hubiese rediseñado el mundo a su imagen y semejanza?
¿Qué harán en las conmemoraciones oficiales con las identidades políticas y las lenguas de esos luchadores y luchadoras?¿Cómo compatibilizarán su homenaje con la rabia “anticomunista”, que vuelve a la escena política europea en defensa de la democracia y el libre mercado?
¿Qué dirían esos jóvenes militantes, héroes de una de las más gloriosas gestas antifascistas, si viesen que en la patria judía hay progroms, racismo, y un gobierno plagado de fundamentalistas medievales que hubiesen dado escozor incluso a los religiosos de entonces?
¿Qué sentirían al ver el homenaje a ellos, con identidades diluidas y silenciadas, hablando en inglés y hebreo y no en su lengua, usando los homenajes para reivindicar la gesta anti-rusa que convoca a Europa y a gran parte de Occidente con tanques Leopard, con sus Cruces de Hierro a punto de volver a entrar en territorio ruso, cosa que no ocurría desde el triste junio de 1941?
Les debemos homenajes, chicos, grandes, donde y como se pueda, que estén —por lo menos— en sintonía con quienes fueron ellos, con todas sus diversidades y, sobre todo, atentos a las presencias solapadas del mundo que ellos combatieron, tan presentes hoy, seguramente, incluso en sus homenajes.
* Sociólogo UBA, profesor UBA/Undav