La guerra cultural israelí y su impacto en la democracia

Mucho se ha escrito sobre las consecuencias jurídicas, políticas y sociales de los intentos actuales de avasallar las instituciones judiciales israelíes. La misma Corte Suprema, agrupaciones de Abogados, empresas de hi-tech y siete ganadores del Premio Nobel, entre muchos otros, criticaron la reforma como peligrosa y como un golpe fatal a la democracia israelí. Sin embargo, el propósito de estas líneas no es ahondar en estos debates, sino reflexionar sobre por qué este tipo de críticas no solo no funcionan, sino que hasta pueden reforzar el argumento a favor. El motivo es la inserción del debate sobre la Corte Suprema (y la división de poderes israelíes) dentro de un marco más amplio de guerra cultural.
Por Kevin Ary Levin

En el año 2012, en un contexto israelí y global muy diferentes al actual, Netanyahu declaró:
«Creo que una corte fuerte e independiente posibilita la existencia de las otras instituciones en
una democracia. Pido que me muestren una dictadura, una sociedad no democrática, donde
exista un sistema judicial fuerte e independiente… No se puede defender derechos donde no
hay una corte fuerte e independiente». Ese Netanyahu, que veía sus intereses alineados a los
de una Corte Suprema empoderada, ya está hace tiempo enterrado y, como los caníbales
afectados por hongos de The Last of Us, otra persona porta su cuerpo y come su helado de
pistacho. O, lo que es lo mismo, Netanyahu demuestra una vez que, por más liberal que se
presente, no es más que un marxista de la variante Groucho (ese que nos decía «Estos son mis
principios, pero si no les gustan, tengo otros»).
Aunque la expresión «guerra cultural» probablemente haya nacido en Alemania, no es
casualidad que en Estados Unidos se la haya usado más y se haya ahondado más en su
significado. Ya en 1991, el sociólogo James Davison Hunter la utilizó para referirse al intenso
grado de polarización que veía en su país a partir de la presencia de una serie de temas
(aborto, armas, separación de Iglesia y Estado, drogas) que dividían a la sociedad cada vez más
claramente en dos grupos estables separados por visiones de mundo. En 2005, el periodista e
historiador Thomas Frank propuso una definición más estrecha pero tal vez más efectiva del
concepto de guerra cultural en su análisis sobre la política de Kansas: en una sociedad
obsesionada con temas de religión y secularización, conservadores religiosos de clase baja
pueden ser persuadidos de votar en contra de sus intereses económicos, al quedar espantados
por un progresismo económico más secularizante. Esta situación era (y es) aprovechada por
políticos republicanos en EE.UU. para reunir a la clase baja a su favor y dirigir el rencor popular
no hacia los ricos (que salen beneficiados de reformas impositivas republicanas) sino hacia una
idea poco definida de «élite», entendida más en términos culturales que económicos. Una
especie de falsa conciencia – en el sentido marxista, esta vez en que la usaba Engels, ya no
Groucho – se forma donde una clase subordinada toma la bandera de otra clase dominante.

“Guerra por el alma de la nación”

Esta «guerra por el alma de una nación», en las palabras del conservador Newt Gingrich, cierra
la puerta a todo debate y solución de consenso, al presentar una grieta social definida cada vez
más en aspectos morales y repleta de demonización por el otro lado. Por último, en 2015,

Andrew Hartman entendía esta guerra cultural como el resultado de un nuevo Estados Unidos
nacido en los años sesenta, donde algunos se sintieron liberados por la eliminación de viejas
restricciones al discurso y a formas de interacción social (feminismo, revolución sexual, lucha
por derechos de minorías, movimientos antibelicistas, la emergencia de la Nueva Izquierda,
liberación gay, etc.) y otros vieron en este quiebre con la tradición cómo la identidad misma de
un país, hasta ese momento sólidamente blanco, cristiano y capitalista, se hundía en una crisis
que iba a requerir de todo esfuerzo posible para emerger del otro lado de la misma forma en
la que entró.
En Israel, este debate toma su forma particular, y seguramente se puede rastrear su origen en
los años setenta. Fue en esta década que ocurrió el inesperado giro electoral que llevó a la
victoria de Menajem Beguin el 17 de mayo de 1977, cerrando casi tres décadas de hegemonía
de la centroizquierda de Ben Gurión, Golda Meir y otros. Beguin sumó efectivamente
adhesiones masivas de la población mizrají de Israel (judíos provenientes del mundo árabe e
islámico) canalizando sus frustraciones ante un establishment laborista que los había mirado
despectivamente y les había bloqueado sus aspiraciones de ascenso social. A pesar de su
innegable ashkenazidad, Beguin desarrolló una afinidad íntima con los mizrajim de Israel
indicándoles su respeto, su apego a la tradición judía y manifestando un odio común por las
instituciones del laborismo. El terremoto político que implicó un nuevo panorama israelí de
alternancia entre el laborismo (Mapai) y el revisionismo (Likud) fue luego acompañado por un
terremoto cultural, cuando exponentes de ese Israel relegado, como Ofra Haza y Zohar Argov,
se convirtieron en los más taquilleros y exponentes de Israel alrededor del mundo. No hubo un
proceso paralelo de inclusión en la economía, en la política o en el mundo académico.

El “segundo Israel”

Sin embargo, una transformación relevante sí se dio en el discurso de la derecha israelí. Como
explica Micah Goodman en su libro Catch-67, la Primera Intifada obligó a la derecha tradicional
a elegir uno de dos caminos que, en ese momento, se demostraron incompatibles: el
maximalismo territorial o el liberalismo político. El Likud actual es una viva evidencia de cómo
buena parte de la derecha optó por lo primero, prefiriendo mantener el movimiento de
asentamientos y la ocupación sobre los palestinos antes que cualquier pretensión de la
democracia liberal pregonada por su fundador e ideólogo, Vladimir Zeev Jabotinsky. Esta
fragmentación y el aire mesiánico-triunfalista posterior a 1967 llevó al ascenso del sionismo
religioso como ideología dentro de la sociedad israelí, con particular impacto en el público
mizrají. En paralelo, parte de la izquierda perdió su foco en el socialismo y distribución de la
riqueza, para centrarse mayoritariamente en el conflicto con los palestinos que cada vez más
israelíes pasaron a ver como irresoluble. A pesar de su estilo radicalmente diferente al de
Beguin (y de su origen incuestionable como parte de la élite ashkenazí), Netanyahu consiguió
amoldar su estilo y retórica para heredar su rol como el campeón y defensor de ese segundo
Israel, como lo llaman los exégetas oficiales de la derecha: el más mizrají, más tradicionalista,
más nacionalista, de menores ingresos y menos educación formal.
La alianza férrea de Netanyahu con el mesianismo religioso, que lo ve como la única forma de
acceso al poder por el momento, ayudó a que ningún voto quedara perdido mientras Bibi
luchaba por salir del exilio de la oposición. La derecha toma entonces la forma de un tridente:
la ultraortodoxia (cada vez más cercana al maximalismo territorial del sionismo religioso, muy
lejos del Shas de la década de 1990), el sionismo religioso (ya oficialmente desprovisto de todo
pensamiento liberal, con el intercambio de figuras más moderadas por los actuales Betzalel
Smotrich y Ben-Gvir) y el Likud. Este último permanece como el partido de la derecha con

pretensiones hegemónicas, todavía con algunos restos del liberalismo original y, por lo tanto,
“vendible” al centro israelí y a los socios internacionales.

Cuando la “política de la identidad” reemplaza a la de las ideas

Foto: Oren Ziv

Tomando una página del manual de política estadounidense (y la de sus amigos en otros países, como Orban y Bolsonaro), la política de identidad israelí ayuda entonces a pavimentar
el camino hacia la concentración de poder y el autoritarismo. Desde esta óptica, la Corte Suprema de Israel puede ser demonizada durante años por ser una institución anticuada,
restos de un Israel ashkenazí, elitista y laico. Cuando toda la política israelí se somete a la óptica de la guerra cultural, puede ser presentado el proyecto de avasallamiento judicial como una victoria para el segundo Israel, y su oposición, como los meros lamentos de una vieja élite que pierde los privilegios y que tiene cada vez menos voz sobre el carácter del Estado. Poco importa que todos los israelíes pierdan garantías jurídicas ante los excesos de un gobierno que nunca escondió sus elementos autoritarios: en la lectura de la política como un juego de suma cero, un sector gana y el otro pierde. Las imágenes de columnas diversas de manifestantes, así
como testimonios de votantes arrepentidos de derecha que creen que esta vez Netanyahu fue demasiado lejos, desmienten este tipo de actitud desdeñosa hacia la actual oposición israelí, pero una representación social no necesita estar basada en la verdad para tener efectos de verdad.
La política identitaria, esa que se rige por reinvindaciones colectivas basadas en etnicidad, religión o identidad cultural, es entendible cuando hay sectores sociales históricamente marginados que reclaman un lugar propio en la sociedad. Sin embargo, cuando la política de identidad reemplaza la política de las ideas, su función es solo evitar el debate legítimo sobre aspectos de vital importancia para la vida en conjunto. Y cuando se vuelve en pura demonización (como cuando “ashkenazí” y “zurdo” se vuelven en sinónimos de antisionista y antijudío, fenómenos propios del Israel actual), se amenaza con destruir las condiciones mínimas para la vida en conjunto. Netanyahu y sus aliados han hecho un uso abundante de
estas formas de ajenización, poniendo en peligro a minorías sociales y rifando así el futuro de la paz social israelí en nombre de sus agendas políticas a corto plazo.
Yosefa Loshitzky escribió, en su análisis de la política identitaria en el cine israelí, que “la política identitaria contemporánea israelí se basa en nociones percibidas y reales de victimismo que exigen reconocimiento de esa victimización”, planteando que esta victimización llega a niveles de “religión civil”. No se trata ni siquiera de resaltar que ambos grupos permanecen en un lugar de relativo privilegio en relación a los eslabones más bajos del sistema (árabes israelíes y palestinos, así como minorías más pequeñas dentro de Israel). Más que nunca, quienes sostienen hoy el poder en Israel se presentan a sí mismos como víctimas de un sistema organizado en su contra y que debe ser modificado. No es el propósito de estas líneas encontrar una solución al problema del terreno estéril en el debate público que genera este tipo de guerra cultural, pero es claro que esta grieta debe ser atendida si se espera alguna
vez ofrecer una solución superadora que permita disipar el humo que provocan las acusaciones viejas basadas en identidad y volver a la discusión ideológica. No alcanza con buscar un buen candidato mizrají para que la izquierda vuelva a ser atractiva para estos sectores de la sociedad israelí, ni con pedir disculpas (como Barak lo hizo en 1998) por políticas del pasado: se trata de reinventar la identidad israelí de forma que se resalte el multiculturalismo, se abandone la competencia cultural en la identificación de un israelí más “auténtico” que otro y se busquen consensos mínimos sobre la vida en común. Mientras tanto, podemos confiar en el revanchismo y la guerra cultural para enturbiar la conversación pública
sobre este y otros ataques a la democracia que se vendrán.