Libros: "Hospital Israelita Z", de Sergio Saposnic

Prolegómenos para una ficción apocalíptica

La ficción trabaja con la verdad y la mentira porque no es ni lo uno ni lo otro: esa es su cualidad fundamental. Saposnic lo hace a su manera, porque no se queda con lo que dicen los rabanim, sino que va más allá. Para hablar del Hospital Israelita, el autor escribe y se apropia de otra tradición, la de los zombies, para producir una nueva textualidad.

Por Facundo Milman

Existen irrupciones y disrupciones. En las primeras, algo aparece sin imprevistos; en la segunda, esa cosa –y la Cosa, para decirlo en términos filosóficos– se producen como una interrupción súbita. El matiz, entre uno y otro, es particular, porque no hay tantas incurrencias; hay diferencias, sí, pero lo que conecta a uno y otro es la similitud. En este caso, quiero abordar lo que tienen en común: la irrupción y la disrupción, esto es, el carácter de lo intempestivo. “Es la ley del tiempo, terrible para el presente y que siempre hace esperar y hasta contar con lo intempestivo”, decía en una entrevista de 1993, el filósofo judío Jaques Derrida  –aunque muchas veces se pretende que, aun siendo judío, no actúa como tal, podemos contar con, al menos, dos intervenciones que desmienten esa pretensión: Abraham, el otro (2003) y Schibboleth (1986)-. El libro de Sergio Saposnic, Hospital Israelita Z (2022), publicado por Milena Caserola, narra la historia del Hospital Israelita antes y después de lo intempestivo: cuando los judíos son invadidos, en su territorio, por los zombies.

No quiero ni deseo detenerme en la trama en sí, sino en los artificios y las condiciones de producción que recorren al texto. Empezamos por lo básico: la resurrección de los muertos. ¿No constituye, acaso, una de las grandes profecías del judaísmo mainstream, del judaísmo talmúdico, del judaísmo rabínico? Sí, pero el carácter de lo ficcional está ahí: trabajar con la Verdad y con la Mentira. La ficción trabaja con la Verdad y la Mentira porque no es ni lo uno ni lo otro: esa es su cualidad fundamental. Saposnic lo hace a su manera, porque no se queda con lo que dicen los rabanim, sino que va más allá. Él escribe y se apropia de otra tradición, la de los zombies, para producir una nueva textualidad. No se sitúa, ya que hablamos de terrenos, en el judaísmo ni tampoco en el de los zombies y sus grandes producciones; no es uno o lo otro, es uno y lo otro. Como ha enfatizado Beatriz Sarlo en Una modernidad periférica. Buenos Aires 1920 y 1930 (1988), la cultura porteña es una cultura de mezcla. Por eso habrá que subrayarlo de nuevo: lo importante es la “y”, la mezcla, el entredicho de una cultura –la judía– y otra –la de los zombies–.

Hasta aquí, fui lo bastante tajante para mencionar referencias, historias, panoramas en común. Pero hice una mención mezquina, por no decir mínima, sobre Buenos Aires. Porque la historia de Hospital Israelita Z se desarrolla en Buenos Aires, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, aunque no en el Once ni en Villa Crespo o en Flores. Digámoslo de otra manera: Saposnic se sale de los lugares comunes y ocupa a través de los judíos y los zombies nuevas territorialidades: ocupa Villa Santa Rita. Esa es la otra novedad.

El otro punto, que es doble, es la transitoriedad y el apocalipsis. La patria judía es una patria en la errancia, es una patria en movimiento, es una patria extranjera. La patria judía fue, es y será el texto, y todo texto se mueve, es abierto, confluye. El narrador lo puntualiza: “Finalmente, el tabernáculo fue ocupado por los zombies a cambio de vino y paco provisto por el exaltado Tatú quien, más tarde, juró que había ido a dar una mano”. El tabernáculo, que se mueve y rige la vida, es movido por los seres humanos resurgidos de la tierra, que tampoco se dejan de mover. Entonces lo que viene a operar, en la ficción, no es otra que el desplazo por el reemplazo: se desplaza a los judíos, que rondaban alrededor del Hospital Israelita, por los zombies con el tabernáculo. Cabe pensarlo en esta otra clave de lectura: así como los judíos de Villa Santa Rita tienen al Hospital Israelita como signo de su judeidad, los zombies tienen al tabernáculo como símbolo de su “errancia”. Pero también había mencionado al apocalipsis que es, en el caso del judaísmo, una de las caras del mesianismo, aunque, en la novela, signifique la aparición de los zombies. En otras palabras, los zombies asumen la máscara del apocalipsis; la mesianicidad se torna irresoluble: no hay redención hasta que aparezca el salvador, el ungido, el Mesías Ben David.

La mesianicidad, dentro de la tradición judía, se expresa bajo la forma de la interioridad y la exterioridad. Porque en la interioridad de la fe judía está el mesianismo, mas no en su exterioridad, ya que ahí se aloja el apocalipsis. Ambos fenómenos conforman un mismo sismo: uno en el interior y otro en el exterior. Porque, si ocurre el apocalipsis y, con él, terminan “los dolores del parto del Mesías”, también aparecerá un Mesías que acarree la salvación y la redención. Los zombies, bajo la escritura de Sergio Saposnic, son aquello que se debe enfrentar: la muerte y su resurrección, la vida en sus patíbulos de la muerte y su finitud, o, como dice Edmond Jabès, la muerte que vibra. Por lo tanto, los zombies no solo se vuelven carne sobre las visiones del fin del mundo, que nunca deja de ser el mundo del fin, sino que también las leyendas escritas alrededor del Hospital Israelita se transforman en otro dolor que permite la emergencia del salvador.

De esta forma, podemos comprender los procesos que se advierten en el libro de Sergio Saposnic. Porque, como señalé, por un lado, está la resurrección de los muertos y, por otro lado, la transitoriedad y los muertos-vivientes, los zombies. Lo que intenté hacer aquí es un breve comentario porque la palabra enlazada al texto no solo es la que produce nuevas textualidades, sino también es la pregunta que subyace a la forma de la letra. Y si el judaísmo es algo, es la Letra Viva que se transmite de generación en generación, letra que encuentra y exige su herencia a través del Libro que no deja de escribirse. Esa es la verdad, ya que solo basta una letra compartida para que dos palabras dejen de ignorarse.