Reflexiones en tiempos de guerra:

La sangre roja de todos

"Cuando cayere tu enemigo no te regocijes, y cuando tropezare, no se alegre tu corazón..." (Proverbios; 24,17) Estamos en tiempos de guerra; realmente jamás hemos dejado de estarlo, pero sucede que en esta época moderna la guerra es más gráfica, instantáneamente podemos verla, sentirla, palparla; la televisión nos la ofrece en toda su crudeza y dimensión; es más personal y desgarradora que nunca.

Por Alberto Mazor (Desde Israel)

Como siempre, cuando una guerra de esta naturaleza surge, se agudizan nuestras diferencias, esas tribales diferencias que desde tiempos inmemoriales nos acompañan, y mientras en Beirut o en Haifa, en Qana o en Kiryat Shmoná, en Gaza, en Naharía o en Kfar Guiladí la sangre se derrama, tan roja y tan densa como siempre, tan igual la de unos como la de otros, tan demostrativa y denunciante del lamentable barbarismo que aún subsiste en nuestra civilización, algunos utilizan el tiempo denunciándola como ilegal, opresiva e injusta y otros la apoyan con igual vehemencia, armados de múltiples razones justificantes.
Pienso que todos, independientemente del lado en que las percepciones los sitúen, deberían concientizar la realidad de estos momentos mediante la debida reflexión y no permitir que la exasperación y los impulsos les nuble el entendimiento.
En toda tragedia hay lecciones, hay enseñanzas que captar y concienciar; toda guerra es trágica, es derrame de sangre y derrame de lágrimas, es drama de deshumanización, es odio, es venganza, es el canibalismo más cruento, más despiadado; la guerra es la antítesis de la civilización.
Aquellos que se someten diariamente tanto a analizar como a planificar deberían, aunque sólo sea por unos instantes, tratar de sentirse personalmente en medio de ese caos, oír mentalmente el estallido de las explosiones, ver saltar cuerpos en pedazos, oler y sentir la hirviente sangre de los caídos gritándoles el dolor de las heridas, de los mil sueños no culminados, de los hijos huérfanos y de los que ya no han de nacer; el dolor de las madres, de las viudas, de los amigos.
Con cada muerto hay una parte de ellos que debería enlutarse, son momentos de sentir dolor y de sentir vergüenza, de sentir compasión por todos los caídos y compasión por ellos mismos, pues la guerra está tanto en el frente como en la retaguardia, porque el dolor de los mutilados debe ser el propio, porque cada uno de los nuevos inválidos son el reflejo de todos; todos crecieron bajo un mismo sol, respiraron el mismo aire y bebieron la misma agua.
Podrán creer que es justa o injusta, les podrán separar visiones e ideologías diferentes, mas lo que debe ser común para todos es la total repulsión por la guerra; es imperativo aunque sea paradójico concientizar la propia humanidad a través de esta trágica realidad, dar más valor a la compasión y a la comprensión, deben regir las relaciones humanas y hacer todo lo posible por promoverlas.
Esa es la más grande victoria que, conseguida a veces con igual o más daño del vencedor que del vencido, puede extraerse de la guerra.
Sólo a través de ese logro garantizaremos la esperanza de un mañana mejor donde el hombre sea hermano del hombre.
La paz no se puede alcanzar si no existen los sueños, las utopías de convertirse en seres, cada vez, humanamente mejores.
Puede que sea demasiado utópico, pero sólo si las utopías existen podemos intentar trabajar y luchar para conseguirlas.
Por eso, en tiempos de guerra, mientras los cañones disparan y las musas callan, hay que dejar espacio para soñar.