Los periódicos no se llenan de títulos sensacionalistas ni de artículos sobre el tema ni de fotografías de la catástrofe. Y, mucho menos se organizan marchas de solidaridad o tapas de diarios con títulos catástrofe expresando indignación o condena.
No cabe duda que en la mayoría de los casos es necesaria una cierta dosis de empatía previa hacia las víctimas específicas de un conflicto para que se genere una movilización solidaria hacia ellas, aunque también a menudo ocurre que dicha solidaridad emerge no tanto por empatía hacia los sufrientes, sino por un profundo prejuicio negativo respecto de quienes son considerados -con razón o sin ella- los victimarios.
La guerra actual entre la guerrilla libanesa islamista de Hezbollah y el Estado de Israel, es un buen ejemplo de cómo funcionan estos mecanismos de identificación positiva o negativa. El Líbano, como nación y como pueblo ha sido, en esta ocasión, objeto de la primera: un amplio grupo de intelectuales y figuras públicas argentinas se ha manifestado conmocionado por el sufrimiento de la población civil libanesa, condenando a Israel por su responsabilidad en esto.
Uno podría asumir que la responsabilidad con los civiles libaneses nace de la empatía legítima y real hacia ellos, pero la duda emerge cuando se revisa lo ocurrido, o más bien, lo no ocurrido, en el pasado inmediato:
– ¿Dónde estaban los defensores actuales de El Líbano en octubre de 1990, cuando las tropas sirias asaltaron, en Beirut, al último reducto del comandante insurgente cristiano Michel Aoun, dando muerte no sólo a los opositores de Damasco, sino también a 700 civiles inocentes que se hallaban en la zona de conflicto?
– ¿Por qué no hubo reacción alguna cuando, inmediatamente luego de la retirada israelí de El Líbano -en el 2000- fuerzas drusas entraron a poblados cristianos asesinando a cerca de un millar de personas y expulsando a casi 50.000 de sus hogares?
Sucesos como éstos no produjeron expresiones de solidaridad hacia las víctimas en medios intelectuales, políticos y periodísticos argentinos.
No puede, entonces, sino concluirse que el conflicto actual entre Hezbollah e Israel, más que una empatía natural hacia los libaneses, lo que ha operado en la movilización de las conciencias hoy indignadas es la identidad de aquél a quien se asume como verdugo.
No importa que Israel haya entrado en esta guerra en un acto de legítima defensa ante cohetes mortales lanzados hacia su población civil, la violación de sus fronteras y el asesinato y secuestro de sus soldados.
No interesa el sufrimiento de cerca de 2 millones de civiles israelíes, ancianos mujeres y niños, habitantes de la zona norte de su país que se han desplazado en busca de seguridad, o que permanecen recluidos en los refugios.
Tampoco importa que miles de misiles de Hezbollah tengan como objetivo deliberado asesinar civiles israelíes y dañar infraestructuras.
Para éstos no hay lástima que valga, ni siquiera mención. Tal vez porque en este caso las sensibles venas abiertas del progresismo argentino ante los conflictos regionales, pasa por el Estado judío y, como ya es sabido, cuando de judíos se trata, a menudo prevalece un maniqueísmo ciego a los datos duros de la realidad.