Bee Season es el título inglés de la película estadounidense dirigida por Scott Mc Gehee y David Siegel (con producción de EE.UU. e Israel, a cargo de Albert Berger y Ron Yenxa), estrenada en el 2005. Fue traducido a nuestra lengua en dos versiones, como Palabras mágicas y en su reverso complementario como La huella del silencio. Basada en la novela homónima de Myla Goldberg del 2000 (versión española: La estación de las letras, RBA Santillana) y con guion de Naomi Foner Gyllenhaal, la obra, más allá de mostrar los conflictos de una típica familia
de clase media-alta en Estados Unidos, explora un camino contemporáneo de la mística judía.
Bee season fue el primer libro publicado por Goldberg, alcanzó un éxito notable y la banda The Decemberists le dedicó una canción alusiva a su autora, “Song for Myla Goldberg”, incluida en su segundo álbum, Her Majesty The Decemberists, de 2003, en la cual Colin Meloy, con acierto, afirma una y otra vez “it comes around, it comes around”, reflejando cabalmente la forma en que la niña protagonista da vuelta entre las letras así como la autora lo hace con su ficción.
Pues Bee Season alude a la competencia “National Spelling Bee”, realizada anualmente en aquel país y que implica una gran presión para los chicos concursantes. El nombre del concurso se refiere al período del año durante el cual se realiza, la primavera. La primavera trae las flores y las flores atraen a las abejas (“bee”); los chicos que participan en tal concurso son como laboriosas abejitas del deletreo (“spelling”). De todo ello se desprende que “Bee season” constituya un concepto traducido directamente como “temporada de deletreo”. Y las abejas constituyen un recurso visual del film, junto a los pájaros, mientras vuela el pensamiento de la niña del deletreo.
A pesar de contar con actores reconocidos, no alcanzó una repercusión paralela al libro, que fue best-seller. Algo se escapa e incomoda en ella. Resulta muy difícil abordar el tema de la cábala, más allá de la popularización y banalización del mismo, de hecho no abundan películas que lo enfrenten y ésta lo encara, generando ya asombro, ya incomprensión. Sobre este punto central, por encima de otros –como la trama familiar y las complejidades psicológicas, o los aspectos técnicos– nos detendremos en esta revisión, ahora que puede volver a verse esta película singular en la plataforma de Star +.
Cuestión de palabras
Entre los diseños de la madre (Juliette Binoche) y los papeles del padre (Richard Gere), está el ya conocido “origami” con que la niña (Flora Cross) elige perder en la película. También la pérdida puede ser una obra de arte, recomposición de un mundo (“tikun olam”) y compenetración con lo divino.
Por su funcionalidad narrativa, “origami” se convierte en una palabra clave. El origami –arte del plegado de papel– va más allá de lo que la definición trae porque, para la creencia y tradición japonesas, el papel esconde una esencia que aflora en el plegado del mismo. Se dice que cada doblez y cada forma tienen un significado importante, de ahí la derivación en obra de arte. Para el origami sólo se permite el uso de las manos; según su filosofía, aporta calma y paciencia a la persona que lo practica, e implica destreza y precisión.
La atracción de las letras
El filme se abre con una letra flotante. Hay una letra al comienzo para marcar la ciudad, es la A, que nos ubica desde el inicio en el espacio. Saber dónde estamos (dónde están los personajes), dónde transcurrirá la acción (en Oakland –California–, ciudad de gran diversidad étnica).

En cuanto a la ciudad de Oakland, puede decirse que la niña interiormente y en proporción a su edad es firme como el roble. Buena madera y fuerte. Existe una relación entre esta fortaleza del roble del lugar en que habita (casi seguramente lugar natal) y el juramento de la etimología de su nombre natal (Eliza o Elisa, apócope de Elizabeth o Elisabeth, o sea Isabel –nombre de etimología hebrea, aunque derivado del griego, pues es la forma griega del bíblico Elisheba, que significa “juramento de Dios”, por analogía con Yehosheva: “Yahvé es juramento”).
Aquella letra (objeto material, de gran peso) en la escena inicial está siendo colocada en su sitio, conformando el cartel indicador urbano, es la A, primera letra del alfabeto latino. Luego oímos la alusión al automóvil, cuya marca es Alfa-Romeo, es la alfa, primera letra del alfabeto griego. Avanzada la trama, asistimos a una visión de aleph cuando la niña Naumann extrae la letra de su propio rostro, ahí entonces surge la primera letra del alfabeto hebreo, א.
Se presenta así una convergencia total de alfabetos, tradiciones, culturas, religiones, para buscar el sentido de lo trascendente y ver cómo se abren paso dentro de él la esencia y la ciencia, la inteligencia personal, la memoria y el arte.
Este aspecto se enlaza con la importancia de la luz en el mundo, que va desde lo físico hasta lo metafísico, luz divina y luz del diseño artístico. La luz es una clave de todo el filme, particularmente asociada al universo de la madre.
Por otra parte, se propone el vuelo. Volar a través de la mística, a través de la figura del pájaro y a través del origami. Hay una letra volando (casi literalmente) al pender del helicóptero en la escena de apertura, este recurso realista convive con lo que vuela por ciertos efectos especiales como expresión de la imaginación y el mundo interior de la niña.
La distancia entre lo que es y lo que se ve establece continuidades y rupturas, que abarcan desde los robos resignificados hasta el “error” voluntario del final por parte de la niña. La importancia de lo que se ve y lo que se escucha está en el centro de la propuesta del filme. Eliza quiere ver las cámaras de televisión la noche previa a la gran final del concurso. La madre, que le había apagado el televisor a la hija en una escena intermedia, durante el desenlace ve a ésta en la pantalla. Desde ya, la pantalla es otra mediación, otra metáfora.
En dicho desenlace, el quiebre se da precisamente por la diferencia de una letra, una sola y la última (no cualquier otra). Se hace pender de un hilo la decisión de la niña junto al suspenso de la acción fílmica, cuando lo que en verdad pende de un hilo –para la percepción de la protagonista– es la unidad de la familia, no de la palabra o de su capacidad para deletrearla.
Deletrear es como deconstruir, durante ese proceso los lazos parecen ir debilitándose (ya que decir destruyéndose sería un exceso, más allá de la conveniencia funcional del término en este contexto) y la niña anhela y apuesta a reconstruirlos. Lo que es preciso destacar asimismo es que esa letra final, pendiente, decisiva, es una “i” reemplazada, en falta deliberada, por una “y”. Letra de un origen sustituida por la letra de otro. La “i” latina por la griega.

Cuando Eliza, en una escena previa, quiere aferrarse mejor a un vocablo y no dudar, pregunta al jurado precisamente por la procedencia del término y su definición. Son datos importantes para la configuración mental de la niña. Eliza es sensible a los orígenes, a los alfabetos antiguos y primigenios, a las resonancias de antaño (el hebreo, el griego). Su sustitución no ignora su propio historial, el de lo que acabamos de apuntar así como el registro de esa misma palabra en el ejercicio de práctica que, en la noche anterior, realiza con el padre (Saúl Naumann –recuérdese que Saúl significa el deseado, el elegido).
En esa casualidad –el hecho de que la palabra que le toca en suerte coincida con la seleccionada antes por su padre para la ejercitación– reside una clave para que el espectador no tenga ninguna duda. La palabra ya probada (aprobada) es el saber probado, el triunfo rrobado (degustado previamente). De ahí el asombro incalculable del padre, que va pasando lentamente de la certeza absoluta a la perplejidad en esos instantes finales, desde que escucha la palabra ya sabida y circulada entre ellos y toca la alegría del éxito, hasta el inesperado “fracaso”. De eso se desprende la percepción de que ningún éxito sea seguro, ni siquiera aquel que consideramos indudable, y que, correlativamente, las “derrotas” puedan ser algo relativo, según el cristal con que se mire a través del caleidoscopio de la existencia.
Cábalas históricas y cábalas domésticas
Abraham Abulafia (1240-1291) quería popularizar el método de conocimiento místico llamado “Camino de las ideas”, disciplina completada con el “Camino del Sefiroth”. De sus múltiples obras proféticas, sólo se conserva el Sefer ha´Oth (Libro de la señal).
Muchos estudiosos advierten paralelismos entre sus enseñanzas y el yoga o el tantra. De este modo, cada uno de los hermanos de la película (Eliza y su hermano mayor, Aarón, interpretado por Max Minghella) estaría ingresando en caminos distintos pero paralelos. Aarón, que ha estudiado muy bien el hebreo y que, de pronto, entra a una iglesia y comulga, de la mano de su nueva amiga Chali (Kate Bosworth) termina optando por ser un Hare Krishna.
Si la mística judía solía ocultar su experiencia vivencial más que la mística de otras religiones –habilitando el anonimato y la pseudoepigrafía, como afirma la profesora Amparo Alba, de la Universidad Complutense de Madrid–, Abulafia viene a quebrar esa tendencia. Pocas obras versan sobre la experiencia personal de éxtasis y las técnicas para alcanzarla. En el sendero de Abulafia, bajo la lente de una interpretación contemporánea y norteamericana, la protagonista entrenada por su padre muestra precisamente esta dimensión tradicionalmente oculta.
Abulafia desarrolla por un lado la línea de una Cábala Profética (Kabbalah Nevu´it) o cábala extática y, por otro, la Cábala de los Nombres (Kabbalah ha-Shemot) o cábala de los Nombres Divinos. Es más cerca de este segundo tipo de cábala abuláfica que trabajan los personajes (padre e hija) del filme, pues en la recitación y combinación de las letras se puede alcanzar la experiencia de éxtasis.